
Gustavo Melo Barrera
•
En los días gloriosos del Imperio Romano, los abogados eran maestros de la retórica y estrategas de la palabra. Vestidos con sus togas inmaculadas, su misión no era tanto buscar justicia, sino dejar boquiabierta a la audiencia con argumentos floridos y citas de Cicerón, aunque no tuvieran mucha relación con el caso. Y si podían encontrar un tecnicismo legal —¡por Júpiter!— lo exprimían hasta convertirlo en un espectáculo que mantuviera al Senado debatiendo durante semanas. Después de todo, el tiempo era un lujo que solo los poderosos podían permitirse.
En el coliseo de la justicia moderna, los gladiadores ya no empuñan espadas, sino códigos legales y argumentos en PowerPoint. Los jueces, con sus togas negras, se sientan en sus tronos elevados, observando el espectáculo con la misma solemnidad que un emperador romano, aunque a veces con menos carisma. Su pulgar, ahora digitalizado, decide el destino de los combatientes, mientras el público, armado con hashtags y memes, ruge desde las gradas virtuales.
Los abogados, esos gladiadores de la palabra, entran al ruedo con estrategias dignas de un estratega militar. Algunos son maestros de la dilación, capaces de convertir un caso sencillo en una epopeya de años, mientras otros prefieren el drama, lanzando frases como «¡objeción, su señoría!» con la teatralidad de un actor en un drama de Shakespeare. En Roma, habrían sido los favoritos del público; hoy, son los reyes de los titulares.
Los fiscales, por su parte, son los centuriones del sistema, luchando por imponer el orden en medio del caos. Con sus carpetas llenas de pruebas y su mirada de acero, intentan mantener la compostura mientras los abogados de la defensa lanzan ataques verbales dignos de un león hambriento. A veces ganan, a veces pierden, pero siempre logran que el público se mantenga al borde de su asiento.
Los testigos, esos personajes secundarios que en Roma habrían sido los esclavos obligados a declarar, ahora son estrellas fugaces del espectáculo. Algunos entran al estrado con la seguridad de un gladiador veterano, mientras otros tiemblan como si estuvieran frente a un león. Sus palabras pueden cambiar el curso del juicio, pero también pueden ser devoradas por la maquinaria mediática.
Y luego están los imputados, los protagonistas involuntarios de este circo. En Roma, habrían sido los gladiadores que luchaban por su vida; hoy, son figuras públicas que enfrentan el juicio no solo de los tribunales, sino también de las redes sociales. Algunos se defienden con la elocuencia de un Cicerón, mientras otros optan por el silencio, dejando que sus abogados peleen por ellos.
Finalmente, el público, ese jurado invisible pero omnipresente, observa desde las gradas digitales. En Roma, habrían lanzado tomates o aclamado con vítores; hoy, lanzan hashtags y memes, dictando el ritmo del espectáculo. Su veredicto no tiene peso legal, pero sí influencia social, convirtiendo cada juicio en un evento mediático.
Así, el circo de la justicia sigue su curso, con nuevos actores y escenarios, pero con la misma esencia de siempre: un espectáculo donde la verdad lucha por abrirse paso entre el ruido, el drama y la política.
La ironía radica en que, aunque los procedimientos han avanzado y los sistemas legales son más complejos, la esencia sigue siendo la misma: ganar tiempo para beneficiar a quien pueda pagarlo. En el caso de figuras como Álvaro Uribe Vélez, los procesos se extienden como un monólogo interminable, donde cada abogado es a la vez gladiador y dramaturgo, manejando el cronómetro de la justicia con una precisión envidiable.
¿Es esto un avance o una sofisticada repetición del pasado? Quizás, en ambos tiempos, la verdadera justicia no es ciega, sino paciente… extremadamente paciente. Y mientras tanto, el público —antes en el foro, ahora en las redes sociales— observa el espectáculo, preguntándose si al final se hará justicia o solo se ganará tiempo.
¿Será que algún día la justicia logrará escapar de las gradas y encontrar su lugar en el centro del ruedo? Por ahora, el show debe continuar.
Deja una respuesta