Crédito Imagen: Archivo
Lucas Restrepo-Orrego
Investigador, docente y abogado
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Derrida, pero sobre todo las víctimas comprendieron rápido que su sufrimiento tiende a convertirse, casi sin mediación, en motivo del poder. En el marco de los trabajos de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación surafricana,el problema de Derrida estaba ligado a la cuestión del perdón como clave de la reconciliación. El problema de las víctimas es, de su parte, más difícil de cerner. Sobre todo porque la expresión misma lleva en sí una aporía. Si la víctima puede hoy ser definida por el dolor que lleva consigo, ni el perdón que otorga ni la justicia que reclama pueden expresar su complejidad. Tanto en uno como en otro, la víctima debe actualizar lo que la institución del reconocimiento pretende justamente dejar atrás, su condición misma de víctima.
La víctima es reconocible sólo en el momento en que reactualiza y afirma, en un mismo gesto, el evento que dio lugar al estado sufriente que la define. Por ello la llamada “victimización de segundo grado” aparece siempre: no es sólo el descuido de un funcionario inconsciente, la agresión de un abogado inescrupuloso, es sobre todo que el reconocimiento de la víctima pasa por su autoafirmación como tal.
El mito progresista de que la víctima vivió largos siglos de oscuridad ante la justicia es tan reciente como los análisis de René Girard sobre el sacrificio. De allí que un victimólogo tan reputado como Gérard Lopez puede distinguir a los amigos de los enemigos de las víctimas según el criterio del sacrificio: los que se inclinan por la cultura sacrificial greco-romana versus los que se inclinan por la cultura empática judeo-cristiana. Las dos culturas parecen habitarnos, las dos parecen amenazar cualquier opción.
El último gran sacrificio en nombre de la humanidad, nos dice Girard, cierra definitivamente el ciclo de descarga pulsional que la figura del chivo expiatorio permitía a las culturas pre-cristianas en Occidente. Con el Cristo crucificado, el sufrimiento de la víctima inocente (el chivo expiatorio) se vuelve insoportable. Bello relato que, por algún accidente extraño de la historia, terminó tendiendo un vínculo de filiación entre la víctima de hoy y el chivo expiatorio arcaico. El gran libro de Girard tiene la virtud de haber leído acertadamente su presente: el intolerable del sufrimiento del inocente parece inaugurar un “giro antropológico” (dice Wieviorka) gracias al cual el dolor de los otros es, al fin, tenido en cuenta y asumido como un problema social.
En esta suerte de neuro-empatía social, la inocencia viene del hecho mismo del sufrimiento. Un caso ejemplar es el de los veteranos estadounidenses de la guerra de Vietnam. Recordemos la masacre de My Lay de 1968: con el tiempo, los criminales fueron convertidos en víctimas de una guerra que no escogieron por la vía de una invención novísima: el “síndrome de stress post traumático”. La inocencia deriva de la completa extrañeza del evento traumático, la irrupción de la radical exterioridad del hecho traumatizante (la guerra que no escogí) en el interior mismo de la composición psico-neural del individuo traumado. La “memoria traumática” define, así, la condición clínica de la víctima. Y, de allí, el nudo mismo de su aparición como figura política. Hasta quienes hoy, desde el negacionismo, desdeñan los derechos de las víctimas, se reivindican para sí una memoria traumática propia, una victimidad de la victimidad.
Como nos lo recordaba Tulio Bayer, no hay clínica sin política. La inocencia no llega sola, no está inscrita en el cuerpo, hay que inscribirla, hay que ponerla a operar en el sujeto y en su medio ambiente. Hay que desligar el evento traumático del efecto traumático, la violencia del violentado, la agresión del daño. Ello otorga un modelo magnífico para la política. El Soberano se justifica, ya no en el contrato social sino en su eficacia clínica, en su capacidad para generar la distancia suficiente entre la violencia y el daño y, sobre todo, en su capacidad para encargarse del daño mismo. El seguritarismo sería, desde ese punto de vista, una política del sufrimiento presente y latente. Un fabricante de la inocencia frente a la violencia.
Lo que hemos descubierto luego de nuestras experiencias transicionales es que la lucha por el relato memorial ha pasado a ser de una reivindicación de las víctimas contra la impunidad (es decir, de tener un origen singular) a una tensión intrainstitucional por el mayor o menor grado de inocencia como despliegue de la soberanía. Nuestras instituciones de la paz tienden a volverse, de alguna manera, en enunciadores de la inocencia (que no es lo mismo que determinar la inocencia o la culpabilidad de alguien).
Dijimos que no hay clínica sin política: la victimidad es una suerte de extensión, digamos, “quirúrgica” de los “cuidados” que despliega el poder sobre los cuerpos, un escalpelo que penetra sobre lo irrepresentable del sujeto. El punto de contacto entre los cuerpos y el poder, esta vez, se ubica allí donde la relación se vuelve más íntima: el sufrimiento es el pliegue último del sujeto sobre sí mismo. Es un error pensar que hay poder sólo allí donde la violencia viene y destruye al sujeto. También lo hay cuando el poder viene y se encarga de lo destruido, se instituye en realidad como instancia de la demanda que emerge desde lo destruido.
La memoria traumática tiene, sin embargo, la particularidad de ser inasible. No es una simple representación exteriorizada de una reminiscencia desagradable frente a la cual bastaría un “acto restaurativo”, una tabula rasa, un “reset” que relanzaría al sujeto en su integridad vital. Como lo que se pone en juego es el sujeto mismo, el evento traumático es inevitablemente transformador. Es la lección de Catherine Malabou y su tentativa de reconciliación entre el psicoanálisis y las neurociencias: los “nuevos heridos” son en realidad el rastro de un acontecimiento, la destrucción del sujeto. El acontecimiento no es lo reparable luego de la intrusión del exterior sobre el sujeto sino la destrucción misma del sujeto como definición de su presente singular.
¿Qué hacer frente a la destrucción, frente al arrasamiento? Es la pregunta a la cual la justicia internacional debe dar respuesta en tanto que guardiana del bien jurídico “humanidad”. Reparar lo irreparable hace del “reconocimiento” de las víctimas tal vez el problema jurídico de nuestro tiempo. Tan difícil, que hoy existe un concepto en derecho y en psicología para sus interminables fracasos: la victimización de segundo grado o “revictimización”.
Dijimos que ni la titularidad íntima del perdón ni la exteriorización del sufrimiento en la demanda de justicia podían definir a la víctima. Es más bien el dolor que llega luego de un encuentro desafortunado con la desgracia o con el crimen. La victima ya no es la parte procesal del juicio medieval que reclama reparación, es la parte que reivindica un pasado imposible desde una memoria que sufre la destrucción de su relación consigo mismo. ¿Cómo reparar lo acontecido? Es la gran pregunta de lo restaurativo. Restaurar, en realidad, no encuentra su material de trabajo en el pasado a restaurar sino en las posibilidades del presente. La restauración, como arte jurídico, es un proceso de producción de nuevas subjetivaciones.
Sin embargo, el mito sacrificial pesa bastante. La víctima, como motivo, empuja a un trabajo institucional no de creación sino de conjuración. La lucha por la inocencia es la lucha contra un sacrificio mitológico de los inocentes. Tendencia que traiciona, de hecho, una buena parte de la construcción de los derechos de las víctimas hoy reconocidos a nivel internacional. Una historia paralela se ha tejido detrás del imperativo canónico “verdad, justicia y reparación”. Es la historia de la lucha contra la impunidad, paralela al “sufrimiento”, pues no se trata del pliegue de sí sobre sí sino de un despliegue de los procesos de subjetivación frente al poder. Louis Joinet acertó cuando acopló el reconocimiento a las luchas sociales contra la impunidad y los olvidos decretados por los Estados. La “victimidad” tiene un lugar de emergencia también en las luchas contra los olvidos decretados y la criminalidad estatal en la sombra. De ese doble origen, hablaremos en otra ocasión.
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