Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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La corrupción en nuestra sociedad no surge de la nada ni se sostiene únicamente en las altas esferas del poder. Su verdadera raíz está en la permisividad cotidiana, en esos pequeños actos de corrupción que toleramos y muchas veces practicamos sin mayor reflexión. Estos comportamientos, aparentemente inofensivos, alimentan y consolidan una cultura de la corrupción que permea todos los niveles de la vida social y que obviamente también llega al poder.
Nos colamos en las filas para obtener ventaja, buscando el camino más corto sin importar a quién perjudicamos. Pedimos a los servidores públicos que nos hagan favores, aprovechándonos de nuestras relaciones personales en lugar de seguir los conductos regulares. Hacer las cosas por la vía correcta es visto como una fragilidad. Estos son solo ejemplos de cómo normalizamos la corrupción en nuestras acciones diarias, sin darnos cuenta de que estamos cimentando una práctica que, a gran escala, tiene consecuencias devastadoras.
Cohonestamos con la corrupción también cuando hacemos trampa en los exámenes universitarios o ‘inflamos’ nuestras hojas de vida para ganar un puesto. Estos actos no solo son éticamente reprochables, sino que erosionan la confianza en las instituciones y en las personas que las integran. Al justificar estos comportamientos con excusas como «todos lo hacen» o «es la única manera de avanzar», perpetuamos un ciclo vicioso donde la integridad se sacrifica en el altar del beneficio personal.
La permisividad hacia la corrupción tiene un efecto corrosivo en nuestra sociedad: la convierte en un anodino paisaje que se tolera al punto de que casi que se vuelve imperceptible. La corrupción contribuye a la desigualdad, ya que aquellos que no tienen los medios o las conexiones para participar en estos actos corruptos se ven desventajados. Además, socava la meritocracia, desmotivando a quienes se esfuerzan por alcanzar sus metas de manera honesta. Y de eso se aprovechan los políticos corruptos en tiempos de campaña. Saben que cuando se siembran desigualdades se cultivan revanchismos sociales que luego florecen y se cosechan como oportunidades de corrupción. El gran corrupto hace partícipe a otros con sus migajas para ampliar su corroída ‘red de confianza’.
Para romper este ciclo, es crucial que empecemos a valorar la honestidad y la transparencia desde nuestras acciones cotidianas. Necesitamos educar a las nuevas generaciones sobre la importancia de la integridad, no solo en el ámbito público, sino en todas las áreas de la vida. El cambio comienza por reconocer que cada pequeña acción cuenta y que todos tenemos un papel en la construcción de una sociedad más justa y ética. Los que se robaron hace años un Caprecom, los que se tumbaron los famosos 70.000 millones de Centros Poblados, o los 380.000 millones de la UNGRD en La Guajira no tuvieron este tipo de contemplaciones y por el contrario crecieron desde la infancia con la idea de que “el vivo vive del bobo”.
La lucha contra la corrupción no puede ser solo una responsabilidad de los gobiernos o las instituciones. Debe ser un compromiso de todos los ciudadanos. Solo así podremos aspirar a vivir en un entorno donde el respeto por las reglas y la equidad prevalezcan sobre la trampa y el favoritismo. Transformar nuestra cultura comienza con cada uno de nosotros, con la decisión consciente de actuar con integridad en cada aspecto de nuestra vida.
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