Crédito Imagen: ekaterina
Lucas Restrepo-Orrego
Investigador, docente y abogado
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Sobre el origen sacrificial de la víctima II
Casi todo lo que se hace hoy a favor de las víctimas tiene padrino, estrategia de comunicaciones, registro fílmico, sistema, etc. Si algo aprecia el poder, más que la represión y la muerte, es la imagen paternal de un funcionario cualquiera sirviendo el pan a quien tiene hambre, curando la herida de quien ha sufrido. Los ejemplos abundan. Uno reciente es sin duda el llamado “Sistema restaurativo”, intensa pretensión de las dos últimas presidencias de la JEP por capturar institucionalmente lo que fue ideado y funcionaba hasta ahora como una actividad, esto es, las iniciativas restaurativas (o “TOAR”) diseñadas, organizadas, adelantadas y efectuadas por los propios firmantes de la paz y con concurso de las víctimas.
Este no es el espacio del debate sobre lo restaurativo. Si el consejo editorial de El Quinto me lo permite, (algún día) dedicaremos una serie sobre los restaurativo en Colombia: de cómo es ya una práctica que no depende de los jueces, de cómo resiste toda sistematización (justo lo contrario de lo que la JEP quiere hacer), y de cómo su condición de funcionamiento es la participación activa de víctimas y ofensores y no la captura burocrática de los intermediarios (de los cuales hay cada vez más hoy, en vista de la cantidad de recursos disponibles para tal efecto). Por el momento, cerremos esta serie de dos artículos sobre la figura sacrificial de la víctima.
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Empecemos por un tema que fue objeto de mucha paternalización y que hoy toma tintes preocupantes en instancia procesal. El principio de buena fe a favor de las víctimas fue introducido por el ordenamiento legal colombiano, en tiempos de la “ley de víctimas”, con el objetivo de mejorar la recepción de sus declaraciones y solicitudes. Y en especial, con el objeto de resolver el que era hasta ese momento el problema fundamental: el negacionismo, que se traducía en victimizaciones sistemáticas de segundo nivel.
Según el principio de buena fe, la autoridad tiene la obligación de conceder carácter de veracidad, de buena fe, al relato de la víctima en el proceso de acreditación como tal para efectos de su inscripción en el registro nacional de víctimas. No es judicial sino administrativo: busca impedir que la víctima solicitante sea atacada por el simple hecho de su relato y, además, permitir la conformación de un registro lo más amplio y detallado posible de víctimas del conflicto colombiano. Registro que es hoy una herramienta fundamental para toda la institucionalidad de la paz.
Sobre la primera obligación, pongamos un ejemplo que conocí en juzgados en mis tiempos de litigante penal en justicia ordinaria. Una señora X es citada por el secretario del fiscal Y del municipio Z para ampliar denuncia contra A por acceso carnal violento. Al notar el susodicho que la denunciante portaba una minifalda extremadamente corta, inicia la averiguación en modo interrogatorio: “¿Profesión?”. La señora, incómoda pero lista, replica: “no es el caso”. Para el funcionario, ya en modo interrogatorio, la afrenta significa confesión: “con esa forma de vestirse, no hay violación que valga”.
El principio de buena fe opera en ese microgesto tan cotidiano como lo es este bloqueo al derecho de un solicitante operando, desde un prejuicio, en el seno mismo del aparato judicial. Opera también allí donde los grupos de lucha contra la impunidad, es decir los grupos de víctimas reconocidas o no en instancia judicial, fueron tradicionalmente combatidos de formas diversas.
Una de esas formas, la más recurrente, fue la de la “histerización”: muy conocida en EEUU ante la avalancha de denuncias por abusos contra menores por parte de familiares o de autoridades de la iglesia. También operó por largos años en Colombia contra las víctimas del exterminio de la Unión Patriótica. Operó en tiempos de la CNRR cuando se le sugería a las víctimas de todos los actores de presentarse como “víctimas de la guerrilla” si querían ser beneficiarias de un reconocimiento o de una indemnización administrativa.
Ahora bien, hoy el principio administrativo de buena fe se ha convertido en una suerte de in dubio pro victima judicial oponible al tradicional in dubio pro reo. El principio de buena fe tiende hoy a traducirse en principio de verdad judicial de la palabra sufriente: dice la verdad quien exponga su sufrimiento frente a los crímenes de la insurgencia. Contra eso se ha enfrentado bastante la Corte Penal Internacional, no tanto la JEP.
En general, parecería que la inspiración de este desequilibrio viniera de una especie de principio de contradicción entre los derechos de las víctimas y la amnistía en tanto que medida central del proceso de reconciliación promovido por el Acuerdo Final. ¿Dónde surge esta contradicción que hoy parece tan evidente para la JEP?
Recordemos que la definición jurídica de víctima, la preocupación jurídica contemporánea que la rodea, fija su mirada sobre los efectos: ligar la transgresión a una evaluación jurídica de la victimización desde el imperativo de la reparación integral del daño. Es víctima, para el derecho, quien sufre un daño injusto y es reconocido en instancia judicial antes de la sentencia.
Nuestros sistemas de justicia, herederos de la tradición Occidental moderna, instalaron al soberano como la gran víctima e hicieron del aparato judicial la materialización de la voluntad de venganza del soberano traducida en un discurso de justicia.
Las propuestas restaurativas se inspiran más de una herencia más “arcaica”, esto es, el ejercicio de justicia avocado al problema de los equilibrios, de la relación de igualdad que parece fundar, en últimas, todo discurso jurídico. El derecho laboral colectivo, por ejemplo, no sería una rareza del siglo XX sino la expresión misma tradiciones jurídicas milenarias preocupadas por la relación de poder misma al interior del proceso.
La expresión “justicia de las víctimas” adquiere aquí sentido, pero sólosi se la enfoca desde una mirada por los efectos de la transgresión más que por una reivindicación de la autoridad en sí. De allí también la enorme dificultad para una institución judicial de asumirse como institución restauradora al tiempo que debe invertir ingentes recursos en afirmarse, ella misma, como autoridad.
Pensemos por ejemplo en el anuncio del Auto de determinación de hechos y conductas en el caso territorial 02 ante la JEP (costa pacífica de Nariño): una magistrada muy blanca en sus ropas anunciando, con la fuerza de una sentencia, la victoria sobre la impunidad que implica al fin reconocer “a las víctimas de las farc-ep” su lugar en la justicia. El anuncio es sin embargo “hors-cadre” legal: se trató de una estrategia comunicativa en la que la JEP necesitaba afirmarse como tribunal “que hace cosas importantes”, entre otras, inventar nuevos delitos internacionales. Las víctimas no pueden aparecer más que en su auto afirmación, como autoridad, bajo el enunciado “en nombre de”. Valga decir, estrategia peligrosa: el anuncio, con nombres y apellidos, de los imputados, incrementó gravemente sus niveles de riesgo y puso en peligro las actividades reparadoras de iniciativa misma de los firmantes.
Volvamos al problema de la supuesta contradicción entre verdad y amnistía: una visión simplista dirá rápidamente que la amnistía es justamente un “decreto de olvido”, luego, un acto de impunidad y un sacrificio de las víctimas en nombre de la paz. Esta extraña especulación antropologizante de lo sacrificial de la víctima olvida, sin embargo, el elemento histórico. Digámoslo de forma resumida: la preocupación por el problema del daño en justicia es sobre todo el efecto de largas luchas contra expresiones de poder en el seno de la justicia y, muchas veces, contra la justicia como expresión de esos poderes particulares.
De las luchas de los “damnificados” de los accidentes de trenes y laborales en la Europa del siglo XIX, a las luchas contra las leyes de perdón y olvido de finales del siglo XX, una preocupación por la víctima como sujeto exclusivo de la reivindicación por el daño comienza a emerger.
Todo el problema de la definición de los crímenes contra la humanidad pasa por esta cuestión del daño, el peor de todos, el daño “fratricida” como lo sugiere Derrida. No hay soberanía que pueda ser reivindicada en la destrucción de un pueblo, sino la destrucción misma como destrucción, por lo que significa y pesa para esta comunidad de hermanos que somos todos los humanos.
Los que hoy reconocemos como derechos de las víctimas es el producto, sin dudas, de una victoria política extraña. Hablamos de victoria puesto que, en efecto, la emergencia del discurso de los derechos de las víctimas no puede entenderse sin las luchas contra la impunidad durante las sanguinarias dictaduras del cono sur y Centroamérica, pero también contra el Apartheid, los gobiernos autoritarios del este europeo y las luchas por los derechos civiles en la Europa occidental y los EEUU.
No son los académicos sino estas luchas contra la impunidad las que dieron lugar a las reivindicaciones condensadas en esa suerte de “resumen” que fueron los informes Joinet y Orentlicher de 1996 y 2004 respectivamente ante la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Es, de otra parte, la lucha contra la impunidad la que llena de contenido del derecho hoy llamados “transicional”.
El informe Joinet de 1996 revela, además, un vínculo filial que la historia quiso que, con el tiempo, fuera reelaborado bajo la forma lógica de la contradicción. Es la relación entre las luchas por la amnistía y las luchas por la verdad contra la impunidad. La distancia que va de unas y otras es de menos de una década; los protagonistas, son casi los mismos.
El rastro específicamente colombiano de esta extraña victoria viene de las luchas contra ese potente generador de nuestras violencias contemporáneas que fue el “Estatuto de seguridad” de Turbay (y sus sucesivos émulos). En general, este modelo de la excepción penal, de la justicia sumarial, administrativa, de la policía militarizada, eventualmente paramilitarizada, empuja sin dudas al escenario de la justicia aquellos que, víctimas de torturas y de persecución judicial una vez, serían posteriormente víctimas de desaparición, desplazamiento y de exterminio.
De unos a otros de estos crímenes masivos cometidos por agentes del Estado, un estrecho vínculo filial une la lucha por la amnistía (como reivindicación contra la militarización de la justicia) y la lucha por la verdad (como reivindicación contra las impunidades oficiales y el auto-perdón).
Dijimos que los derechos de las víctimas, hoy, son una victoria extraña. Es el momento de explicar el lado bizarro de dicha historia. La oscuridad sobre ese origen común viene justamente de la “institucionalización” de la amnistía como auto-perdón a través de esas leyes tipo “punto final”, “obediencia debida”, etc., o también la vía muy colombiana de la “preclusión”. Hoy, de las victorias contra la impunidad de las autoamnistías beben muchas víctimas por largos años ignoradas, perseguidas, amenazadas o revictimizadas.
Gracias a esas luchas, los dispositivos paternalistas pueden ser enfrentados desde adentro y desde afuera desde la reivindicación judicial, pero también desde los esfuerzos por inventar nuevas formas de justicia. Sin embargo, es una victoria bizarra pues no tiene vencedores: nadie gana cuando sacamos a la luz la clase de violencias que se pasaron tanto tiempo por alto y que construyeron los cotidianos y las comodidades a la cuales hoy difícilmente queremos renunciar.
Igualmente, todos pierden cuando confundimos la infamia de los silencios oficiales decretados “en nombre de la nación” con los procesos de amnistías a antiguos insurgentes en proceso de reincorporación. Las amnistías administrativas de 2016 no son las montañas de preclusiones que pueblan las investigaciones contra agentes del Estado.
Lo que no parece querer aceptar la Sala de Amnistías de la JEP es que, mientras unas ven en la verdad una posibilidad de reconciliación con reincorporación, las otras van en beneficio del status logrado por la sistematicidad de los crímenes. Las amnistías son amigas de la verdad en el reconocimiento, las preclusiones son enemigas de toda reconciliación.
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