Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
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Se despierta a las seis de la mañana. Ya no existe en su mesita de noche el objeto que, durante décadas, era lo primero que silenciaba con un golpe de su mano. Ahora es el teléfono celular quien imita el timbre de aquel despertador que ya es una foto en el álbum de su memoria. Abre los ojos. Piensa que todavía tiene un buen cuncho de sueño por dormir. Mira con una sonrisa de plenitud que a la derecha está su perro M. dormido con las patas tomadas por la placidez. El lado izquierdo de la habitación le ofrece la ventana y el color gris peleando con el amarillo del sol. Ella (porque es una mujer, faltaba más) se voltea, apoya su cuerpo hacia la izquierda, se sienta, estira sus brazos. Duele la cadera al ponerse de pie, por primera vez, en ese otro nuevo-viejo día. Piensa, levántate que, a morir, muriendo vamos. Se sienta, se para, se sienta, se para, se sienta, se para, se sienta, se para, hasta que el dolor empieza a ceder al punto de poder vivir con él este día y los que se permitan.
M., el perro ya está sentado. La mira con pereza, pero con la misma devoción de ayer. Ella se deja caer nuevamente sobre la cama y su rostro recibe los lengüetazos del animal. Lo abraza, lo sube sobre su pecho, le dice buenos días, mi amor, cómo dormiste, te quiero mucho. El animal suspira acostado sobre el pecho y cae nuevamente en un amago de sueño sobre su esternón (siempre había querido incluir en un texto la palabra esternón que me parece tan fea). Lo deja sobre la cama nuevamente y va al baño. Larga es la orinada que la ayuda a despertarse más porque piensa en el inodoro como una continuación de la cama. Seca sus humedades. Lava sus manos, se cepilla, lava su rostro y se mira al espejo. Piensa que está vieja, pero no se avergüenza de lo que ve; sonríe y le gusta su sonrisa. Camina por el pasillo y va estirándose hacia la cocina. Abre la ventana de la sala. Alista la cafetera. Prepara su desayuno y piensa, sentada en la mesa, que el café es un regalo de la vida; así que agradece su olor, su sabor, puede hacerlo en voz alta pues solo la oye su perro: Qué delicia desayunar. Agradece también este día nuevo porque está viva, puede caminar y oír y comer. Se baña muy rápidamente, se viste, pensando que cuando se jubile podrá darse baños más largos en los que pueda prodigarse una licencia anti ambiental de dejar correr el agua por tres o cuatro minutos sobre su piel. Instalará agua caliente, claro. Es un pequeño sueño que está empeñada en hacer realidad, aunque no se afana: por ahora se puede bañar, tiene agua y cómo están las cosas eso es una ganancia por no decir que un privilegio.
Escoge sus aretes, se pone el mismo collar, el reloj Casio y la manilla de siempre. Su perro la mira y la sigue. -Ya salimos- le dice -espérate, mi vida-. El día ha dejado de ser madrugada y ya va por las siete de la mañana. Salen a pasear. Caminan las mismas tres cuadras hasta llegar al parque donde al perro le dan ganas de cagar. Ella espera, recoge la mierda, busca una canasta y la bota. Saluda a la vendedora de tinto y se toma una segunda dosis de café, sentada en el parque disfrutando ese otro tinto que sabe diferente y que tiene una segunda compañía. Se despide, regresan por donde vinieron. En casa deja los cuencos con agua y comida: -Me voy mi amor, ya casi viene V. a cuidarte.
Camina hacia su trabajo: un kilómetro y 62 metros en veinticinco minutos a paso lento, muy atenta a la manera como los humanos dan un paseo obligado a su perro: a ellos les gustaría detenerse más en los olores de la mañana, orinar y cagar sin tanta premura: los veo y me imagino haciendo del cuerpo en un baño comunitario donde me apresuran para que todo lo que debo sacar salga pronto, así el pobre animal siempre amarrado a una cuerda.
La mujer entra al edificio, viene sudada. Se pone un tapabocas para evitar el golpe del aire acondicionado. Se sienta frente a su computadora. Es temporada baja, es decir, aún hay vacaciones que indican ausencia de estudiantes. Lee correos, los responde. Empieza a leer artículos, los corrige y edita. Asiste a reuniones, se para, se estira, revisa su móvil, ve en él lo que puede ver en el computador, pero este es el tiempo de la compulsión por ver lo mismo siempre, siempre, siempre, pero en diferentes artefactos como para hallar una diferencia. Pasa por donde sus compañeros, mama gallo. Oye música, responde llamadas, escribe.
Almuerza en el restaurante de su sitio de trabajo: la gran intimidad de comer al aire libre. Y volver a empezar. Nada altera el transcurso de la tarde: se para y agradece el verde que tapiza con guayabas el piso de aquella institución para que los pájaros bajen a comer. Disfruta la constancia de la ardilla que da vueltas al mango con sus diminutas manos y se encarniza en dejar la pepa pelada y su estómago ahíto. Se asombra con el nido de murciélagos bebés que crece en las ramas más frondosas del palo de mango que es también el preferido de dos ardillas confianzudas.
A las seis retorna a casa caminando, usa una aplicación de su teléfono móvil para llevar el tiempo. Pasa por donde una anciana emperifollada que está tomando la tarde; se le parece mucho a la madre muerta. La saluda y se detiene unos tres minutos a conversar con ella de cómo estuvo su día. Ella, muy afable -pero distante- le da la bendición y la mujer continúa su camino a casa. Camina por pretiles; la tarde es color crema, observa la calle y le parece muy bonito el pueblo donde vive. No añora otro sitio para que sus días pasen. Sube las quince gradas de su apartamento: unos ladridos la colman, unos ladridos acompañados de un aullido de victoria por la llegada de su amada humana; unos lengüetazos la hacen sonreír e inaugurar ese instante en el que el día no es día, pero tampoco es noche. Saluda a V., y viste su piyama. Se lava, come fruta, un pan, una aromática. Ve una película. Va a su cuarto, termina de leer la novela El conformista de Alberto Moravia. Se duerme, el perro a su lado. Llega la noche y aquel día es asunto del recuerdo.
Como esta mujer, más o menos transcurre Hirayama, el contemplativo hombre de mediana edad que vive una vida de modestia y serenidad en el filme de Wim Wenders Días perfectos.
Aunque existen muchos Hirayama y muchos seres como la mujer de la primera parte de este texto, en Colombia no es fácil encontrar seres con este talante, a no ser que se trate de habitantes de la ruralidad. Acá es difícil encontrar alegría en lo simple o en lo cotidiano. Criados a punta de telenovelas, boleros, armas para matar y rancheras dramáticas, siempre estamos a la espera de que ocurra una despedida, un desamor, un agravio, un desdén. Siempre debe ocurrir algo que irrumpa (una muerte inesperada); que explote (una bomba); que prorrumpa (una verdad falsa); algo que grite (un escándalo por corrupción). Somos seres dramáticos adictos al grito, a la lágrima, al asombro alborotado.
Hirayama nos hace habitar, de manera poco estereotipada la capital japonesa a través de sus audífonos por los que bulle una banda sonora compuesta por éxitos en inglés, icónicos de los años 60 y 80. Él vive de manera gozosa los dramas de las canciones, los vive en la ficción, mas no en su vida íntima. Su dosis de aventura le llega por la ficción musical por el drama y las desesperanzas que viven los personajes de las canciones.
Entre tanto, en este mundo colombiano, acelerado y ciego, no hay lugar para separar el drama ficticio del real y la imaginación es la pura encarnación de los hechos que desencadenan día tras día angustias y eternas esperas.
Al ser que contempla lo mismo, sin alteraciones y despojado de preocupaciones, esto mismo le resulta diferente. Bastante distancia hay entre contar y mirar. Se me ocurre pensar que no hay cuento posible sin observación. O tal vez mirar para callar y contarnos a nosotros mismos que el hecho de que no ocurra nada es también trascendente. Como en muchos cantos del Caribe colombiano, esos del bullerengue que repiten una y otra vez los mismos versos pero que cada vez son diferentes con una especie de lamento que se acentúa o se torna cansino o de pronto coge impulso. Recuerdo el canto lamento de Etelvina Maldonado: Que se queme el monte/déjalo quemá/ que la misma cepa vuelve a retoñá/ o ¿Por qué me pegas mamá?/si yo no te he hecho ná/ ¿Por qué me pegas madre mía?. Lo mismo, pero diferente porque la vida es una mismidad cambiante.
Quizás una salida para nuestra historia dramática que siempre espera la próxima guerra es que nos demos (que nos den) la oportunidad de hacer lo mismo en silencio, con la habilidad para mirar y encontrar alegrías en lo simple.
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