Javier Serrano Ruiz
Licenciado en Filosofía y letras. Magister en lingüística
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Según parece, había una relación estrecha entre la disciplina y sus orejas. Alguna vez, por inquieto, el peluquero estuvo a punto de dejarlo gocho. Durante la preparación para la primera comunión, el padre Rojas lo agarró por las orejas y lo alzó, delante de todos. Por fortuna era por entonces un costal de huesos. El grupo de niños, aterrorizados, entre ellos su hermano, le vieron pender por un momento de las manotas del cura, grande, macizo, de rostro rubicundo y pelo rubio de cepillo. Fue su primer ascenso a los altares. Años después, oyó que, ya viejo, abandonó el sacerdocio por la secretaria de su despacho parroquial.
Después del episodio, por solicitud de su papá, doña Manuelita, bogotana advenediza, regordeta, de piel rosácea, bucles plateados y viuda de militar, se encargó de instruir a los dos hermanos en los misterios de la religión. La asistencia diaria a misa y su pertenencia a la congregación mariana, la de madres y esposas católicas y la de adoradoras del santísimo sacramento daban fe de su dedicación a las cosas del espíritu. En el patio de su casa, entre matas, flores y cagadas de palomas, había una gruta con una virgen de yeso. Un aposento de penumbra con ventana a la calle y techo altísimo se convirtió en el aula donde, al anochecer, compartían su curiosidad y sus temores. Doña Manuelita era experta en pecados, castigos y oraciones.
La primera parte de la instrucción era audiovisual, en una cátedra de azufre y humo. Las imágenes las ponía la vieja y los sonidos estaban en la imaginación boquiabierta de los próximos comulgantes. El arsenal didáctico era una especie de enciclopedia de torturas, llena de grabados humeantes, plagados de diablos desnudos con tenedores y rabo terminado en anzuelo.
Por incomprensible que fuera, los diablos torturaban a sus amigos, los pecadores. A cada pecado capital correspondía un castigo especializado. Los golosos pendían de ganchos de carnicería, mientras los diablos volcaban en su boca ollas hirvientes y los forzaban a tragar con la ayuda de tenedores humeantes. Los cultores de los pecados de la carne lanzaban alaridos, desde tinas que burbujeaban de aceite hirviendo hasta su cuello. Por encima de todo, entre nubes, Dios y los ángeles, que los habían lanzado al suplicio, miraban a otro lado.
Años después, en otros eventos de formación piadosa, colegas del padre Rojas complementarían las sesiones con la señora virtuosa. Si el fuego creado por Dios para el bien del hombre era capaz de causar tanto daño y dolor, ¡cuánto más terrible sería el fuego que había sido capaz de imaginar el mismo ser tan bondadoso para el castigo de los pecadores!
Pero no sólo era el suplicio, sino su duración. Si todos los astros del universo fueran de bronce y una hormiga caminara alrededor de cada uno por su diámetro, y si de tanto girar abriera surco y lo ahondara hasta partir cada astro en dos, cuando el animalito terminara de dividir el último cuerpo celeste aún no habría transcurrido el primer segundo de la terrible eternidad de los condenados. Tales eran las dimensiones y las consecuencias del pecado.
Pero había más. El suplicio era aún peor, porque los desgraciados serían conscientes de que todo podía haber sido distinto y, para colmo de males, estarían alejados de la vista del creador, cuyo rostro todavía querrían contemplar.
Todo se debía a las propias decisiones. Como ejemplo servía la historia de aquel joven casto que en un momento de debilidad se dejó convencer de un mal amigo y aceptó ir donde las putas. Dios, en su infinita bondad, le evitó el pecado con tan mala suerte para el débil, que lo fulminó con un ataque cardíaco en la misma puerta del prostíbulo. Pero no alcanzó a salvarlo. Como en su corazón ya había aceptado pecar, cayó en el suplicio eterno, donde aún padece metido hasta el cuello en su tina propia. Cuando la hormiga haya partido en dos el último planeta, el pobre muchacho seducido por la carne no habrá ni siquiera terminado de lanzar su primer alarido.
Si el joven ansioso que murió ante el prostíbulo no hubiera contado con la misericordia divina, se habría revolcado con la mujer equivocada y, de haber confesado su falta, podría estar en el mundo de los bienaventurados. Sus compañeros de farra no serían las putas sino un montón de ángeles con bucles como los de doña Manuela, pordioseros felices, leprosos y otros llagados como Lázaro, el de las dos muertes, y San Roque, el de la llaga eterna y el perro que se la lamía. Todos gozando de la mirada divina en esa fiesta llena de música sacra, mientras la hormiguita caminaba y caminaba partiendo cuerpos celestes sin descansar. Cuando terminara con el último, no habría acabado aún el comienzo de la dicha. Más tarde aún, supo que un escritor irlandés, muy lejos y muchos años antes, había recibido la misma invitación a salvar su alma.
La hora con doña Manuela terminaba con las oraciones de antes de comulgar y para dar gracias después de haberlo hecho, por la dicha de estar siempre bajo los ojos de Dios y preparados para la fiesta de los purulentos, que no acababa nunca. Luego aprendería a comulgar sin morder la sagrada forma, para que no se le quedara un trozo del cuerpo de Cristo entre las muelas y, de pronto, saliera luego colgado del cepillo y se fuera por el hueco del lavamanos a quién sabe dónde, pero que de todos modos era un sacrilegio.
Finalmente llegó el día más feliz de su vida. En la foto aparece con su hermano, la cabeza rapada y el capul como una brocha, a 30 grados de calor, vestido con el flux de paño azul que hubo de sobrellevar casi hasta la adolescencia, medio asfixiado por el corbatín, el brazo ceñido por una cinta terminada en hilos dorados y con una custodia radiante estampada en la mitad. En la mano izquierda un cirio sin llama, y los ojos clavados en el librito abierto en la otra mano, el de las oraciones para arrepentirse antes de comulgar, para prepararse a comulgar y para dar gracias después de haber comulgado. La foto fue tomada después del desayuno, al regresar de la iglesia. No iba a empezar su vida de pecador con el sacrilegio de comulgar antes de que transcurrieran tres horas después de la última comida sólida y una desde la última líquida.
El día anterior fue tenso. Por la mañana, ir donde el peluquero del atentado contra su oreja; a la ciudad cercana, con la tía agraciada, a comprar los zapatos de estrenar, negros y grandes para que se adaptaran al crecer.
La confesión, al final de la tarde, evitaría que recayera en el pecado antes de la misa mañanera. Por supuesto, había que tener pecados, y él los tenía. Quien no es pecador no puede hacer la primera comunión, porque no puede hacer la primera confesión. Hacer la primera comunión es reconocer en público que ya no se es inocente; hasta ese día, se tiene el alma limpia. Es ingresar por la puerta grande al mundo de los adultos y los pecadores, todo al mismo tiempo.
De rodillas ante el párroco, reconoció sus más negros pecados: haber empezado a apropiarse y sentir cierto placer de su cuerpo, solo y desde un momento que no recordaba; haber gozado y recordar el sabor y el olor de Marieta Donoso al mediodía; haberse subido al lavadero de la casa de la abuela para verle a sus tías, bajo la regadera, lo que ya les había entrevisto en la penumbra a través de la puerta medio desvencijada del excusado; haberse defendido de palabra y obra de sus hermanos y mentido a veces para evitar los azotes de su mamá con la vara de cañaguate. Eso era lo implícito cuando se acusó pudoroso de haber tenido malos pensamientos, haber pecado contra la pureza, haber dicho mentiras y sido desobediente, no sé, padre, cuántas veces.
¡Ciento ocho regalos, recibieron con su hermano! Nunca olvidó el caballo de su madrina y la sillita plegable de lona a rayas, igual para cada uno. Esa tarde las estrenó, con Marieta a su lado, engullendo ponqué con gaseosa. Su visita y los regalos fueron lo mejor.
Con el paso del tiempo entendió que su vida podría resumirse en los cinco años que necesitó para convertirse en pecador, los dieciocho durante los cuales pecó y los invertidos desde entonces en recuperar la inocencia de su piel y sus miembros, todos, en descubrir que ninguna mujer huele ni sabe a Marieta Donoso al mediodía, ni tiene los vellitos de los brazos y la voz de Marieta rozando sus codos junto a él en el colegio de la hermana Teresa, o en la silla plegable del día más feliz de mi vida, que cada una huele diferente según su alma, la hora y el rincón en que se husmee, y que la textura de su piel también es siempre irrepetible.
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