
Marian Acevedo
Estudió Derecho y Comunicación Social. Es facilitadora de procesos humanos conscientes
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Cuando el arte dice la verdad, el autoritarismo se incomoda. Bruce Springsteen no solo canta: resiste. Y hoy representa la conciencia lúcida de una nación confundida.
Más de 140 millones de discos vendidos. Más de 3.500 conciertos en 50 años. Más de 70 millones de personas que lo han visto en vivo, que han cantado con él, que han sentido su música como parte de su propia historia. Bruce Springsteen no es solo un artista: es una institución moral, un símbolo viviente de lo mejor que ha dado Estados Unidos al mundo. Le ha cantado a los trabajadores, a los soldados, a los barrios industriales, a los hijos de inmigrantes, al amor, a la injusticia y a la esperanza. Le ha cantado a su país y al mundo entero.
Springsteen es, para millones, lo que fue Elvis en su momento: un ícono profundamente norteamericano. Pero a diferencia del rey del rock, Springsteen eligió no solo ser la voz de una generación, sino su conciencia. En Born in the U.S.A. —malentendida durante años como un himno patriótico— denuncia el abandono de los veteranos de guerra. En My Hometown, retrata cómo el racismo y la desindustrialización desfiguran la vida de los barrios obreros. En The Ghost of Tom Joad, le da voz a los invisibles: los migrantes, los desplazados, los que sobreviven en los márgenes del sueño americano.
Eso es ser artista. Para eso se hace arte: para contar historias reales, para imaginar mundos mejores, para cuestionar al poder. Springsteen ha sido muchas veces la voz de la denuncia y eso nunca había sido un problema, hasta hoy, con Donald Trump quien, a pesar de que lo único que encuentra para decir de Bruce es que es un «rockero reseco que tiene la piel atrofiada…», parece estar bastante preocupado.
La respuesta de Trump es atacar su aspecto físico. Esa es la medida de su bajeza, porque cuando no hay ideas, queda el insulto. Lo que realmente preocupa no es que este presidente sea ignorante y atarbán. Es que lo sea con orgullo.
El pasado 9 de mayo de 2025, durante un concierto en Manchester, Springsteen habló entre canciones. Denunció la persecución a la libertad de expresión en su país, la crueldad contra los trabajadores, los retrocesos en derechos civiles y los castigos ideológicos contra universidades. Fue directo: «Estamos gobernados por una administración incompetente, corrupta y vengativa. Esta es la amenaza más seria que he visto en mi vida democrática».
Cinco días después, Trump reaccionó en su red social Truth Social con un mensaje que pasó de lo vulgar a lo alarmante:
«Veo que el sobrevalorado Bruce Springsteen va a un país extranjero a hablar mal del presidente de los Estados Unidos. Nunca me gustó, nunca me gustó su música ni su política de izquierda radical y, lo que es más importante, no es un tipo con talento… es «tonto como una piedra»… debería MANTENER LA BOCA CERRADA hasta que regrese al país, eso es lo normal. ¡Entonces veremos qué le pasa!»
Esas no son palabras menores. Son una humillación pública a uno de los artistas más respetados del país. Lo preocupante no es solo el tono personal del ataque. Es la amenaza solapada con la que cierra. ¿Qué significa exactamente «veremos qué le pasa» cuando lo dice el presidente de la nación más poderosa del mundo? ¿Qué se supone que debe ocurrirle a un cantante que sencillamente no está de acuerdo con lo que sucede?
Lo grave no es solo que Trump haya dicho lo que dijo, sino que lo haya dicho en nombre del pueblo norteamericano. Desde la oficina más poderosa del mundo. Representando a una nación que, a través de artistas como Springsteen, ha demostrado ser mucho más sabia, más compasiva, más humana que quienes hoy la gobiernan.
Esa frase no castiga directamente, pero apunta. No ordena nada, pero advierte. Es el lenguaje de los regímenes que convierten al arte en campo de batalla. En Rusia, a Pussy Riot se las encarceló. En Nicaragua, a músicos y poetas se los exilió. En Irán, a cineastas como Jafar Panahi se les prohibió trabajar. En Hungría, el gobierno de Orbán impuso comisiones que revisan el contenido «ideológico» de obras teatrales y cinematográficas. Y ahora, en Washington, se amenaza a Springsteen… y todos queremos saber lo que, según el presidente de los Estados Unidos, ¡le puede pasar!
Trump no se atreve a declararse fascista. No tiene el valor. Pero actúa como tal. Su autoritarismo no es doctrinario, sino impulsivo: censura, castiga, ridiculiza. No tolera la crítica, no procesa el desacuerdo, no comprende la complejidad. Por eso le estorban los artistas. Por eso necesita degradarlos. Porque lo confrontan con lo que no puede controlar: el cuestionamiento libre.
Springsteen, en cambio, habla con altura. Dice lo que ve. Con la serenidad de quien ha cantado durante medio siglo con el corazón puesto en su país:
«En América están persiguiendo a personas por ejercer su derecho a expresarse. Están tomando placer sádico en el dolor que infligen a los trabajadores. Están desmontando leyes históricas de derechos civiles. Están deportando sin debido proceso. Están castigando universidades por no obedecer. Todo esto está ocurriendo ahora.»
Y no es casualidad que el mismo gobierno que ataca verbalmente a un artista nacional haya también impuesto recientemente un arancel del 100 % a todas las películas extranjeras que se exhiben en Estados Unidos. Esta medida, presentada como una protección económica, tiene profundas implicaciones culturales. Según datos de la Motion Picture Association, este arancel reducirá en aproximadamente un 60 % la importación de películas internacionales, limitando dramáticamente la exposición del público estadounidense a perspectivas culturales diversas.
Robert De Niro, en el Festival de Cannes, lo explicó con nitidez: «El arte abraza la diversidad. Busca la verdad. Por eso es una amenaza para quienes quieren controlar el relato.» Y remató: «No se puede poner precio a la creatividad, pero aparentemente sí se le puede poner un arancel.»
No es coincidencia. Primero se deslegitima al artista. Luego se restringe el arte que lo rodea. Y finalmente se limita la cultura en su conjunto. No con censura directa —demasiado evidente—, sino con mecanismos solapados: amenazas, impuestos, exclusión.
Pero no se trata solo de arte. Se trata de la salud espiritual de esta nación. Una sociedad que castiga a sus artistas es una sociedad que ha comenzado a castigarse a sí misma: a renunciar a su capacidad de imaginarse de formas distintas, de soñarse mejor.
Porque el arte —en cualquier nación medianamente civilizada— es sagrada. Es la voz de la conciencia colectiva. Y cuando un presidente insulta a un artista como Bruce Springsteen, no solo lo agrede a él: también le habla con desprecio a todos los que lo siguen, lo apoyan y lo admiran. Millones. Dentro y fuera de Estados Unidos.
A Springsteen no lo espera la censura ni la vergüenza, muy a pesar de Trump. Lo que le espera es algo mejor: un respeto renovado, más profundo y más amplio que nunca. El reconocimiento de millones que ven en él a un hombre coherente, valiente, digno. Un verdadero patriota. Porque mientras uno canta con amor a su país y a su gente, el otro no hace más que escupir desprecio, exhibir ignorancia y arrastrar la institucionalidad hacia la decadencia.
Al final, esta no es solo la historia de un músico enfrentado a un presidente. Es el testimonio de una lucha más antigua y universal: la del arte que no pide permiso frente al poder que exige sumisión. Mientras existan voces como la de Springsteen —honestas, compasivas, insobornables—, la libertad seguirá teniendo su melodía propia. Porque las canciones, a diferencia de los decretos, no necesitan firma oficial para resonar en el corazón de las personas. Y cuando la historia juzgue estos tiempos oscuros, recordará que, mientras algunos construían muros, otros como Bruce levantaban puentes con acordes, con versos, con esa verdad sencilla que solo el arte libre puede pronunciar: la de una conciencia que no se arrodilla.
En ese territorio, ni los insultos presidenciales ni las amenazas veladas tienen jurisdicción. Y es allí, precisamente, donde ´The Boss´ siempre será invencible.
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