Felipe Polanía
Educador Artístico y Mediador Cultural
Viviendo en Zurich, en condición de exilio
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Reflexiones sobre el genocidio palestino
Una noche de 1987, en Neiva, mi madre me despertó con el llamado a abandonar la casa. Según cuentas del vecindario, la represa de Betania se había desgajado y estábamos a pocos minutos de ser consumidos por una riada que bajaba por el curso del río Magdalena.
Un vecino del barrio que tenía un bus se servicio público, de esos TSS verdes de entonces, nos permitió subirnos. La última en subir fue mi madre. Antes de abandonar la casa tomó el radio de pilas y las llaves de la casa, cerró la puerta y guardó las llaves en una cartera, junto con algunos pesos.
Un par de horas después estábamos de regreso. Era una falsa alarma que nunca se aclaró de manera convincente. Esa noche, más de 100 mil personas huyeron despavoridas de sus casas. Como mi madre, muchas de ellas tomaron la llave antes de huir hacia los puntos altos de la ciudad.
El mismo apego a sus casas y a sus llaves tuvieron cerca de 300 mil personas musulmanas convertidas al cristianismo. Ellas, en 1609, fueron expulsados por el rey Felipe III del reino de España.
Cuentan que hoy, en Marruecos, después de 400 años de ese destierro, algunas familias aún guardan las llaves de sus casas en Al Ándalus. Dicen que, de generación en generación, se han transmitido la custodia de las llaves, esperando que algún día la Corona reconozca los derechos de las comunidades expulsadas y les regrese las propiedades despojadas.
Igual que en la España de Felipe III, en 1948, después de la fundación del Estado de Israel en territorios coloniales en la región del Levante, cerca de 800 mil personas palestinas se vieron obligadas a abandonar sus casas, llevando consigo, como en Al Ándalus, sólo lo que cupiera en sus brazos y, por supuesto, las llaves de sus casas.
La llave es, para muchas familias palestinas, un símbolo que recuerda esta catástrofe que ellas llaman Nakba. También es un signo de esperanza: mientras haya llave, habrá una casa a la que se puede regresar, habrá un calor de hogar.
La casa y su llave son la riqueza más preciada de la gente humilde y pobre. La casa, más que una riqueza material, es un lugar para la realización de su humanidad. Talvez por eso la artista colombiana Doris Salcedo afirmaba al diario El espectador: “Necesitamos una casa para pensar, para tener vida, para ser humanos”. Su proyecto actual se titula CASA Tachada y se dedica a reflexionar sobre el valor humano de la casa.
Obtener un hogar seguro en Palestina para los miles de seres humanos judíos, perseguidos y asesinados durante siglos en Europa, fue el objetivo aprobado en el primer Congreso Sionista, realizado en Basel en 1897.
No se trataba solamente de construir casas. Se trataba de construirlas para fundar el Estado de Israel, allí en donde ya existían muchas casas, que albergaban a mucha gente, desde hacía muchos años. Desde entonces el gobierno de Israel no ha parado de destruir las casas de las familias palestinas.
En la agresión más reciente del Estado israelí contra la población palestina, la destrucción de casas y la expulsión violenta de sus habitantes viene acompañada del encierro de la población en Gaza. No hay rutas de huida, no pueden abandonar Gaza.
La violencia ejercida por el ejército de Israel no apunta a expulsar al pueblo palestino. Lo quiere deambulando sobre los escombros de sus propias casas. La idea es que, si alguien queda con vida, no tenga a dónde regresar. El poeta palestino Najwan Darwisch en una entrevista concedida al diario El País de España afirmaba: “Israel es como un gánster que viene, corta manos, saca ojos y hace otras atrocidades para que sus víctimas pasen el resto de su vida en el hospital”.
Cuando hay que huir, la esperanza es volver. Pero en Gaza no hay a dónde huir y tampoco hay dónde quedarse. Allí se hace realidad el horror expresado por la artista Doris Salcedo “La materialidad de la casa como un lugar que te protege, que te permite ser, ya no existe”.
En octubre de 2022 el relator de la ONU para el derecho a la vivienda, Balakrishnan Rajagopal, pidió a la Asamblea General de Naciones Unidas que se reconociera el domicidio, como delito internacional. Este se consiste en planificar, organizar o cometer la destrucción masiva y violenta de casas durante los conflictos armados.
Rajagopal afirmó «Yo he sido testigo de cómo en solo unos segundos una vivienda, la culminación de los esfuerzos de toda una vida, el orgullo de familias enteras, desaparecía y quedaba convertida a escombros”. Para el relator cuando suceden estos actos violentos, «No solo queda destruida una vivienda. También quedan destruidos los ahorros de familias enteras; sus recuerdos; su consuelo de pertenecer a algo.»
De acuerdo a la información proporcionada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), hasta el mes de marzo de este año habían sido destruidas más del 70% de las viviendas en Gaza. Según Rajagopal, la escala y la intensidad de la destrucción en Gaza «es mucho peor que en Alepo, Mariupol o incluso Dresde y Rotterdam durante la Segunda Guerra Mundial».
En todas las guerras, la destrucción de viviendas a gran escala ha sido aplicada como estrategia militar.
Después de la pérdida de la casa, el ser humano queda en la desnudez total de su fragilidad. Su cuerpo, su piel y sus uñas son lo único que le protege. Hoy, las y los palestinos de Gaza trasiegan su fragilidad por una franja de 41km, de norte a sur y de sur a norte. Caminan sobre más de 39 millones de toneladas de escombros, buscando un rincón en el que no caigan bombas. No hay agua, no hay comida, sólo escombros. Entre unos cascotes de cemento y varilla, una madre, que antes de huir cerró y aseguró la puerta, aprieta en sus manos la llave de su casa, ahora destruida. Anhela que algún día haya justicia y que quienes ordenaron los bombardeos sean juzgados y castigados. Anhela, sobre todo, regresar a su casa, a su hogar, a su país.
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