Lucas Restrepo-Orrego
Investigador, docente y abogado
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Quienes tenemos los pies en varios territorios al tiempo, no podemos escapar a nuestra tendencia comparativa. En derecho, la comparación tiene razonables adeptos, pues encuentra en los contrastes entre diferentes, valiosas enseñanzas. Pero fue Marshall Sahlins quien más insistió sobre la importancia de la figura del extranjero en la consolidación de los mitos políticos de diferentes pueblos. Es verdad que “lo otro” nos acecha, pero también (y sobre todo) nos hace. Ahora bien, una buena comparación debe saber escoger los elementos formales del ejercicio. El problema es que, a veces, la similitud del “nombre” no es un buen orientador. Yo prefiero una comparación de “lógicas del sentido”.
Veamos una comparación que podría parecer forzada si nos apegamos a un juicio meramente nominal. Los resultados electorales en Francia en los que los fascistas han obtenido una victoria sin precedentes. Pongamos al frente, el tratamiento de la “extranjería” en la JEP. Diré que, en el meollo del asunto, se encuentra la figura del otro, o mejor, el tratamiento político del otro como amenaza, virus, enfermedad. Los modelos contemporáneos de dicho tratamiento no son ya ni la prisión ni el campo de concentración sino el tratamiento biosanitario de las epidemias. El Sida y el Covid 19, los más recientes ejemplos, marcan las pautas. Llamémosle a esto, sólo para simplificar, formas soft del ejercicio del poder.
Por soft, no entendemos “ausencia de violencia” sino que la violencia física, la destrucción, la represión, no son sus manifestaciones predominantes. Aquí, el poder se ejerce para ganar el compromiso, la complicidad de quien recibe la fuerza. El rol del deseo es central. Sin embargo, hay siempre una parte de violencia, de exclusión. Lo excluido, lo sabemos hoy, es sujeto de las más extremas de las violencias. Deseo de pertenencia privilegiada a costa de la sumisión a condiciones precarias de los hijos de la inmigración (por ejemplo); deseo de satisfacción de un deseo políticamente rentable, el de la víctima abstracta, a costa de una exploración complejizada de la verdad del conflicto colombiano (por ejemplo).
Todo esto para decir que, desde este ejercicio de poder tan paranoico, la visión más violentamente conservadora termina imponiéndose cuando, desde las máquinas de opinión, la visión excluyente se hegemoniza a partir de afectos negativos como el miedo o el odio. Valga decir que esa visión resulta tremendamente rentable para los más ricos de los ricos: distraer la atención frente al incremento universal de la desigualdad, enfrentar a los asalariados y precarios entre sí por razones de pertenencia nacional, étnica, etc.
Examinemos el ejemplo local con algunos puntos ilustrativos: la construcción del llamado “umbral de verdad” en la JEP está íntimamente ligado al relato forense del conflicto. La experiencia muestra que ese relato fue construido principalmente por la inteligencia militar. Sobre decir que este relato ha predeterminado ya una distinción social entre amigos y enemigos mediada por una idea pseudo sanitaria del peligro.
Esto es, el “umbral de verdad” con el que se juzgan los aportes de verdad de los comparecientes ha sido en realidad construido por una de las partes del conflicto y desde una visión peligrosista. Aquí, la JEP renunció definitivamente a la “verdad” y a la “reconciliación” y optó por la solución más cómoda: repetir la versión de la historia elaborada por la llamada “doctrina de la seguridad nacional” y del “enemigo interno”.
Segundo ejemplo: en las imputaciones de los casos regionales del suroccidente colombiano (Caso 02 y Caso 05) la JEP introdujo una visión esencialista de la identidad indígena. Al negarse a pensar las diferentes dinámicas de ocupación y de construcción territorial entre armados y comunidades, los magistrados coordinadores entendieron la labor de la JEP desde un conservacionismo a ultranza, más preocupado por una visión romantizada de las culturas que por una comprensión del conflicto tal como se presentó. Todo esto, con un fin específico: poder determinar que los excombatientes de las FARC-EP en esas zonas eran, en realidad, “invasores”, un “ejército de ocupación” o incluso “personas extrañas a la comunidad”, entre otras.
De allí se derivan imputaciones sin sustento fáctico, lecturas amañadas de la jurisprudencia de los tribunales penales internacionales y, sobre todo, desconocimiento flagrante de las normas interpretativas de derecho internacional fijadas por la Convención de Viena de 1969 sobre el derecho de los tratados. No creo que se trate ni de un problema de ignorancia del derecho internacional ni de mala fe de las y los magistrados. Creo que la opinión forense sobre el conflicto pesa más. Y como diría alguna vez Brecht, hoy serán los exguerrilleros, pero mañana será cualquiera.
Tercer ejemplo: en reciente decisión, bajo la idea de “dominio parcial del hecho total”, la JEP se afirma en un viejo sueño del uribismo: condenar, en bloque, el alzamiento insurgente (exclusivamente) guerrillero. Esto, porque la decisión busca determinar, en los hechos de competencia de la JEP (delitos internacionales de competencia de la Corte Penal Internacional), hacer comparecer al máximo de supervivientes del conflicto del lado de los firmantes de la paz. Y todo, sin atención a una reflexión profunda sobre la máxima responsabilidad. El problema es que ni la Constitución (con la integración del Acuerdo Final a su articulado) ni la ley se lo permite.
De nuevo, la visión del enemigo en relación con el firmante de la paz prima, así como también la idea de que, en bloque, las FARC-EP no fue más que una organización de ocupación. Al final, terminaremos condenando hasta al cocinero de la unidad más perdida de las montañas colombianas. Los conservadores violentos, en Colombia, pueden cantar victoria.
¿Cómo todo esto pone en relación al fascismo en Europa con las decisiones de la JEP para la verdad y la reconciliación? Hay que reconocer que no hay grandes puntos de acuerdo. Ni el fascismo en Francia es un tribunal, ni la JEP es un organismo fascista. En efecto, el fenómeno que ha llevado a los fascistas franceses a las puertas de ganar a mayoría de la Asamblea Nacional no es un fenómeno de reconciliación, como sí lo es la existencia de la JEP. De su parte, la JEP no desea la expulsión de los migrantes ni el exterminio de los excombatientes firmantes de la paz.
Sin embargo, sí hay un punto que puede permitirnos una comparación: es la vieja práctica del “chivo expiatorio” como rito sacrificial para conseguir la paz del alma. El ritual judío del “chivo expiatorio”, nos lo explica Bernard Maruani, tenía como función la de “descargar al pueblo de sus faltas transfiriéndolas a una cabra”, la cual terminaba siendo “expulsada” al Azazael, el país del desmembramiento, es decir, un lugar en el que espera una muerte horrible. En todo caso, un lugar por fuera de todo espacio habitado. La importancia de este ritual era indiscutible: con la asignación de la falta en cabeza del animal excluido, cada uno podía salir “blanco como la nieve”.
El chivo expiatorio no es el inocente sobre el cual recae un sacrificio injusto en nombre de la sociedad. Es en realidad un portador de desgracias en nombre de las culpas colectivas. De allí, el punto ciego de la victimología: al distinguir entre una criminología de las víctimas sacrificial y una no sacrificial, designa a la víctima como protagonista del debate, pero con un resultado sorprendente. El lugar de la víctima se vuelve un lugar privilegiado porque declara, de entrada, la inocencia de la enunciación del “yo-víctima” al tiempo que permite designar culpas y culpables por mera sospecha. Curiosamente, será víctima quien tenga el poder de enunciarse como tal y de enunciar la culpa.
Victimizando a la sociedad francesa frente a la inmigración, los fascistas franceses se reivindican representantes de las víctimas de la desaparición de la nación. En realidad, reivindican como nacional su particular xenofobia (y más profundamente, sus alianzas con las riquezas más importantes de Europa). La opinión jurídica mayoritaria en la JEP declara operar por las víctimas; en realidad opera en nombre de las víctimas por la consolidación de un relato parcial y amañado de la historia, esto es, el relato de la exclusión y del peligrosismo que tanto supo consolidar la guerra en Colombia.
De uno a otro, muy pocas similitudes, y sin embargo un punto en común: la lógica del chivo expiatorio que permite exculpar al sujeto del enunciado y consolidar un lugar de distribución infinita de culpas.
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