Aura Diaz
Politóloga y socióloga
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Estoy pensando cómo debo/puedo acomodar mi vida en una maleta de 8 kilos para vivir un mes, ahora que retorno a la triple frontera. Estoy a puertas de terminar un segundo ciclo de mis estudios de maestría en integración contemporánea de América Latina en la Universidad Federal de Integración Latinoamericana en Brasil y necesito ir allá a resolver “gajes del oficio” como diría mi nona Rafaela.
Nunca imaginé que mi vida se tornaría en lo que es hoy. Ahora no me dedico, de tiempo completo, a los oficios del campo. No dedico mi tiempo de trabajo al cultivo de café ni al cuidado de las vacas de ordeño; tampoco me concentro en el mantenimiento de los pastos y praderas ni en el trabajo en los cultivos de pan coger. He roto la tradición que tuvieron las mujeres de mi familia en las últimas generaciones.
Está claro que jamás dejaré de ser la niña que creció entre matas, arbustos y animales. Pero también soy una académica. Me dedico a estudiar temas como la acción colectiva, los movimientos sociales y los movimientos populares; participo en los debates que ponen en cuestión el sistema de desarrollo, el extractivismo y el neoextractivismo en América Latina; aporto a la construcción de alternativas políticas y sociales, tales como el buen vivir, la integración regional y la construcción de un mundo nuevo desde el saber y el sentimiento de los pueblos
Nunca me imaginé que podría seguir siendo una campesina y podría ser una académica a la vez. Quizás Pepe Mujica, me inspiro, o Rosa Luxemburgo, Rita Segato, Silvia Federici, Silvia Rivera Cusicanqui, mi mamá o quizás el mismo Mariátegui.
Es como vivir al ritmo de las canoas, encima de las cuales he navegado por el río Paraná, meneándose un lado al otro, entre fronteras, sin voltearse. Nosotras, como los ríos, no conocemos de fronteras, o mejor dicho, las fronteras no nos limitan.
Así es: soy la mujer que vive y trabaja en la finca de mis padres y también investiga e historiza conflictos socio-ecológicos, luchas por la defensa de la vida, el agua y el territorio frente a la oleada extractivista del voraz capitalismo salvaje.
Como yo, hay muchas mujeres que viven de un lado para el otro, que son libres y arraigadas; leves y profundas; que viven entendiendo el mundo en el que viven, entendiendo la realidad que les tocó y bregando día a día a transformarla, en medio de los quehaceres de las tareas cotidianas, en medio de las prácticas del cuidado y el bienestar, en medio de otras formas posibles de superar el patriarcado.
Mi abuela materna y mi abuelo paterno no tuvieron la oportunidad de ir a la escuela. Aprendieron a firmar por necesidad, tuvieron que trabajar para ofrecerle comida y educación a sus hermanos y hermanas.
Soy de la primera generación que pudo ir a una universidad pública gratuita y de calidad. Por condiciones ajenas a mi voluntad y por el sistema de educación en Colombia que nos mide por un resultado icfes, 5 años después de salir del colegio tuve la posibilidad de irme a estudiar a Brasil. Junté el dinero de mis ahorros y mi vida en una maleta de 23 kilos y me fuí a perseguir ese título que me negaron en Colombia. A finales de 2022 terminé mi pregrado en ciencia política y sociología y regresé de nuevo a Brasil en busca de una maestría y una especialización. Allá la educación es gratuita.
El año pasado terminé las materias de la maestría y algunas de la especialización, organicé mi cronograma para volver a pasar una temporada en mi tierra, en Colombia, más específicamente en la provincia Guanentá en un pueblito que se llama Coromoro, que significa en dialecto Guane “Baño de los dioses”. Es la tierra de Antonia Santos, una heroína prócer de la Independencia de Colombia, conocida por formar y patrocinar la guerrilla “La Niebla” la cual pelearía en la batalla o más bien en la masacre del Pienta del 4 de agosto de 1819 que sería una de las batallas que aseguraría el triunfo en la batalla de Boyacá.
Volví porque sentí la necesidad de estar con los míos, con mi gente. Sentí la necesidad honda de conocer mi propio territorio y sus dinámicas sociales y culturales, de conocer nuevas personas y sobre todo de salir en busca de más mujeres que están en la tarea de transformar su realidad y las de sus comunidades.
Este año pasé a vivir entre el pueblo, la finca, el hogar de mi familia y los de otras familias que conocí cuando he caminado las veredas.
Las charlas con mis tías, amigas y compañeras, se han convertido en mi cotidianidad. Se podría decir que vengo de lo más cercano de una cultura matriarcal. Se preguntarán cómo es que este tipo de mujer anfibia se mueve entre las labores del campo y los debates académicos o los eventos con la academia Latinoamericana y hasta la academia Rusa. Se preguntarán ¿cómo es ser mujer en ese aspecto y cómo se construye mujer a partir de esa realidad?
Muchas personas pueden verme “como a bicho raro” pero, para mí es normal. Siempre fui una mujer de campo, la tierra me liga con mi ancestralidad y con el camino por recorrer, el agua me nutre en medio de la incertidumbre y me dejo llevar por el porvenir de las decisiones diarias en medio de la fragilidad de las direcciones del destino, de reafirmar que me puedo construir día a día como mujer desde el lugar donde me encuentre. Claro, entendiendo y siendo consciente siempre de que me encuentro en una posición de privilegio.
No sé si han escuchado esa frase que dice que: la cabeza piensa donde una tiene los pies, o que el corazón siente desde donde una pone los pies. Por eso es que decido ir, sentir, vivir y acercarme, lo más próximo que pueda, a la realidad que viven las comunidades en el magdalena medio. Ellas resisten a los proyectos de minería y de carbón.
También paso mucho tiempo al sur del departamento de Santander, para escuchar el grito desde las comunidades del No rotundo a las hidroeléctricas, con la pregunta que retumba en mi mente ¿desarrollo y progreso para quienes? porque para las comunidades no es.
Por eso esque puedo estar en Bolivia cuestionando cómo es que en un país que reconoce los derechos de la naturaleza, la pachamama y los pueblos indígenas, existen y se impulsan las políticas de extractivismo y neoextractivismo, la minería en todas sus formas, la concesión de litio a los chinos en el salar de Uyuni, el despojo y el saqueo al que estamos condicionados lo pueblos del Abya Yala.
O por eso quizás esque puedo estar dentro del parque tecnológico de Itaipú en donde está la segunda hidroeléctrica más grande del mundo, recibiendo clases que cuestionan el actual sistema económico y el consenso de commodities, cuestionando el genocidio a las comunidades indígenas, el ecocidio actual y la crisis civilizatoria constante. ¿Qué controversia, ¿no? vivir es una innumerable relación de controversias.
Por eso es que decidí viajar por Minas Gerais, conocer Ouro Preto, su historia, sus calles tristes y museos que reflejan una historia de despojo, saqueos y violencias.
Por eso es que me encuentro al frente del fogón de leña, escuchando a mujeres que resisten todos los días haciendo una escuela con su vida cotidiana.
Intentó construirme y reconstruirme cada día. Cuestiono cada paso adelante que da el patriarcado. Intento, en medio de la libertad y la búsqueda desesperada por la tranquilidad, sentirme bien conmigo misma. Cuestiono las dinámicas de la heteronormatividad y de la monogamia.
Tengo una vida que podría denominarse minimalista. Mudo y cambio constantemente de hábitat. He construido una vida leve, más liviana. Admiro todo, todo lo cuestiono, me sorprende lo cotidiano. Tengo una vida de eterna migrante que migra para crecer, se nutre en y del camino para al final retornar al polo a tierra y dejar las ideas. Vuelvo al agua, como los anfibios, a depositar los huevos. Como diría Castañeda, voy siendo una anfibia que sale del agua pero que siempre está en conexión con ella. Llego para volver a irme.
Decidir qué hacer con mi vida y con mi tiempo, es una posición de poder, en medio de este sistema patriarcal; aún en medio de la vida de una bolsista precarizada como lo soy hoy en día, en donde me veo como una desempleada del sistema, en donde lo único que tengo asegurado por ahora es un techo, la comida, trabajo en el campo y el tiempo para pensar y producir conocimiento en la finca o “laaaaaaaaaaaa na roça” como le dicen en Minas.
Eso no me limita las ganas de seguir viviendo. De cambiar de textura de piel, de seguir mutando, y seguir viendo como varias y nuevas partes y sentimientos crecen en mí y otras quedan atrás.
Esta mujer anfibia se construye cada día, cada hora y fuera de los pilotos automáticos. Quisiera creer que se construye cada segundo en el que no deja de pensar en cómo re imaginar otras formas de vida, otros mundos posibles y otras posibilidades que superen los estereotipos de ser y sentirse una mujer libre, una mujer anfibia.
Ir, salir, volver, volver a irme, llegar para de nuevo irme, se ha convertido en mi vida de bumerán. Mi pueblito, mi terruño y la finca, se han convertido en mi polo a tierra, vivimos en un paraíso. Obvio en medio del abandono estatal. Pero al fin y al cabo anfibias, como muchas, como todas, como las que vendrán.
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