Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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El reciente episodio en Medellín, donde un ciudadano decidió «resolver» el problema del ruido de una fiesta al disparar a los ruidosos, es un reflejo más de la incoherencia y la intolerancia que atraviesan nuestra sociedad. Vivimos en un país en el que el carnaval, la fiesta, la celebración desmedida pueden, en cuestión de segundos, transformarse en tragedia. En un país donde el ruido no solo es una molestia, sino una excusa para la confrontación violenta.
El ruido es solo el síntoma de un problema mayor: el egoísmo. Nos hemos acostumbrado a actuar como si nuestras preferencias, nuestros gustos y decisiones tuvieran prioridad absoluta sobre los derechos de los demás. La música alta en una fiesta no es solo una forma de celebración, es la imposición de un estilo de vida sobre quienes, con altas probabilidades, no lo comparten. Es el grito de «yo estoy aquí y mis deseos importan más que tu tranquilidad». ¿Y cómo respondemos? Con más ruido. Con la violencia, física o simbólica, como si esa fuera la única manera de equilibrar la balanza.
Colombia es un país que oscila entre el extremo de la euforia y la violencia, entre la celebración que desborda los límites de lo razonable y la represión que, muchas veces, se impone con la misma desmesura. Ser colombiano es sinónimo de caminar la cuerda floja con el cuchillo entre los dientes. No parece haber espacio para los matices, para el diálogo, para el respeto mutuo. En ese sentido, el caso de Medellín es emblemático de algo mucho más profundo: nuestra incapacidad para convivir… ¿Tal vez para mimetizar el mal entre los hábitos?.
La encuesta de Properix, que señala que la seguridad y el uso de las zonas comunes son las principales preocupaciones en conjuntos residenciales, refleja cómo estos espacios, que deberían ser un refugio de tranquilidad, se convierten en escenarios de conflicto. El ruido, las mascotas, la música, las fiestas, todo se vuelve una batalla territorial. Y, en lugar de resolver los problemas a través de la conversación, preferimos la confrontación. En este caso, los disparos. En otros, el insulto o la amenaza. ¿Por qué hemos llegado a este punto?
La respuesta está, en parte, en nuestra cultura del individualismo extremo. Nos enseñan a pensar que el espacio público, e incluso el compartido, es solo una extensión de nuestro dominio personal. Lo que yo decida hacer en mi apartamento o en las zonas comunes debe prevalecer sobre cualquier regla o consideración. Esta actitud nos hace incapaces de empatizar con el otro, de entender que la convivencia implica a veces ceder; siempre, dialogar y respetar los límites de los demás.
El ruido es una metáfora perfecta para este problema. Lo que para unos es música, alegría y diversión, para otros es una invasión. Y en lugar de reconocer esa invasión, de pensar en el bienestar colectivo, imponemos nuestras costumbres. El ruido de una fiesta no es solo una violación a una norma de convivencia; es una muestra del desprecio por el otro, por su tranquilidad, por su derecho a un descanso pacífico.
Pero lo más preocupante es cómo respondemos. Disparar contra los vecinos no solo es desproporcionado, es una señal de cuán rotos estamos como sociedad. En lugar de resolver los conflictos con palabras, con reglas claras y con respeto, recurrimos a la violencia. Lo que no resolvemos con el diálogo, lo exacerbamos con la fuerza. Y, si no es con la violencia física, lo hacemos con la violencia simbólica: con los insultos, las descalificaciones y la humillación. Somos incoherentes hasta el tuétano.
Vivimos en un país que idolatra la fiesta, pero que no sabe convivir. Un país donde el carnaval puede convertirse en tragedia en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cómo llegamos aquí? ¿En qué momento pensamos que la violencia –ya sea disparando, gritando o imponiendo nuestra voluntad– es la solución a todos nuestros problemas?
Lo peor es que esta intolerancia no se limita al ruido o a las fiestas. Está presente en la forma en que conducimos, en cómo tratamos a quienes piensan diferente, en cómo resolvemos nuestras disputas diarias. Si no aprendemos a convivir, si no entendemos que la vida en sociedad implica escuchar, ceder, dialogar y respetar, seguiremos siendo prisioneros de esta espiral de incoherencia y violencia.
El desafío está en cambiar esta mentalidad. En comprender que la convivencia requiere de límites, pero también de empatía. Que las normas no son meras imposiciones, sino acuerdos que nos permiten vivir juntos en paz. Y que la violencia, ya sea física o simbólica, nunca será la solución para nuestros problemas. Solo cuando entendamos esto, podremos aspirar a una sociedad más coherente, más respetuosa y verdaderamente democrática.
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