Lucas Restrepo-Orrego
Investigador, docente y abogado
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Guerra judicial y profundización democrática
En la lucha contra la corrupción todos caben, incluso aquellos que aún purgan condenas de prisión justamente por corrupción. El problema es que detrás de esta aparentemente loable reivindicación se oculta una idea democrática restringida, de la cual proviene la falsa “buena idea” de sustituir a los “políticos” por los gerentes, inventada hace algunas décadas por las máquinas intelectuales neoliberales. En el fondo, tal sustitución no versaba sobre la llamada “politiquería” sino sobre la posibilidad de que las instituciones democráticas pudieran efectivamente decidir sobre el destino del Capital y de la cultura. Y esto no es ya sólo una idea, es la realidad de nuestras instituciones constitucionales. El llamado “gobierno de los gerentes” es otra forma de recortar el poder a la opción democrática.
Este modo gerencial de gobierno no oculta su militantismo abiertamente antidemocrático (y profundamente antipopular). Se trata, en resumen, de constituir un sistema electoral que reduzca la participación política al acto del voto, al punto de debilitar fuertemente las instituciones deliberativas frente a instituciones esenciales para el Capital, como por ejemplo la política monetaria o la política fiscal. El fundamento ideológico de todo ello viene del prejuicio que afirma que la gente no sabe ser libre y que sólo los ricos pueden manejar bien la plata de todos.
No importa que la historia y las recientes crisis muestren lo contrario, se trata de un axioma indeleble de la “gobernanza” mundial contemporánea del que, por supuesto, la “lucha contra la corrupción” bebe. Lo gracioso es que, en nombre de la lucha contra la corrupción, el gobierno gerencial deja pasar en permanencia escándalo tras escándalo. Como si la anticorrupción pareciera ser extrañamente ineficaz frente a la corrupción, o cómodamente cómplice.
En cambio, bajo su bandera, es siempre más fácil destruir cualquier ejercicio democrático electoral. Veamos un ejemplo: corría el año 2013, el precio del dólar prometía márgenes interesantes de endeudamiento para quienes ganábamos en pesos, por ejemplo, los becarios-deudores de Colfuturo y la gobernación de Antioquia, liderada por Sergio Fajardo. Recibir en pesos y pagar en dólares no presentaba mayor dificultad, ni para la Gobernación, ni para el operador del programa “crédito-beca” para estudios en el exterior. La medida parecía razonable: las tasas de interés son más bajas afuera que en el mercado bancario colombiano y los plazos son más largos.
Luego, el precio del dólar se disparó como nunca antes, convirtiendo la promesa de un buen rendimiento en pesadilla financiera (que algunos seguimos pagando). ¿Culpa de quién? Difícil decirlo, el Capital se libera de toda culpa mientras va sembrando culpables a su paso. En todo caso, tanto antioqueños como deudores de Colfuturo terminamos asumiendo costos de deuda multiplicados.
Para el Fiscal Barbosa, sin embargo, si había un culpable (y no dos, por ejemplo, el grupo Aval, dueño de Colfuturo): el exgobernador Sergio Fajardo. Corría el año 2021, la contienda electoral se movía a un ritmo frenético y el candidato faro del llamado “centro político” se perfilaba como el mayor opcionado para desplazar la hegemonía derechista del uribismo. El acucioso ex Fiscal Barbosa no tardó mucho en desempolvar un expediente precluido alrededor del negocio de marras.
De tan vulgarmente infundado (menudo estilo, el del jactancioso Barbosa), el proceso no podía más que terminar condenado a la preclusión. El objetivo, empero, no era la justicia sino el escándalo, y funcionó. El conato de investigación contra Fajardo terminaría afectando faltamente su figura de paladín de la anticorrupción al punto de dar al traste con su aspiración. Huérfano de candidato, el centro terminó alineándose con los amigos del Fiscal. ¿A costa de la verdadera lucha contra la corrupción? Qué importa, jugada a tres bandas lo vale.
Falsa paradoja: la guerra judicial se hace hoy día en nombre de la lucha contra la corrupción. Es una guerra por la hegemonía de quien quiere gobernar sacrificando la democracia. Se usó contra judíos (Dreyfus), sindicalistas (los procesos de Chicago), inmigrantes politizados (Sacco y Vanzetti), militantes sociales (Mumia), luchadores por la paz (Leyva) etc. Y también contra experiencias gubernamentales de izquierda en Latinoamérica.
En fin, el Lawfare resulta tan sospechosamente complementario a las batallas del Capital que tal vez pueda hacerse la historia de sus guerras blandas constituyendo el archivo de los “errores judiciales” y de los “expedientes anticorrupción”. Lo expresó con rara franqueza Webster Thayer, el juez de conocimiento del caso que terminó condenado a pena de muerte a los inmigrantes italianos y militantes anarquistas Sacco y Vanzetti. Sobre Vanzetti expresó: “aunque no haya en realidad cometido ninguno de los crímenes que se le atribuyen, es sin duda culpable, porque es un enemigo de nuestras instituciones.” Hubo racismo y hubo clasismo, sin duda. Pero también hubo un “motivo superior”: el statu quo vale bien un buen complot de clase.
Si hoy en la lucha anticorrupción caben todos los corruptos que pueblan las filas antidemocráticas, es tal vez porque el objetivo fundamental es justamente antidemocrático. Lava jato, en Brasil, es icónico. Un asunto de lavado de activos que involucraba (deliciosa coincidencia) pequeños negocios de lavado de automóviles, terminaría tumbando al gobierno del partido de izquierda PT. El gran Lester Freamon solía decir: si persigues la droga, llegas al vicioso; si persigues el dinero, nunca sabrás a dónde putas te lleva. Lo que no imaginó este honesto policía de la serie “The Wire”, es que “seguir el dinero” también sirve para perderle el rastro, como en el caso en cuestión: un magnífico plan para desestabilizar al gobierno del PT.
Primero fue el vergonzoso “impeachment” de la presidenta Dilma, y luego el vergonzoso proceso contra el expresidente Lula. Después, vinieron las filtraciones de las comunicaciones del juez de la causa, Sergio Moro: su actuación incluyó presiones y torturas contra testigos, indebida influencia sobre la investigación, doble racero y, sobre todo, la abierta motivación de impedir, a toda costa, una nueva candidatura presidencial de Lula (al punto de terminar como ministro de justicia de su contrincante)[1]. el statu quo vale bien un buen complot institucional.
Evoquemos otro caso de esos en los que “siguiendo el dinero” terminamos apuntando al ruiseñor. Hoy buena parte de la prensa colombiana no cesa de ambientar la idea de que el gobierno del presidente Petro es el directo responsable del escándalo de los “carrotanques de la Guajira”. Nada cuadra empero: los involucrados tiene un pasado sólidamente construido en el seno de las redes de corrupción que tanto beneficiaron a gobiernos anteriores. Contratistas anclados por años en el negocio humanitario, gestores políticos con amigos (sobre todo) en el espectro político en la oposición de derecha, etc. ¿Coincidencia?
Bien lo dijo el ministro Nestor Osuna en un evento reciente sobre el tema: el mismo activismo judicial que tanto hemos celebrado a la hora de decidir sobre derechos fundamentales, ha terminado hoy convirtiéndose en el motor de la utilización del aparato judicial con fines de hegemonía política y social. Con el agravante de la participación activa (y coordinada) de medios de comunicación y otros poderes.
Concluyamos. 1) La hegemonía política y cultural tan preciosa a las derechas antidemocráticas se sirve sínicamente de la lucha anticorrupción (cuando se trata del contrincante de izquierda) al tiempo que se muestra inofensiva contra sus filas. Barbosa será recordado por haber ofrecido a la historia un ejemplo bien aberrante. La lucha contra la corrupción sirve como arma de guerra para judicializar el debate político y restringir la lucha democrática bajo la mirada vigilante de un sensor parcial. 2) Más preocupante aún: la lucha anticorrupción se inscribe en ese gran movimiento del Capital por garantizar el control de las instituciones políticas. “Cuidar a la democracia de la democracia” es nada menos que retirarle toda su potencia transformadora. La desmoralización de los sujetos políticos, la indiferencia, el nihilismo triste, son efectos deseados.
Anticorrupcionismo y gobernanza gerencial: indicadores serios cuando se trata de castrar cualquier posibilidad de control democrático de las instituciones de gestión. La histeria anticorrupta y el fetichismo gerencial son, desde ese punto de vista, profundamente sospechosos: anuncia procesos políticos y guerras judiciales en marcha. Frente a esto, no hay que flaquear.
[1] Si les interesa la historia, ver: Ricardo Lodi Ribeiro et al., Guerras jurídicas contra la democracia. El Lawfare en Brasil. Vol. II, Buenos Aires, ELAG, 2023.
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