Lucas Restrepo-Orrego
Investigador, docente y abogado
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Por ser el sistema político francés un sistema presidencialista mixto (es decir, medio presidencialista y medio parlamentario), le asiste al presidente el poder de disolver la Asamblea Nacional y convocar nuevas elecciones. Las razones por las cuales un presidente francés disuelve una Asamblea pueden ser múltiples. Una de ellas es la de intentar de conformar una nueva mayoría que le permita gobernar. Eso fue lo que decidió, en efecto, Emmanuel Macron el pasado 9 de junio una vez conocida la victoria del partido fascista “Rassemblement National” o Agrupación Nacional (RN) en las elecciones para conformar el Parlamento Europeo. Aunque, en este caso, las razones de Macron son oscuras.
Los resultados de la primera vuelta de la elección del pasado 30 de junio, son muestra de ello: ocupando un lejano tercer lugar detrás de la ultra derecha y la izquierda, Macron ha terminado por dinamitar su mayoría presidencial. En adelante, jugada entre el partido de extrema derecha y sus aliados y la federación amplia de partidos de izquierda denominada “Nouveau Front Populaire” o Nuevo Frente Popular (NFP), sólo hasta el próximo 7 de julio conoceremos la conformación final de la nueva mayoría en la Asamblea francesa.
El poder legislativo francés es bicameral, esto es, está compuesto por dos instituciones encargadas de representar dos instancias diferentes. Estas instituciones son la Asamblea Nacional, elegida por sufragio universal directo, y el Senado, elegido por sufragio universal indirecto. Mientras que el Senado traduce la representación de las colectividades locales, la Asamblea traduce el principio de representación de “la nación”. En todo caso, real y simbólicamente, la Asamblea es la institución legislativa más importante de la república francesa.
Los diputados son elegidos por los ciudadanos franceses mediante sufragio universal directo en votación por mayoría uninominal a dos vueltas. Para ser elegido en primera vuelta, un candidato debe obtener más de la mitad de los votos emitidos y un número de votos igual al menos a la cuarta parte de los electores inscritos. Si ningún candidato obtiene la mayoría absoluta, debe celebrarse una segunda votación a la que sólo pueden presentarse los candidatos que hayan obtenido al menos el 12,5% de los votos emitidos en la primera votación. En la segunda vuelta, gana el candidato con mayor número de votos. La votación tiene lugar un domingo, y la segunda vuelta se celebra, si es necesario, el domingo siguiente a la primera vuelta.
Lo que se eligió, lo que falta por elegir
Un hecho remarcable de las elecciones parlamentarias del 30 de junio pasado, es el marcado incremento de la participación, pasando de una tasa de 39,42% de los electores habilitados en 2023 a un 66,7%. Globalmente, el RN y sus aliados (un parte del partido del expresidente Sarkozy – “Los Republicanos” – teniendo como principal incitador de dicha alianza a su presidente Eric Ciotti) tomó la delantera con el 33,1% de los votos, seguida del NFP con el 28%. La coalición del presidente Macron queda, así, relegada a un tercer lugar con un 20%.
Esta alta participación parece haber incidido en una elevación del número de elegidos desde la primera, para un total de 76 diputados, de 577 en total, con su silla asegurada. Se trata principalmente de diputados del RN de la ultra derecha, con 39 elegidos y, en segundo lugar, del NFP con 32 elegidos.
No se puede calificar el salto cuantitativo de la ultraderecha como un “hecho remarcable”. Si bien es profundamente preocupante que su crecimiento ponga a las ideas fascistas al borde de una mayoría absoluta en Francia, el fenómeno no coge a nadie por sorpresa. Al contrario, resulta remarcable el salto hacia delante del voto de izquierda, que ha logrado aumentar el número de elegidos en primera vuelta respecto de las pasadas elecciones y guarda grandes posibilidades de conformación, desde el domingo, de una mayoría relativa, a pesar de una fuerte campaña mediática de desprestigio, cuando no abiertamente favorable al programa de ultraderecha.
En efecto, muchas regiones viven el crecimiento exponencial del voto de ultraderecha en Francia casi como una fatalidad triste. Se verá más adelante, no hay victoria feliz con la ultraderecha: su campaña está definitivamente marcada por el miedo, el odio, la exclusión y la promesa de la recuperación de un pasado nacional mítico. Fatalidad, puesto que es esa potencia de las pasiones tristes la que viene ganando espacios tanto en lo electoral como en lo cotidiano.
Por todo ello, no deja de ser remarcable el aumento del voto de izquierda a pesar de las condiciones mediáticas y sociales profundamente adversas. En un contexto de incitación del miedo, la desconfianza y el egoísmo generalizado, allí donde reinan la angustia y la confusión, la solidaridad se ha convertido, como nunca antes, en una suerte de entelequia izquierdista de tiempos muertos.
¿Y a quién le importa?
Cuando uno se decide por abandonar la lectura de Europa desde la “herida colonial”, muchas cosas vuelven a aparecer. La experiencia de la confusión y la angustia son comunes. Las crisis de identidad, las búsquedas de lo propio, los alejamientos frente a lo universal. Pero también las crisis de la vida frente a las ofensivas del capital, el sentimiento de fatalidad frente a la violencia generalizada y a la perspectiva real de la destrucción de la habitabilidad del planeta, los nuevos fetichismos militaristas, etc. Más allá de la visión decolonial pop, hay mundos comunes posibles, tanto en sus miserias como en sus celebraciones posibles.
El autor de estas líneas asume sus sesgos: lo que pase en Francia me importa por razones muy personales. Pero también me importa porque veo, en la extraña presencia de Europa que me habita, el otro frente al cual intento, siempre, salir a su encuentro. Yo soy el otro de Europa, pero Europa es también mi otro. Ese otro no me oprime, no me marca con su huella imperialista, no me hace sufrir con su epistemología totalizante. No soy un sujeto sufriente frente a ese otro a pesar de su pasado innegablemente imperial.
Apertura y desvictimización: principios de estilo esenciales para entender, con toda la complejidad del caso, la importancia que tiene para el mundo que el fascismo no vuelva a gobernar en Europa (ni en ninguna otra parte). En las elecciones del próximo 7 de julio, la carga simbólica y política es fuerte: por primera vez desde 1941, el gobierno francés podría quedar siendo controlado por un grupo político que reivindica abiertamente el odio, la discriminación y la exclusión como formas legítimas de gestión del Estado. Pero también se juega otra posibilidad: la de la conformación de un gobierno de izquierda anti-neoliberal como no ha ocurrido desde 1936. El nombre “Nuevo Frente Popular” no es caprichoso: refiere directamente a la experiencia popular y antifascista del gobierno socialista de León Blum.
Dos memorias y dos promesas se juegan el domingo 7 de julio: la memoria fascista del gobierno pro-nazi del general Petain (1940-1944) versus las memorias de las reformas populares de 1936, que permitieron configurar buena parte del Estado social, y del “Consejo Nacional de la Resistencia” de 1945, que profundizaron dichas reformas y excluyeron al fascismo del panorama político del hexágono.
Se juegan también dos promesas, y sobre todo múltiples temores. Por un lado, la promesa de un país homogéneo o, al menos, que privilegie a los “nacionales franceses” frente a los “extranjeros”. Hasta allí llega la propuesta de los fascistas. El resto, no es muy diferente de lo defendido por el gobierno de Macron. En contraste, la segunda promesa reivindica la recuperación y el refuerzo de la institución típicamente francesa de la solidaridad, sacando del debate al falso problema de la inmigración y la extranjería.
Cabe anotar que la responsabilidad por el estado ruinoso del discurso centrista en Francia, representado en Macron, le cabe casi exclusivamente al gobierno. Un comentarista distraído podría recurrir a la explicación pesarosa de la “polarización” ligada al ascenso del llamado “populismo”. La hora exige de un abandono urgente de malos conceptos y de caracterizaciones simplonas. Ni la polarización ni el populismo son capaces de dar una explicación satisfactoria del avance del voto fascista en Europa.
Ello porque las dos nociones al problema a un problema meramente ideológico, una suerte de degradación idiotizante de las mayorías electorales. Nada más equivocado. Además, también porque el centrismo no ha tenido recato en la implementación de buena parte del programa político y social de la ultraderecha. Los ejemplos del miedo a la migración y de la crisis carcelaria francesa son la muestra. Una explicación “afectiva” ligada a los flujos del capital sería mucho más precisa.
Lo que se juega en lo cotidiano
Dos fenómenos sociológicos han sido determinantes en el aumento del voto fascista en Francia. El primero, la desindustrialización ha terminado impactando no solamente regiones sino generaciones enteras. El segundo, la degradación y el aislamiento progresivos que vienen experimentando las zonas rurales francesas respecto de las zonas urbanas. Los dos fenómenos han terminado por precarizar a la clase media francesa (educada o no) al punto de terminar empujando a la población no ligada a la inmigración a competir por puestos de trabajo tradicionalmente ocupados por la inmigración y sus hijos. La vieja perspectiva de ascenso social, privilegio de la clase media blanca (como bien supo mostrarlo Pierre Bourdieu) hoy no es más que un triste recuerdo. El terreno para el resentimiento y el juicio culpabilizante no puede ser más fértil.
Luego de las dos guerras mundiales en que más de un cuarto de la fuerza laboral francesa fue diezmada, las necesidades de mano de obra fueron satisfechas con población migrante, principalmente proveniente de las antiguas colonias francesas en África. Entre los años 50 y 70, esta población creció exponencialmente. Las más grandes obras públicas del silgo XX y XXI francés fueron construidas por la inmigración. Y, por supuesto, sus hijos terminaron naciendo, creciendo y haciendo parte de la sociedad francesa. Si bien nunca puede afirmarse la pureza de una sociedad, también hay que decir que la sociedad francesa es hoy una sociedad mucho más multicultural que hace 100 años. Sin embargo, como lo afirma la academia en su conjunto, no puede hablarse de crisis migratoria.
En efecto, los medios europeos, sobre todo aquellos de inclinación más conservadora (no necesariamente fascistas) no ahorraron adjetivos calificando la existencia de un fenómeno de “flujo incontrolable” de migrantes queriendo instalarse en Francia. Ello, por supuesto alimentó todos los miedos de la clase media respecto de su ansiada y extrañada estabilidad social, al punto de terminar empujando zonas tradicionalmente de izquierda al voto de ultraderecha. La verdad es que no hubo tal crisis. Por ejemplo, se registraron 385.000 ingresos al territorio del hexágono en el 2019 (de los cuales, 90.000 fueron de personas nacidas en Francia y 23.000 de franceses nacidos en el extranjero). Lejos de los 1,5 millones de migrantes luego del inicio de la segunda guerra mundial.
Sin embargo, la llamada “crisis migratoria” resulta convincente y políticamente rentable. Y esto porque la población de origen migrante (especialmente de origen árabe) se encuentra sobrerrepresentada en el tratamiento mediático de la criminalidad en Francia. El contraste es impresionante frente a los datos de criminalidad y victimización disponibles. Como bien lo dice el antropólogo Didier Fassin, la Francia de hoy no sólo no es más insegura que la de hace 20 años. A lo mucho, los datos de delitos sin violencia se han mantenido estables. Además, en el mismo periodo, la disminución de delitos graves y con violencia es remarcable, al punto que Fassin puede definir el presente francés como “el menos violento de la historia”.
Ello no ha sido obstaculizado la deriva autoritaria y represiva del sistema judicial y policial francés. En el mismo periodo de 20 años, nuevos delitos han sido creados, nuevas funciones de policía y nuevas formas de juzgamiento “express” (comparecencia inmediata) para delitos leves, haciendo de la pena de prisión hoy la pena principal. Si de crisis se trata, Francia vive en estos momentos la peor crisis carcelaria de su historia. Sin embargo, el problema de las cárceles ha sido condenado al silencio. De otra parte, hoy la policía tiene carta blanca para desatar toda su furia represiva frente a las manifestaciones antimacronistas. Para la muestra, el balance aterrador de las protestas de los “chalecos amarillos”, con una cifra total de alrededor de 2500 manifestantes entre heridos y mutilados.
¿Qué se juega, pues, en lo cotidiano? Se juega el gobierno del miedo guiado por el resentimiento y la culpa, el odio y la deuda impagable. Frente a la angustia y la confusión de los tiempos, la ultraderecha no ofrece soluciones estructurales, sólo opciones odiosas y esencialmente represivas: culpar al migrante, excluir al migrante. No hay peor solución que las que ofrecen soluciones a falsos problemas. Además, las políticas antimigrantes, antes que generar limpiezas étnicas, producen un ejército de reserva laboral mucho más barato que el trabajador declarado. Un gobierno de ultraderecha no puede sino profundizar la precarización de la fuerza de trabajo, ilegalizando una parte y abaratando los costos de la parte declarada. Peor aún, la alianza entre la ultraderecha y el capital suele ser mortífera. Mientras que el capital no tiene consideraciones frente a los problemas de la vida, la ultraderecha sólo concibe la vida desde la separación. Los resultados de las políticas de Apartheid suelen ser terribles.
El domingo, la solidaridad tiene una oportunidad real de volverse gobierno, o, al menos, mayoría relativa. La izquierda tiene el reto de hacer de la solidaridad el nuevo sentido común, pero también de ganar una presencia más activa en zonas en donde el sufrimiento social ha sido hábilmente aprovechado por el fascismo. Esto significa, sin duda, que el discurso de lo común tiene el reto de convertir lo común en estilo de gobierno. Eso es lo que se juega este domingo: no tanto el miedo al fascismo sino la posibilidad real de oponer proyectos solidarios a la promesa resentida planteada por el fascismo.
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