Lucas Restrepo-Orrego
Investigador, docente y abogado
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El siglo XX llegó con una extraña novedad: después de siglos de abandono, los estadios salieron de su estado ruinoso para convertirse en centros de aglomeración y de culto. Con el pasar de los años, su capacidad para albergar espectadores aumentó hasta alcanzar, en 1950, la espectacular cifra de 300.000 en una sola estructura (fue el caso del Maracaná, de Río de Janeiro).
En las postrimerías del primer cuarto del siglo XXI, puede decirse que los estadios han remplazado a catedrales y templos como lugares de movilización de masas.
Para algunos, esto se debe a que esos lugares sirven para dar vida al espectáculo, a la comunión en torno a valores deportivos y a las emociones que estos generan. Por ello, cualquier ruptura producida en su seno merece la más alta condena.
Quien transgreda las normas de convivencia “estadial” no hace más que autoexcluirse de la gran familia humana reunida en comunión. O al menos, esto es lo que sugieren tanto dirigentes deportivos, como indignados por lo ocurridos en las afueras del estadio Hard Rock de Miami durante la final de la Copa América 2024.
Pongamos en duda, un poco, el sentido común, como es costumbre en estas entradas. El geógrafo del deporte Jean-Pierre Agustin prefiere guardar distancia ante dicha explicación, hermosa, pero ilusoria; ofrece, al contrario, una aclaración más o menos maquínica[1]: entender los espacios, y en este caso los estadios, como lugares vivos y productivos donde se conjugan diversos elementos y procesos y donde se producen flujos de todo tipo (de espectadores, de deseos, de dinero, de discursos, etc.).
Hay quienes afirman que los estadios son lugares de espectáculo; sin embargo, también lo son de promoción de intereses políticos y de posicionamientos geoestratégicos. Otros advierten que funcionan como espacios de generación de guerras controladas, lo que permite analizarlo como dispositivos de control de la violencia. Otros, que funcionan como lugares de distinción, con sus valles y sus palcos, sus gallineros y sus sótanos, sus diferencias de disfrute del espectáculo. De igual manera, facilitan y exacerban tanto actitudes discriminatorias, como posturas de afirmación masculinista. Martin nos ofrece una visión interesante: el estadio se ha convertido en un lugar de producción de sacralidad.
En efecto, los estadios se sienten como sitios de búsqueda y de construcción de ceremonias integradoras, que compensan las divisiones profundas derivadas de la naturaleza de los tiempos capitalistas. El estadio parece encarnar la imagen unitaria que ofrece el discurso de la globalización. Sin dejar de ser espacios de acogida de eventos geopolíticos, mediáticos y de masas, son también sitios de producción de una suerte de “dramaturgia contemporánea de reencantamiento del mundo”.
Dicho de otro modo, si no podemos faltar al estadio, si lo que pasa allí nos afecta tanto, si las transgresiones ocurridas se sienten afrentas a la humanidad, es porque consideramos que allí hay algo que es intocable y que debe preservarse y adorarse. ¿Quién no ha visto a los niños romper en llanto ante la sola posibilidad de un contacto físico con un Ronaldo o un Messi?
En un mundo desacralizado, abundan las búsquedas desesperadas por nuevas espiritualidades. A esta dramaturgia ritualizada, se unen la gobernanza mundial, las máquinas mediáticas y, por supuesto, los flujos de capital. En este sentido, los estadios no son simples receptores de asistentes individuales. Son máquinas que producen y regulan las formas de desplazamiento y de territorialización, de composición y de descomposición de conjuntos muy grandes.
Esos conjuntos son las multitudes de hinchas, pero, también, los flujos de dinero, de imágenes, informaciones, deseos, etc. El estadio está hoy pensado para integrar esas inmensidades de tal forma que su desintegración no rompa el ciclo. Hay que permitir que la composición de lo masivo sea tan estable que su repetición sea, siempre, posible. De allí que los huecos en los filtros no representen un problema mayor, siempre que el conjunto general pueda mantenerse estable.
Los discursos y los imaginarios sacrales son producidos en este mismo proceso maquínico que integra tanto lo político, como lo económico y lo pulsional. Uno de esos discursos es justamente el que ha ganado más terreno estos últimos días: el juicio contra las transgresiones que se vieron en la final de la Copa América de este año
Recordemos dos funciones del estadio, reforzadas en los últimos años: la de distinción y la de control. La boletería es cada vez más cara, lo que dificulta o impide el acceso de las capas más pobres de la sociedad a los espectáculos. No por nada, la masa de los “sin boleta” es cada vez más grande; no por nada, las llamadas barras bravas se han vuelto un lobby económico.
En tanto que fenómeno de control, el estadio puede presentar fallas de filtro. Sería interesante pensar esta situación superponiendo los fenómenos del “sin boleta” y del inmigrante “ilegal”. En las dos gestiones de ilegalismos, lo importante es lograr concentrar una masa inmensa y ponerla bajo control efectivo, en tanto que flujo, durante el periodo que dure cada proceso.
El problema del “sin boleta” no es, en realidad, la transgresión en sí (que en términos globales es poco significativa) sino su capacidad de servir de vehículo de afirmación del poder. En efecto, el poder en un estadio se hace visible cuando responde a la transgresión, porque es gracias a ella que puede afirma la necesidad de su control exorbitante allí donde permanece invisible y aceptado, es decir, sobre el resto de la masa. Además, el poder logra así afirmarse en el deseo de quien reprocha la transgresión al sin boleta. El sinboleta, jamás será mayoritario en esas circunstancias, pero, siempre estará presente en la circunstancia del control de flujos.
Miami presenta, sumado a todo esto, un fenómeno interesante: ¿Cabe arriesgar la tesis de que en el acceso a servicios en Estados Unidos las figuras del “hueco” y del “coyote” son instituciones bien consolidadas? No es disparatado pensarlo así: la fuerza de trabajo más barata sigue siendo aquella sobre la que pesa la categoría de ilegalidad. Pero, además, la fuerza de las medidas políticas represivas reposa en la necesidad de seguir presentando a estos transgresores (sin boletas, sin papeles) como demasiado peligrosos y desastrosos.
Por ello, para el ilegal en Estados Unidos, pasar por el hueco no es tanto un problema de cultura (en el sentido de buenas costumbres), sino de ilegalismo. Es decir, el problema es saber jugar con las diferentes formas en las que el poder controla las conductas prohibidas de unos y otros. Siendo la misma conducta, para algunos está más prohibida que para otros. Por ejemplo, para quien atravesó el desierto a pie, la aduana y todas las formas de discriminación y represión posibles, los huecos de un estadio son pasajes, puertas de entrada.
El mundo de los privilegios está, también, lleno de huecos. Destaca, por ejemplo, el derecho de los dirigentes deportivos de tener acceso privilegiado a los espectáculos, a sus dividendos, a la boletería, a los cuerpos de los deportistas, etc. Para ellos, el espectáculo es gratuito. El arresto de Ramón Jesurum no es una rareza. La fuerza punitiva estadounidense no le reprocha tanto el intento de forzar el pasaje de un lado al otro, sino la agresión física sobre un representante del ejercicio de poder en un momento de alta tensión. En otras palabras, Jesurum leyó mal al creer que el hueco del guardia de Miami tenía el mismo tamaño del hueco del guardia de Barranquilla.
Concluyamos. El juicio moral contra las personas sin-boleta oculta el funcionamiento de esa gran máquina de producción y corte de flujos que es el estadio. También, refleja uno de sus elementos más potentes: el hecho de que se trata de un lugar de producción de sacralidad. El juicio moral, en este sentido, es también producto de la misma producción. El problema es que, si bien, esas búsquedas de nuevas espiritualidades conllevan efectos positivos para las sociedades, implican, también, procesos de destrucción del encuentro democrático.
[1] J-P. Agustin, “A quoi servent les stades ?”, Raison présente, n° 157, 2016, p. 9-18.
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