Javier Serrano
Autor de La Casa
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I
La decepción de mi papá y mi mamá cuando me vieron a plena luz fue espantosa. Si bien yo traía todo en orden, tenía mi colgandejo y no era la Carmen Clemencia que anhelaban, y a la que debo mi existencia milagrosa, engendrado como el duodécimo hijo de un señor de casi sesenta años. La artífice principal debe haber sido esa campesina joven, que se casó con él porque, aunque viudo, pobre y con hijos, siempre le habían gustado los viejos y estaba segura de llegar a amarlo más que con esa especie de respeto que entonces le tenía.
Recién frotado por la partera con un trapo humedecido, mi papá, incrédulo, salió conmigo al patio ese mediodía lleno de luz que me cegaba. Me contempló por un momento y regresamos al aposento. Mi mamá había creído que moría durante ese parto, su tercero y último. Hay desilusiones que pueden llevarnos a la muerte.
De todos modos, no había por qué, ni con qué, cambiar de ajuar para el retoño. Tuve que estrenar las camisitas y bombachos rosados que se habían dispuesto para la nena. Los saquitos que mi mamá había tejido, el juego de camisita y mitones, regalo de la tía Yayo, quien por anticipado había decidido adoptar a la niña y el camisón cosido por mi madrina preseleccionada, la de los caballos, y sus dos hijas adoptivas. Las prendas en las que ya no cabían mis hermanos, en especial Jorge, grande, gordo y rozagante, me permitieron alguna forma de identificación con mi sexo. Empezaba así a cumplir con una parte del destino de los hermanos menores: vestirse con ropa de los mayores. El resto vendría con el tiempo: defenderse de los mayores y competir con sus amigos.
La sorpresa, y la decepción, traían consigo la urgencia de escoger un nombre nuevo; y nombrar para toda la vida a quien aparece sin ser esperado y en reemplazo de alguien a quien se anhela es tarea ardua. Las opciones se exploraron por los homónimos. Hacerle tributo al jurisconsulto adinerado que había convertido en viuda rica y joven a la tía de las almohadas olorosas a betíver, me asociaba con el personaje pero también con su unión infértil por razones sin esclarecer, pese al viaje nupcial por el Magdalena observando en el ocaso los caimanes que copulaban entre bostezos en las playas. Junto con Francisco, aludía al navarro generoso que entregó su vida a la evangelización de la India y sucumbió a la diarrea en Goa, en olor de santidad y con el brazo derecho encalambrado de alzarlo sin parar sobre las cabezas bautismales de paganos sin número. Más aún, me ataba al caudillo inigualable que arrancó a la católica España de las garras del comunismo. Mi mamá dijo que al pobre muchachito le dirían simplemente Pacho. A mi papá le bastó un instante para decidir que mi nombre significaría “casa nueva”, según alguna revista de variedades.
Es posible que todos estos devaneos estén en la raíz de mi frecuente sensación de que mi nombre no me pertenece, ni me explica, ni me retrata. Puede estar también tras el hecho de que mis amigos y hasta algunas mujeres cercanas tiendan a suprimir el nombre y emplear el apellido, lo que me ha convertido en un perpetuo escolar.
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