Crédito Imagen: Dibakar Roy
Investigador, docente y abogado
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El Acuerdo Final no es la palabra de Dios, por fortuna. Su autoridad, quisiéramos algunos, es de otra naturaleza. Si los encargados de las comunicaciones en la JEP suelen, en su jerarquía de fuentes, ubicarlo por debajo del llamado “bloque de constitucionalidad”, no sobra decir que, como efecto de las disposiciones del Acto Legislativo 01 de 2017, el Acuerdo es parte integrante de la Constitución, ergo, del bloque de constitucionalidad. No importa; este texto pretende ser otra cosa que un lugar de neo-exégesis jurídica. Nos interesa más bien discutir el elemento de autoridad que lleva consigo la palabra constitucional. No es accidental, por supuesto, que hayamos invitado a Dios, a su autoridad, para servirnos como punto de comparación. La autoridad de Dios es el criterio de toda autoridad, de ello no hay duda, al menos para Occidente. La Justicia Especial para la Paz en Colombia tampoco escapa a su herencia (a pesar de las declaraciones de principio a favor de un “derecho propio” como fuente de derecho internacional penal).
A la autoridad, uno la escucha y la ignora, la obedece y la desobedece; uno acepta sus preceptos y los transgrede; uno se bate entre la piedad – cuando su fuerza que nos es interior nos exige fiel cumplimiento – y la herejía – cuando otras fuerzas nos “descolonizan” y nos invitan a la “desviación” –.
La autoridad del Acuerdo, constitucional, no escapa a su paradójico destino: uno aplica su punto 5 (Acuerdo sobre las víctimas del conflicto: Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición), uno ignora sus puntos 1 (Reforma Rural Integral), 3 (Fin del Conflicto) y 6. (Implementación, verificación y refrendación). O, bien, uno lo aplica a medias, o se acomoda su propio Acuerdo, como acomodándose su propia biblia, para lo que le sirve, para lo que le conviene. El punto 5 quiso ser la búsqueda anhelada del equilibrio difícil entre justicia y reconciliación, entre memoria, digamos, “edificante” y reconstitución de la sociedad política. El resultado: un informe de verdad que viene a sumarse a la ya vieja tradición colombiana de informes de verdad; una Justicia Especial para la Paz que da pasos agigantados hacia la constitución de una justicia ordinaria de lo más tradicional, encargada de reconfigurar la imagen de la “monstruosidad” del tiempo reciente, ese bautizado por el Centro Nacional de Memoria Histórica bajo el nombre moderado de “crisis humanitaria”. Dos tradiciones que dan el paso y se instalan en el tiempo mismo de la transición: la verdad de la sangre que no cesa de derramarse, la justicia contra los responsables de siempre.
Hace rato sabemos que el ejercicio del poder no pasa solamente por “el verbo”. Los monstruos innumerables que pueblan los relatos punitivos de nuestra sociedad no han sido dibujados por obra de la palabra de un juez ilustrado. Gonzalo Arango lo dijo poco después de la sangre de “la Violencia”: si Efraín González fue, en efecto, un monstruo, no lo fue por su monstruosidad intrínseca, sino por su inscripción en agenciamientos enunciativos, regímenes de visibilidad diversos de los que, dicho sea de paso, la gente difícilmente escapa. Sabemos también que no hay régimen de visibilidad sin régimen de enunciabilidad, y que no hay régimen “audio-visual”, formas de ver y de decir el mundo, sin ese pliegue que es poder, las relaciones de fuerza que se tejen y tejen el conjunto de lo pensable.
Un libro muy interesante de Jefferson Jaramillo nos mostró cómo el siglo XX colombiano, ante cada “violencia”, intentó asignar un sistema de enunciados y un mosaico de visibilidades adecuadas y adecuables al tiempo del “post”. La tarea de los profesionales de la memoria, ardua y sin mayor éxito, ha aporto sin duda elementos para un archivo de nuestro presente. La “reintegración” y la “pacificación” fueron los términos adecuables al problema de la “estructura” de la “primera sangre”: la de la violencia de los 50. Lo propio haría la “cultura de paz” frente a la proliferación y posterior primacía de violencias despolitizadas: la violencia de los 80. Si con la primera sangre, la solución consistía en conjurar las condiciones materiales de posibilidad de la monstruosidad (pacificación y reforma) con la segunda, se trataba de conjurar las condiciones culturales o conductuales de la desviación delincuencial (educación para la paz, civismo).
Un tercer modo ve el día frente a la tercera sangre del siglo XX, que fue la primera del siglo XXI: ni estructura, ni cultura, sino humanidad, en un doble sentido: humanidad conductual y humanidad al límite de lo vivible, en todo caso, humanidad en crisis. Las guerras contra el narcotráfico/terrorismo, la sacralidad de la vida (inducida por la introducción de la institución del “crimen de lesa humanidad”) y la pragmática de la transición se constituyeron en el terreno de disputa de dos racionalidades diferentes. Como nos lo recuerda Adolfo Chaparro, el siglo XXI experimentó, en el terreno de las ideas, un face-à-face entre la analítica de la conducta económica y las territorialidades de la violencia.
La insipidez teórica de la llamada “seguridad democrática” (SD) fue inversamente proporcional a la espectacularidad de sus resultados, en tanto que causa directa de la crisis humanitaria de los años 2000. Alguien dijo alguna vez que la seguridad democrática era la expresión contemporánea de la “seguridad nacional”, una versión adaptada del “anticomunismo” colombiano. Podríamos aceptarlo, a condición de aclarar el contenido mismo de la noción.
Si por anticomunismo entendemos racismo, clasismo, machismo y paternalismo condescendiente, típicos de las élites colombianas, diremos que sí, que la SD era anticomunista. Si, por el contrario, decimos que la SD era contra los comunistas, tanto los de carnet como los de fusil, tenemos que decir que no, que la SD no era el plan “Baile Rojo”. En especial, porque la SD no fue ideológicamente anticomunista stricto sensu: su problema se configuró alrededor de la capacidad institucional de poner en práctica sus políticas públicas en el territorio de interés y desde el interés, que es el problema político del liberalismo gubernamental de nuestros días.
No obstante, el siglo XXI colombiano fue inaugurado por transformaciones aceleradas en las formas de organización de la relación de la población con la tierra, tal como lo vieron los antropólogos de las territorialidades. No por nada, aunque insoportable en el ámbito de las ciudades, esa forma de nuevo tipo de plantear el conflicto que es la guerra en el seno de la población se volvió, dealguna manera, necesario. Aclaro: “necesario”, en tanto que forma de organización social, de orden permanente en el campo de nuevo tipo. Una de sus figuras, esa suerte de trotskismo aberrante que es el paramilitarismo y su apuesta por la “reacción permanente”: hacer de la contrainsurgencia el modo mismo de realización de la función policial. Debate aparte, sería posible desde allí dar respuesta a una de las hipótesis faro de la violentología: si despolitización hubo, no estaría del lado de la incultura, sino, ella misma, del lado de la política.
El nudo del asunto siendo, pues, inevitablemente territorial, la SD no pudo más que contentarse con una suerte de conductualismo de la razón calculadora, un beckerismo empobrecido que convirtió a insurgentes y a opositores en colonizadores y comerciantes a priori. No siendo, los motores del conflicto ni la estructura, ni la cultura, sino el cálculo individual y la concurrencia, la única fórmula posible de respuesta gubernamental provino de la tesis de la guerra como forma misma de gobierno. La guerra contra el terrorismo tiene la curiosa condición de que nunca se acaba y nunca se gana. Es lo más parecido a una guerra civil, pero sin partes, sin banderas, sin término, sin transición, sin reconciliación posible. Sólo el miedo y la excepción son capaces de dar forma a lo visible y a lo enunciable. Sólo la destrucción es horizonte posible.
A cada sangre, su respectivo monstruo: Sietecolores y Guadalupe; Escobar y Tirofijo; Jojoy y Castaño. A cada violencia, su carga simbólica de monstruosidades; en cada infamia, su carga de conjuros mágicos. La pacificación frente a la monstruosidad bandolera; la cultura frente a la monstruosidad traqueta; la humanidad frente a la monstruosidad terrorista.
¿En qué consiste la “transición” que la autoridad del Acuerdo de 2016 pretendió desencadenar? La promesa de un mañana mejor llevaba consigo una idea de paz un poco menos abstracta: el fin del conflicto armado se hace “por las víctimas” y “para la reconciliación”. Dos elementos del principio eternamente indefinido e indefinible de la paz: justicia para las víctimas, amnistía e indulto para los ofensores. Verdad sobre las violencias del conflicto, participación política y reformas para los excluidos. La transición, ese equilibrio difícil entre el pasado y el futuro, esa síntesis de tiempo que debía realizarse en una suerte de danza armónica entre justicia, verdad, reformas y participación. Y, como el tiempo de la danza, la transición tiene su término.
Mas, la caducidad de las instituciones transicionales no se traduce en caducidad de la transición ella misma. Lo saben bien los chilenos. La pintura del loco clásico que plasmó Michel Foucault en su tesis doctoral se parece un poco a nosotros en un punto. Condenado a vagar por los mares en una nave dedicada a su diferencia, la suya sería la condición del pasajero por excelencia: víctima del pasaje. Nuestro pasaje parece ser ese eterno retorno de lo mismo: embarcados en una nave de locos rumbo a una promesa, es decir, sin rumbo. Nuestra nave, las innumerables instituciones transicionales que fallan en intentar las necesarias rupturas que su promesa exige. O, por el contrario, que bloquean todo lo que hubo y hay de necesariamente irreconciliado en nuestros conflictos, como si el fantasma de una paz pacificada, aplanada, homogénea no pudiera dejar de insistir con sus juegos imaginarios.
La pintura de los locos transicionales contiene también su paquete de monstruos. Si la justicia ordinaria fue, sin duda, colonizada por las racionalidades seguritarias de los tiempos de la crisis humanitaria, la transicional hace poco por sacudirse el peso de esta herencia. Ni la perspectiva de la sacralidad humana, en la que tanto confió Derrida como una especie de nueva espiritualidad global, escapa ya al ordinario proceder de poblar, en justicia, nuestra cotidianidad de infamias. La transición debía ser la superación de la lucha entre el bien y el mal. La justicia transicional prefirió, hoy, la vía de la “escena edificante”, en detrimento de los encuentros. Sobre este modo de hacer justicia, tendremos que seguir hablando en lo sucesivo.
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