
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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Especial para El Quinto
Recuerdo con nitidez en una tarde en las goteras de los años noventa cuando en uno de los pocos computadores conectados a Internet que estaban en la redacción de El Tiempo, Alejo González, un compañero, me mostró Google y realizó alguna búsqueda… “3.576 resultados en 0,089 segundos”, o algo muy parecido. Quedé perplejo por la velocidad, pero me entró una angustia. Si bien se nos acababa en buena medida el problema del acceso a la información, afloraba uno más imperceptible e impermeable a la emoción del hallazgo tecnológico: el problema sería ahora ver cuáles de esos resultados serían pertinentes…
Pero en esa tarde, lejos estaba yo de imaginar la revolución digital que sucedería apenas como desde 2004 con la emergencia de los blogs, la evolución de los dispositivos móviles y luego de las demás redes sociales que nos pusieron a los ciudadanos silvestres con micrófonos y cámaras en el corazón de la generación de contenidos.
Hoy, muchos años después, “frente al pelotón de fusilamiento” que es la exposición en las arenas virtuales de los contenidos que producimos, la sobre oferta de información es más peligrosa que en los noventa porque ahora la cantidad de productores de contenidos infinitamente mayor y no todos están motivados a hacerlo de con responsabilidad.
En esta era de sobreabundancia de información, la producción de contenidos se ha democratizado como nunca antes. Plataformas como YouTube, TikTok, X o Instagram han convertido a millones de personas en generadores de contenido capaces de influir en el pensamiento colectivo, moldear opiniones y alterar realidades. Y esto, que en un principio nos emocionó a muchos y representó una oportunidad extraordinaria para el pluralismo, también se ha convertido en una amenaza silenciosa: muchos de estos nuevos actores no se rigen por estándares éticos ni profesionales.
Pero lo realmente preocupante es que incluso algunos periodistas consolidados —quienes deberían ser los custodios de la verdad— han terminado pareciéndose demasiado a los peores youtubers: fabricantes de falacias, voceros del resentimiento, animadores de vendettas personales.
El oficio de contar la realidad, ya sea desde una columna, un canal de noticias o un perfil digital, exige responsabilidad. Los columnistas y buenos influenciadores deben ofrecer análisis serios, fundados en experiencia, criterio y datos contrastados. Los periodistas, por su parte, deben convertir la información en noticias verificadas, útiles para la ciudadanía, producidas con los criterios del bien oficio que nos enseñaron en la academia.
Sin embargo, ni unos ni otros están (estamos) autorizados a usar la libertad de expresión como escudo para disparar mentiras y escupir odios. Esa forma de “libertad” solo sirve para degradar la conversación pública, polarizar a la sociedad y arruinar el trabajo de quienes aún creen en el poder transformador de la información veraz.
La mentira y el odio se han convertido en los principales cánceres del ecosistema informativo. Se disfrazan de opinión, de denuncia o de sarcasmo, pero lo único que logran es desinformar, dividir y alimentar el morbo. En ese escenario, defender el oficio periodístico no es una tarea romántica: es una obligación cívica. Es hora de que los creadores de contenidos, sean empíricos o profesionales, comprendan que tener un micrófono, una cámara o una cuenta con miles de seguidores no es un permiso para destruir.
La responsabilidad en el contenido no es una opción; es la única forma de construir una sociedad informada y menos dañina.
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