Lucas Restrepo-Orrego
Investigador, docente y abogado
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Impresiones respecto de algunas formas de entender la (casi) ruptura de los diálogos entre el gobierno colombiano y el grupo ELN
Queridos amigos,
Les escribo esta carta, no para excusarme por mi ausencia en los últimos números de El Quinto (aunque la explicación queda pendiente) sino para aclarar, por solicitud de ustedes, algunos puntos respecto de una publicación ligera que hice en alguna de mis redes sociales. Venga pues la aclaración.
Creo necesario empezar diciendo que, a veces, las sociedades no pueden evitar el trágico tránsito de la guerra. Otras veces, la guerra intestina es tan definitivamente evitable como invisibles son las opciones que hay para evitarla.
Nuestras guerras civiles son guerras extrañas: insistentes pero escurridizas; generalizadas, pero estrictamente confinadas; supremamente violentas, pero generalmente aceptadas (cuando las víctimas son lo suficientemente anónimas o alejadas); rodeadas de todas las acusaciones y desprecios, pero gran recicladora de viejos y jóvenes veteranos. Y, por supuesto, sujetas a todas las manipulaciones y usos. Tan así, que preferimos llamarlas con unos pudorosos nombres del tipo “guerras inciviles”, “conflicto” o incluso “violencia generalizada” etc.
Colombia, es el país de los profesionales, de las instituciones y de los modelos de la paz. No obstante, la guerra civil insiste: ¿somos acaso “un país de hijueputas”, como me dijo un gran amigo que trabajó en la Comisión de la Verdad? ¿estamos en “estado de naturaleza”?
Mis estudiantes de introducción al derecho lo cuestionaron de manera brillante: ¡qué error haberlo llamado “naturaleza”! Qué error habernos creído el cuento de las ausencias: de paz, de cultura, del Estado. Los estudios “territoriales” son preciosos a la hora de cuestionar la idea de la “ausencia” pues si algo caracteriza a “las violencias” recientes es su lógica organizada, su tendencia acumulativa, su “institucionalización” cristalizada alrededor de territorios y de economías de extracción. La lección, sin embargo, no la hemos sabido aprovechar. O no queremos, quién sabe…
En esas condiciones, cabe pensar que los diálogos con el ELN están heridos de muerte, si me excusan el empleo de esta expresión mediática. Y lo digo así porque la vía dialogada de solución de conflictos siempre será una vía. Valdría simplemente preguntarse: ¿qué queremos resolver cuando resolvemos un “conflicto”? ¿cuál es el conflicto, más allá del ruido de los guerreristas y de sus imágenes aleccionadoras?
Dije, en el post atrás mencionado, que, cuando hay crisis, cuatro formas de hablar de la guerra civil saltan presurosas a la palestra (por oportunismo, por desesperación, quién sabe). De estas opiniones hay que deshacerse si queremos pensar la guerra civil.
Una es la que se aferra a la “guerra contra el terrorismo”, como si las sociedades fueran organismos biológicos unitarios que se enferman gravemente y sobre los cuales sólo cabe la extirpación, la mutilación. Esta guerra contra el otro es una bobería que lleva consigo, sin embargo, una lógica terrible de automutilación, pese a que, si algo queda claro, es que jamás ha quedado claro ese topos del “terrorismo”.
Una segunda bobería parte de una base necesaria: la crítica a todo vestigio de resentimiento en la teoría marxista de la revolución. Sin embargo, renuncia al gesto crítico y se queda con consignas vacías del tipo “la culpa es de Marx y sus hijos fascistas”. Hoy esos “neos” creen decir algo nuevo reivindicando abstracciones inofensivas del tipo “la tierra” o los “espíritus” contra el espantapájaros de la “guerra de clases”. Yo no veo más que una copia pobre de romanticismo reaccionario, pero sin poesía. Yo no veo un gesto crítico.
La tercera bobería, ausente de mis opiniones en redes, es igualmente peligrosa: la nostálgica. De sus gestos, se sirven los reaccionarios de uno u otro bando para autovalidar sus afirmaciones. El problema es que el nostálgico es el “espantapájaros” perfecto. De hecho, yo prefiero llamarlo “zombi”, pues su lugar no es sólo la retórica. Bien lo supo mostrar George Romero: un zombi no es aquel que tiene motricidad post mortem y un apetito voraz por la carne humana. Al contrario, el zombi es aquel cuya muerte califica su motricidad y sus apetitos. El zombi es un ser “ventral”: se afirma en la necesidad y en la satisfacción de deseos inmediatos, como el niño que sufre de su dependencia a la pantalla del celular. El zombi siempre nos dirá: mientras haya hambre, habrá guerra, la violencia es la justicia del pobre, etc.
Su discurso empeora con la crisis del proceso transicional actual: ¿qué nostálgico no se sentirá con la autoridad suficiente para reivindicar la guerra foquista en nombre de lo que ya es llamado como “traición” refiriéndose a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), al ilegible informe de la Comisión de la Verdad o al pobre avance de las obligaciones del Estado frente al Acuerdo de Paz? Vale también decir que el nostálgico sabrá encontrar la justificación de su belicismo en un paquete de doritos. El nostálgico jamás podrá entender el contenido radicalmente trágico e injustificado de la guerra.
La cuarta opción es la que ha sido tradicionalmente calificada como “bobería” de estrato seis, como me dijo recientemente un amigo. Opción impopular, difícil, lenta, intempestiva, y, sin embargo, la que suele ser practicada por quienes resisten a los guerreristas de todos los bandos: el pensamiento.
“Pensar”, aquí, quiere decir hacer consciente lo que es claro para el inconsciente colectivo: la guerra aparece siempre que la gente pierde la posibilidad de organizarse para transformar sus propios conflictos. Nuestra guerra es obra de la desmesura más que de la ausencia. No hay pues “paz” definitiva sino reorganización de la confrontación. Y en esta reorganización, el debilitamiento de los poderes acumulados, excesivos, desmesurados, es un paso fundamental.
Los contrastes entre el minimalismo gubernamental (conjurar la violencia) y el maximalismo insurgente (hacer del Acuerdo el contrato social de la paz definitiva) serán siempre complementarios en este juego mortífero de autonegación del conflicto.
¿Podremos esperar algo mejor de las partes (Estado y ELN) que tienen instalada una mesa de diálogo a la que ninguno de los dos asiste?
Cierro esta carta expresándoles todo mi cariño y admiración.
Atentamente:
Lucas
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