Crédito Imagen: Jurisdicción Especial para la Paz – JEP
Ana Martina Sevilla
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La Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, ha sido el nombre por el cual es más conocido el sistema de justicia creado con el Punto 5 del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, suscrito entre el Estado Colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC-EP.
Esta jurisdicción se organizó como un sistema flexible, bajo principios propios del derecho penal, pero con la promoción del diálogo como escenario primordial para construir una justicia que escuchara a todas las partes.
Quienes negociaron y construyeron el mencionado Acuerdo de Paz estimaron que la JEP sería un tribunal especial y transitorio, que allí se tomarían decisiones sobre la base de entender que los hombres y mujeres que fundaron y pertenecieron las FARC-EP estaban animados por un espíritu justiciero y altruista y que, pese a lo anterior, habría sanciones para los máximos responsables de los delitos cometidos en el marco del conflicto armado.
Por eso, la JEP tiene un sistema de investigación y juzgamiento orientado a conocer la verdad y la responsabilidad desde la propia voz de quienes dirigieron, promovieron, organizaron, financiaron y cometieron hechos y conductas en contra de los derechos humanos de las víctimas.
Tal sistema sería transicional, es decir, crearía un puente especial entre la salida negociada al conflicto, y la entrada y consolidación de la paz a través del reconocimiento de hechos graves y representativos. Esto significa que, al cabo de un tiempo específico, dicho sistema debería terminarse.
El sistema judicial que promueve la transición de la guerra hacia la paz sería incompleto sino garantiza la participación de las víctimas. Por eso, se previó que, en la JEP, ellas pudieran leer, escuchar, conocer, participar, reconocerse y encontrar algo de alivio a su dolor. Para lograr este cometido, se tomaron ejemplos de las prácticas jurídicas restaurativas desarrolladas por comunidades en países de “primer mundo”, tales como la justicia juvenil en Nueva Zelanda, la justicia maorí, los círculos judiciales en Canadá.
Sería esperable, entonces, que las acciones jurisdiccionales de la JEP fueran orientadas por preguntas tales como ¿quién ha sido dañado?, ¿cuáles son las necesidades de las víctimas, del ofensor y de la comunidad?, ¿Quién tiene la responsabilidad de atender tales necesidades?
Estas preguntas, deberían ser resueltas, inicialmente, durante la etapa de reconocimiento ante la Jurisdicción, misma que está en cabeza de la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad (SRVR). En dicha Sala, se dio apertura a los casos en los que se investigan hechos y conductas delictivas relevantes, cometidas durante el conflicto armado. Esas conductas han sido agrupadas con dos criterios: el lugar en el cual ocurrieron los hechos o teniendo en cuenta los diversos actores que los sufrieron o los cometieron.
Así pues, durante la apertura de esos casos, iniciaría el proceso de respuesta al primer cuestionamiento. En esta etapa, aquellos que fueron dañados -víctimas- pueden ser escuchados protagónicamente; luego, quienes fueron los posibles ofensores, tienen la oportunidad de ser escuchados por las víctimas y los magistrados a través de audiencias llamadas versiones voluntarias. En ellas exponen el funcionamiento de la organización a la que pertenecieron y la manera en la que actuaron cometiendo hechos altamente lesivos para las víctimas y la sociedad.
Por su parte, el juez del respectivo Caso, va construyendo una dimensión de lo sucedido, tomando en cuenta la versión de las víctimas y sus reacciones ante lo que dicen sus posibles ofensores, así como las versiones de estos últimos. Vale precisar que, tanto la versión del compareciente y posible ofensor, como las observaciones de las víctimas, están siempre orientadas por un juez.
Finiquitada esta fase de escucha, llega el Auto de Determinación. En éste se resuelven demandas particulares de víctimas, mismas (víctimas-comparecientes) que se verían por primera vez con los ofensores seleccionados como máximos responsables mediante una Audiencia de Reconocimiento. En ella, los comparecientes se responsabilizarían de los hechos y conductas evidenciados por la Sala.
Así, este proceso tripartito (SRVR-Víctima-Compareciente), se desenvuelve como un espacio en donde, desde vivencias distintas, las víctimas, la magistratura y los comparecientes, van ascendiendo en el reconocimiento del otro como seres humanos, van escuchando y entregando aportes que permiten la construcción conjunta de verdad y el establecimiento de responsabilidad en cabeza de personas específicas. Se espera que al finalizar esta etapa del proceso, víctimas y ofensores se puedan encontrar desde una visión más humana que permita el desarrollo de procesos de reconciliación.
Lo esperable, entonces, es que la segunda pregunta (¿cuáles son las necesidades de las víctimas, el ofensor y la comunidad?) fuera resuelta en sede de la SRVR. Pero no ha ocurrido así. El funcionariado de la JEP no se plantea y no formula y no permite reflexionar sobre preguntas tales como ¿cuáles eran las necesidades de los ofensores?, ¿qué haría que ellos puedan reconocer los hechos que configuraron graves crímenes no amnistiables? y ¿cómo podría la Jurisdicción promover una garantía de no repetición de los hechos a partir de la humanización del ofensor-compareciente?
Parece que en este tribunal de justicia transicional se han olvidado de que la justicia restaurativa promueve que los ofensores sean escuchados para qué ellos mismos, las víctimas y los jueces de esta jurisdicción, puedan entender las causas y las consecuencias -personales, familiares y estructurales-de los delitos cometidos. También se han olvidado de que los ofensores comparecientes son seres humanos y que, por esa razón, tienen vigentes sus derechos.
Ante el olvido de las prácticas restaurativas prometidas, comenzó a evidenciarse una instrumentalización de los comparecientes ante la JEP.
En un inicio, el Secretariado de las antiguas FARC-EP dejó entrever que el modelo de justicia respondía a las demandas de las víctimas en específicas etapas como el Auto de Determinación. Pero no fue así. El avance de las investigaciones adoptó un modelo según el cual los ofensores territoriales deben centrarse en resolver, una a una, las demandas de cada víctima acreditada.
De esa manera, la Audiencia Final de Reconocimiento dejó de ser el escenario cumbre donde se encontrarían los comparecientes con las víctimas para desarrollar un proceso de reconciliación.
Esa Audiencia se ha ido convirtiendo en un espacio en el que se monta una performance que permite mostrar supuestos resultados. A ella se conduce a los ofensores, ahora llamados “victimarios”, se les insta a “dar la cara” y a responder “como machos”.
En ese show, se pierden dos elementos que daban identidad a la JEP: i) el concepto de verdad macro que resuelve las dudas de víctimas que sufrieron el hecho particular de forma similar, trasladándolo hacia la verdad del caso específico, en donde las víctimas no pueden sentirse totalmente satisfechas en sus demandas, ante las dificultades que el tiempo, la muerte, la memoria de los sobrevivientes y el contexto, imponen, y ii) La búsqueda genuina de un concepto de restauración que escuchara equitativamente tanto a las víctimas, como a los ofensores, comprendiera su historia y, a partir de allí, construyera una forma viable de reconciliación.
Perdiendo esos dos elementos, se vuelve imposible mitigar el dolor de la víctima, aclarar la inocencia de ella y de los suyos y permitir que el ofensor retorne a la sociedad de la que quiere ser parte.
Y entonces nos queda aún por saber ¿Quién tiene la responsabilidad de atender tales necesidades?
Esta tercera pregunta debería resolverse al final de la misma etapa de reconocimiento. Era en ese momento, cuando los ofensores que han sido seleccionados como más grandes responsables, debían encontrarse con las víctimas y, finalmente, ser sancionados por lo reconocido. Esto tampoco está siendo así.
En estos últimos dos años, hemos sido testigos de una metamorfosis jurídica en la JEP. De una ley abierta y, en ocasiones, ambigua, que permitía la construcción conjunta de la justicia restaurativa, se dio paso a la existencia de pequeños leviatanes con toga que, desde la demostración de su poder comenzaron a establecer, mediante sus decisiones, quién es dañado, cuáles son las necesidades de las víctimas y quién debe responder más allá de la restauración de las partes y la reconstrucción de un tejido social.
Estos leviatanes hacen trizas el espíritu que inspiró la creación de este mecanismo de justicia. Le rinden culto a la estadística, les importa más los números que demuestran su pretendida eficacia que las vidas humanas que pueden poner en riesgo o las aspiraciones de las víctimas a la verdad, a la justicia y a la reparación.
Les importa, más que todo, el titular de la Semana: “La JEP hace que los comparecientes reconozcan”; “La JEP sigue cumpliendo”; “La JEP impone las primeras sanciones”, “La JEP investiga a las FARC-EP a través de 8 macrocasos”; La “JEP investiga fuerza pública y agentes del Estado en un caso efectivo”.
La JEP, la Jep… la jep, cada vez más minúscula por su ambición, cada vez más cerca de romper el saco de la Justicia Restaurativa porque “dura es la JEP, pero es la JEP”.
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