Crédito Imagen: Entrega del oro © Gabriel Fernando Marín
Carlos Gutiérrez Cuevas
Escritor e Investigador
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Aunque inició y tuvo su epicentro en la provincia de El Socorro, muy pronto el movimiento comunero se expandió al resto del Virreinato.
El viernes 16 de marzo de 1781, cerca de dos mil personas que se encontraban en la plaza de mercado aplaudieron el gesto de Manuela Beltrán –la mujer del pueblo raso que dio un paso al frente, rompió el cartel que imponía duros gravámenes e incitó a repudiar al mal gobierno.
Con presteza, ese mismo día se formaron y salieron varias comisiones de voluntarios a regar la noticia que rápidamente se conoció hasta en zonas muy lejanas.
Un mes después, el 16 de abril, en la misma Plaza del Socorro, se hizo la primera asamblea comunera. A ella asistieron más de seis mil mujeres y hombres criollos, indios, mestizos, campesinas sabor de fruta madura, tabaqueras, mercaderes, hilanderas de fique y algodón, esclavos de las minas, arrieros, artesanos y curas. Inclusive, alguaciles y funcionarios coloniales que se enfrentaron a la opresión española.
Durante ese mes, las comisiones de jinetes comuneros llegaban a un lugar, de preferencia, el día de mercado. Con música y pólvora, llamaban a la ciudadanía a reunirse.
Explicaban con clara brevedad los propósitos y necesidades del movimiento e invitaban al pueblo congregado a asumir el gobierno en esa jurisdicción.
La asamblea popular estaba abierta a la participación de todas las personas, ahí sí, sin distingo alguno. Discutían la situación, examinaban el estado de la hacienda pública y de los bienes retenidos en los estancos oficiales, liberaban los presos y elegían en democracia la respectiva «Junta del Común» que entraba en funciones de inmediato.
Así sucedió en 67 sitios esparcidos por las catorce provincias en las que estaba dividido el Virreinato de la Nueva Granada. De esto hay registros históricos.
El encuentro de diversas delegaciones en las noches, tras extenuantes jornadas de marcha, dio lugar a fecundos intercambios de visiones, músicas, comidas, gustos y estilos. La fraternización comunera embelleció al movimiento, le imprimió alegría a una lucha justa y prolongó su recuerdo más allá del retorno a la “normalidad”.
En lo inmediato, ese carácter abierto atrajo el interés de las juventudes que con prontitud se volcaron a respaldar la revolución.
De ahí salían destacamentos –sostenidos por el respectivo municipio– de hombres y mujeres a engrosar el movimiento. En pocos días, coparon los caminos empedrados que suben del fondo del Cañón del Chicamocha, las trochas que atraviesan las selvas del Carare-Opón hasta el río Grande de la Magdalena; los humedales, bosques y lagunas del altiplano cundiboyacence se llenaron de animados convoyes, carretas festivas y caballistas enérgicos rumbo a la capital del Virreinato, la ostentosa Santa Fe de Bogotá.
La abigarrada movilización respondía con precisión a las orientaciones emitidas por el mando unificado de la Junta de Capitanes del Socorro, elegida en la asamblea de abril. Varias patrullas de jinetes dirigidas por un «Capitán Volante» se encargaban de comunicar las ordenanzas a los capitanes de las compañías, integradas, cada una, por cien milicianos.
Hubo pavor en Santa Fe de Bogotá cuando se tuvo noticia del movimiento comunero. El virrey en funciones estaba en Cartagena de Indias. En su lugar, la Real Audiencia compartía el mando supremo con un odiado emisario del rey y el licencioso arzobispo Antonio Caballero y Góngora.
Para evitar que el impetuoso movimiento llegara hasta la capital, los representantes de la corona española enviaron al estratégico Puente Real de Vélez (corresponde hoy al municipio de Puente Nacional) una fuerza de cincuenta alabarderos y treinta guardias veteranos con cien fusiles, quinientas bayonetas y abundantes pertrechos al mando del capitán Joaquín Barrera y del teniente Francisco Ponce.
Tres semanas después de la asamblea abrileña, en inmediaciones de Puente Real acamparon dos compañías comuneras a cargo de los capitanes Ignacio Calviño y Antonio Araque.
El 7 de mayo, los comuneros enviaron a los monárquicos solicitud de rendición. La respuesta es desafiante: «únicamente obedecemos a la Corona».
Con mayor énfasis, al día siguiente, los rebeldes repitieron su pedido. Los monárquicos entraron en pánico: arrojaron los fusiles por las ventanas del cuartel, los mandos huyeron acobardados sin disparar y, mucho menos, sin recibir ni un solo disparo.
Ese triunfo de los comuneros el 8 de mayo en Puente Real aumentó la desesperación en Santa Fe, al punto de que la Real Audiencia, con el beneplácito del odiado emisario del rey, resolvió encargar a unos de sus miembros salir al paso de los rebeldes a ofrecerles negociar a fin de evitar su llegada en masa a la ostentosa capital colonial.
Dicha comisión, bajo la supervisión celosa del arzobispo licencioso, se instaló en Zipaquirá.
El movimiento no dejaba de crecer. Cada día más y más aldeas realizaban su asamblea y enviaban nuevos contingentes.
Llegó la orden de acampar en el Mortiño, entre Nemocón y Zipaquirá. Allí se reunieron más de veinte mil y fue cuando el arzobispo licencioso llegó a proponerles desistir de su empeño en tomarse la capital del Virreinato.
El prelado no consiguió que los comuneros retrocedieran. La estrategia de movilización de los insurrectos se cumplía a la perfección. Nadie murió, ni sufrió heridas por cuenta de los comuneros.
En cambio, Galán, Ortiz y Alcantuz, fueron vilmente asesinados por la represión. La no violencia atraía al pueblo pacifista por naturaleza, tanto como la justicia de sus demandas los hizo persistir hasta el final.
Igualmente, la estrategia política fue impecable. Siempre estuvo claro el objetivo de lograr la aprobación de las 35 demandas y que la llegada a Santa Fe de Bogotá no era más que un medio para materializar sus propósitos.
La claridad estratégica de los comuneros se corrobora en el hecho de que ningún argumento, invocación o amenaza logró desviar, dividir o debilitar al movimiento. Ni siquiera lo hizo la amenaza de excomunión que lanzó el poderoso, y licencioso, arzobispo Caballero.
Sin más demora ni trámites, 85 días después del comienzo en El Socorro, el 8 de junio de 1781 se firmó el acuerdo ante una multitud comunera que repletó las calles y plazas de Zipaquirá. Con las manos sobre los evangelios, el arzobispo, en su condición de garante y testigo, bendijo el acuerdo debidamente firmado y sellado.
En definitiva, el movimiento obtuvo una victoria contundente, que se materializó en la aceptación plena –sin objeciones, salvedades, ni modificaciones– de las demandas populares.
Entre ellas, la que reconocía la validez de grados militares y cargos otorgados por los comuneros durante el proceso revolucionario y que alentaban la formación de milicias populares. También se aprobó que se diera preferencia a los americanos sobre los europeos para ejercer empleos públicos de primero, segundo y tercer nivel.
Una victoria conseguida por la sola fuerza de la presencia serena, altiva y resuelta de un pueblo entero, acorazado por la justeza de sus reivindicaciones y la grandeza de sus anhelos. Fue una revolución bonita, ágil y efectiva.
Para el poder, era imposible cumplir las capitulaciones. Hacerlo significaba entregarse a la voluntad popular, opuesta, en esencia a la voluntad del poder. Pero, el incumplimiento de un pacto no justifica de ninguna manera la infamia de la persecución y muerte de José Antonio Galán.
José Antonio se destacó entre los 226 capitanes comuneros que designó la jefatura comunera de El Socorro. Tenía dotes de orientador y destreza para comandar la caballería ligera con energía apacible, pero contundente. Los guerreros guanes lo contaban como uno de los suyos.
Ese charaleño de 33 años de edad dominaba las rutas por donde los productos evadían las férreas aduanas españolas y, aunque aprendió a usar las armas en el Regimiento Fijo de Cartagena (de donde desertó con seis soldados a los que convenció aprovechando su condición de cabo), nunca las utilizó durante el movimiento comunero.
Cuando la toma de Puente Real, Galán estuvo enfermo en Oiba. Por repudiar las agresiones de los monárquicos contra los indios de Nemocón (cinco fueron asesinados por orden del corregidor español), estuvo dos días en el calabozo del Mortiño, de donde salió en campaña al frente de 150 de sus jinetes.
Esa fuerza llevó la operación comunera hacia las tierras del sur. Luego de tomarse Facatativá, pasó a Villeta, Guaduas, Honda y Marquita a orillas del rio Magdalena. Navegaron aguas arriba hasta Ambalema y Neiva.
Luego de la firma de las capitulaciones, José Antonio prosiguió con más ahínco. En efecto, los acuerdos suscritos en Zipaquirá legitimaban plenamente ese tipo de acciones.
Sin embargo, con tenebrosa habilidad, el arzobispo licencioso se había instalado en el Socorro para urdir la trama que culminó con el apresamiento de José Antonio en octubre de1781. Encarcelado en El Socorro, juzgado en secreto y sin defensor en Santa Fe de Bogotá es condenado a muerte y conducido a esa capital para su ejecución.
La muerte de José Antonio Galán fué posible sólo cuando llegaron las tropas de refuerzo del Regimiento Fijo en Cartagena. Entonces, el régimen recuperó la fuerza necesaria para ahorcar al capitán, cortar su cabeza y sus extremidades y repartirlas por cinco municipios, quemar su tronco, tumbar su casa en Charalá, sembrarla de sal (de las minas de Zipaquirá) y declarar maldita a su descendencia: una estirpe que crece y crece por generaciones en la resistencia contra la opresión.
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