Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Profesor Titular de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Mesa de gobernabilidad y paz del SUE, Integrante del consejo de paz Boyacá, Columnista, Ph.D en DDHH, Ps.D en DDHH y Economía.
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El régimen neoliberal se sostiene en el miedo y el aislamiento. Ellos son dos de las principales estrategias que sirven para fragmentar a las sociedades y convertir a los individuos en gestores solitarios de su propia existencia. Así nos necesita el neoliberalismo.
Sin embargo, frente a este modelo, emergen movimientos que promueven la solidaridad y la cooperación. Son alternativas al orden hegemónico, promueven la reconstrucción del tejido social, reconfiguran estructuras económicas y políticas distorsionadas y crean un poder popular indispensable para superar el miedo neoliberal y construir un mundo más justo y humano, sin explotadores ni criminales en impunidad, sin fascistas al frente del Estado.
El neoliberalismo, como sistema político-económico, convirtió al capital en cosa sagrada y a los bancos en iglesias. Nada vale más que el capital, el fetiche ya no es la mercancía, si no el dinero que se multiplica con cifras sin validación y con papeles sobre papeles que impiden tener certeza de cuanto y qué es lo realmente existente.
El neoliberalismo es el virus letal de este siglo de tinieblas, destrucción y avances, que ha transformado radicalmente las sociedades contemporáneas, violado todos los derechos, negado todos los pactos, alentado todas las masacres.
La privatización de todo, de la vida de los vulnerables, de los órganos vitales de los más débiles para alargar la vida de los poderosos; la apropiación de los bienes públicos con los que se satisfacen derechos, la desregulación y la mercantilización de casi todos los aspectos de la vida, han promovido una forma de vivir marcada por el miedo y el aislamiento que producen desesperanza, apatía, indolencia.
La idea de que este sistema “ha convertido a las personas en empresarias de sí mismas”, resalta cómo el neoliberalismo individualiza las responsabilidades, destruye los vínculos sociales y fomenta una cultura de competición permanente. Así es como impone el miedo a ser un simple perdedor como motor, como herramienta estructural que reproduce la competición como modelo de existencia.
Este miedo tiene dimensiones de precarización económica: reduce las garantías sociales y laborales llevando a que más del 60% de la población laboral global trabaje en condiciones informales o precarias, tal como lo afirma la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Esa inseguridad económica genera, a las personas trabajadoras, una ansiedad permanente que las obliga a aceptar condiciones laborales injustas o a buscar soluciones individuales ante problemas estructurales. O las aceptan o son excluidas.
El miedo a la exclusión es manipulado, tanto para provocar la resignación colectiva que impida levantamientos y rebeliones, como para ahondar en exigencias de rendimiento individual, bajo el cual, quienes no tengan éxito acepten -con pena- su derrota como asunto propio. Aceptarán que merecen ser relegados, puestos al margen de la sociedad, estigmatizados y excluidos. El miedo al fracaso social, refuerza la competencia, socava los lazos comunitarios, destruye los tejidos de solidaridad y de sentido común.
El neoliberalismo, sus financistas y dueños de la riqueza común de la humanidad, son inmorales. Son responsables de incrementar el miedo, de ofrecer el futuro incierto que producen y pretenden, luego, controlar como salvadores.
El miedo real es a ellos, a sus gobiernos fascistas y a sus legisladores ineptos, a sus ataques genocidas y a sus violencias que se manifiestan como agresión, violación, robo, extorsión, difamación y saqueo que ahonda desigualdades sociales y agrava las vulnerabilidades frente a los desastres, especialmente en el sur global.
El neoliberalismo es directo responsable del aislamiento individual y de la fragmentación y destrucción de tejido social.
Con el aislamiento, crean la figura del «empresario de sí mismo”. Éste cree tener libertad y ser gestor autónomo de su propia vida, y responsable absoluto de su éxito o fracaso, tomando distancia de los derechos a cargo del Estado. Este concepto, implica una subjetivación extrema que desvincula a los individuos de sus comunidades.
Así, la gente en lugar de actuar como ciudadanía solidaria, se ve forzada a comportarse como pequeñas empresas en constante evaluación, sin garantías de nada, salvo la de perecer en el empeño. Así lo demuestra la creación y muerte de la casi totalidad de emprendimientos unipersonales. Mientras tanto, las transnacionales, que operan sin límite gracias a su poder basado en el miedo y la falta de bienes materiales para saciar necesidades, crecen como reptiles.
La auto-explotación para sobrevivir ocurre en entornos competitivos, donde los individuos buscando el «éxito» asumen una sobrecarga psicológica que incrementa problemas de salud mental, por depresión y trastornos de ansiedad. Estos, según la Organización Mundial de la salud(OMS), han aumentado un 25% desde la pandemia de COVID-19, exacerbados por la inseguridad económica, el aislamiento, la desinformación y apego degenerativo a redes y los fake news.
La fragmentación del tejido social es la estrategia central para degradar derechos e impedir la movilización, la rebelión y la construcción colectiva de poder y patrimonio común.
La competitividad individual se encarga de reducir los espacios de cooperación, solidaridad y ejercicio de derechos tales como el acceso a empleo, educación o salud. La privatización de estos derechos lleva a que cada persona trate de resolver “sus” problemas de manera aislada y de que la vida y la educación dependan del dinero.
Pero, como dije al empezar esta columna, ante nuevos miedos, nuevas resistencias colectivas para desafiar el orden neoliberal. De ellas hacen parte los «chalecos amarillos» en Francia, las protestas contra los fascismos recientes del cono sur de América Latina, los movimientos de víctimas y contra la impunidad, las movilizaciones indígenas, y los levantamientos climáticos liderados por poblaciones que reconstruyen vínculos sociales y enfrentan la lógica del mercado.
Se movilizan por dignidad y reivindicación de derechos colectivos globales y locales; por la universalización de derechos como la salud y la educación; para reafirmar su espíritu de lucha contra hegemónica, antipatriarcal y anticolonial. Promueven la construcción de economías solidarias, basadas en el bienestar colectivo y la sostenibilidad, que ya han ganado terreno en varios lugares del mundo. Buscan, sobre todo, que los Estados centren sus presupuestos en el bienestar humano y no en el crecimiento económico y la producción de más desigualdades.
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