
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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Ya estábamos mal con el desabastecimiento de medicamentos, las demoras en la otorgación de citas con especialistas, las largas e injustificadas filas para acceder a las autorizaciones de los servicios, el intervencionismo a las EPS, los carteles de los dispensarios, cuando explotó en estos días otra bomba por cuenta del nepotismo.
Por supuesto, para ser justos, estos problemas no llegaron con el gobierno de Petro y se estaban cocinando desde varios gobiernos antes cuando los corruptos han encontrado las fisuras de la Ley 100 y han hecho de éstas, todo un acantilado.
Pero volviendo al último de los escándalos en este sector, una cosa es tener poder, y otra, muy distinta, saber ejercerlo con responsabilidad. La denuncia del periodista Daniel Coronell esta semana —en la que revela una llamada entre Beatriz Gómez Consuegra, superintendente delegada para prestadores del servicio de salud, y un funcionario del hospital involucrado en el contrato del proyecto del buque hospital para la región amazónica— es, cuando menos, alarmante. En ella, Gómez Consuegra presiona con una frase tan contundente como inaceptable: “Ustedes firman hoy… o mañana me presentan la renuncia”.
Más allá de lo grave que ya es que una funcionaria de ese nivel condicione decisiones administrativas mediante amenazas directas, hay un agravante que no puede pasarse por alto: Gómez Consuegra es esposa del ministro de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo. Aunque su nombramiento fue hecho en el gobierno anterior, este vínculo familiar en el mismo sector es, en el mejor de los casos, incómodo (una adjetivo que se me antoja ‘suave’ por no decir escandaloso). Un clarísimo conflicto de interés, si no una inhabilidad directa, que debería haber sido resuelto hace tiempo por simple decencia institucional.
La mezcla entre presión indebida, presunta coacción y vínculos familiares al más alto nivel del gobierno no solo mancha el proyecto del buque hospital —que, dicho sea de paso, debería ser un motivo de orgullo y esperanza para las comunidades más olvidadas del país—, sino que mina la confianza en el sistema en su conjunto. Cuando las decisiones se toman con el puño cerrado y no con argumentos técnicos y éticos, la salud institucional comienza a fallar. Y en este caso, no es una metáfora.
Colombia no puede permitirse normalizar este tipo de actuaciones. Porque cada vez que se tolera el abuso de poder o se ignoran los conflictos de interés, lo que se debilita no es solo un proyecto, una entidad o un gobierno. Lo que se socava es la democracia misma. Y esa, como la salud, es más frágil de lo que parece.
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