
Edgar Torres
Profesor de filosofía. Narrador
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El tatarabuelo Sacramento había nacido a mediados del siglo XIX en Togüí. Era un hombre de buena talla; sobresaliente por robusto y musculoso; de voz sonora y amistosa. Combinando sus cualidades de buen conversador y hombre honrado, alternó su oficio de arriero con la de comerciante y acumuló una enorme fortuna cuyo destino completo se perdió en los recintos de la desmemoria. Esas artes de la conversación eran apreciadas en todas partes, mientras que su honradez aplicaba en los negocios, pero no en las artes del amor. En ese ámbito, se llenaba de palabras y buenas razones para prendar mujeres acá y allá sin cuidarse de fidelidad en los afectos brindados y exigidos. Por supuesto que esto no era particular de su carácter. Era la condición de los hombres guapos y machos de su tiempo. Es imposible reconocer cuántos y quienes fueron sus hijos, hasta que se topó en un pueblo llamado La Aguada, con una mujer más joven que él, muy bien chapada a la santandereana.
El nombre de ella era Nicanora. Se sabe que cuando Sacramento le hizo los primeros lances de amor, en el amplio corredor del hostal donde pernoctaba el día de mercado, sentados los dos al vaivén de una hamaca de cordeles, ella metió su mano al seno y sacó un revólver treinta y ocho especial, de cañón corto pavonado, lo posó en sus rodillas y con el mismo pie detuvo el bamboleo del asiento. Volteó su torso hacia el hombre y lo miró a los ojos. – Sacramento, dijo la mujer, desde ya tenga muy claro que yo no soy una cualquiera. Ningún hombre va a jugar conmigo. Si Usted me toca por una sola vez, será para siempre. Seré suya y usted será mi hombre.
Los sentimientos, el balance de renuncias y las ganancias invadieron fugazmente la cabeza del togüiseño. No respondió con muchas palabras, pero rió con alegría.
– Entonces, ¿qué vamos a hacer?
– Prepáreme un caballo de montar y me voy en su compañía por donde Usted vaya. Yo escojo entre sus propiedades, cuál será la mía. El lugar para gritar y bramar de gusto con su cuerpo haciéndome los hijos. Ese debe ser el sitio para esperarlo de regreso en cada viaje de negocios; para criar y ver crecer nuestras criaturas. Prepáreme un caballo que me voy con Usted, pero no me toque si no está dispuesto a respetarme. Por muy hombre que sea. Como que me llamo Nicanora. Mire a ver.
No siguieron muchas expresiones de amor, sino más bien una negociación de valores encarnados entre los cuerpos y fortunas de una mujer y un hombre que pusieron en claro los límites y compromisos que nadie más podía pensar a finales del mil ochocientos. No pusieron de presente legislación alguna, porque lo importante era el precio de las dos libertades en juego.
En vez de boda formal hubo paseo y diversión de recién casados. Visitaron pueblos y ciudades de negocios, unas menos grandes que otras, todas llenas de luz, risas y monedas de a cuartillo y reales. Ella no estaba interesada en ubicaciones, nombres ni fuentes de riqueza; sólo quería saber en dónde se sentía más a gusto.
Dieron la vuelta por Santander, Boyacá y localidades del antiguo Estado Soberano de Cundinamarca hasta que, de regreso por Vélez a Santana, llegaron a una propiedad hermosa, nombrada El Tablón, muy cultivada y dotada de establos con una piscina para remojar vacas, toros y terneros, a fin de limpiarles los parásitos del cuero. En las proximidades estaban las amplísimas caballerizas con pastos de ración y piedras adecuadas para que las bestias lamieran sal y melote. Además, había un trapiche de obraje donde se producía azúcar, miel y algo de panela para endulzar el café de la mañana. Una vez en la casa de amplias alcobas y huertos cercanos que aseguraban la alimentación de los ocupantes, Nicanora le expresó su conclusión a Sacramento.
– Esta será mi casa, hombre.
– Nuestra casa, -respondió él. Aquí nacerán y crecerán nuestros hijos.
Doscientos años después, los hijos de los hijos, de esos hijos, que aún guardaban la memoria de las conversaciones y decisiones de los viejos las oían cada vez más desdibujadas. Se impuso el nuevo tiempo con profesiones, obligaciones, alegrías, disparates y amores que nunca pasaron por la previsión de los antiguos. Las incertidumbres, las casas, las alegrías y toda la vida del pasado fueron tomando un peso insoportable. Los nuevos decidieron vender la propiedad, mientras Sacramento y Nicanora se deslizaban a su migración definitiva.
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