
Javier Serrano Ruiz
Licenciado en Filosofía y letras. Magister en lingüística
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En la infancia, era el día de comer dulces y huevo entero, invitado por su tía regalona. Desde que estuvo en condición de decidir, pretendió que su cumpleaños pasara desapercibido. No siempre lo logró. Esta vez hubiera sido, a no ser por el crespón que lo hizo inolvidable.
Entrado ya en la vejentud, solía sortear con una sonrisa tímida el escozor que le causaba lo que, con cierta ironía, llamaba la apoteosis de afectos. Al final del día enviaba un mensaje colectivo, en el que agradecía los saludos y buenos deseos recibidos, en muchos casos también genéricos, recuerdo de más vivas cercanías.
El tiempo y las distancias, habían hecho esporádicos los contactos con sus amigos. El WhatsApp facilitaba graduar la frecuencia, expresar sin excesos los cariños y capotear los desacuerdos, algunas rencillas y ofensas sin sanar.
Desde que empezó a notar la inestabilidad de su marcha, se esforzaba en caminar erguido sobre la línea de baldosas de la acera. No obstante, la hilera persistía en desviar sus pasos.
Un día cualquiera aceptó que poco a poco volvía a ser niño. En casa cada vez eran más frecuentes las visitas fugaces para confirmar que seguía ahí, que estaba bien; era notable el descrédito de su derecho a la privacidad. En público, la más inocente señal de que su sexualidad estaba viva era mal vista, lindaba con la depravación, aun para sus coetáneos. Las malas noticias le llegaban en cómodas dosis, según la prescripción de los demás.
Al final de alguna siesta recordó haber soñado con un amigo entrañable de juventud y aventuras. Había perdido su número de contacto. Con ayuda de sus gafas y las redes sociales, que le habían caído encima sin advertencia y que se esforzaba en manejar, lo encontró irreconocible.
-¿Quién escribe? –leyó a vuelta de whatsapp. No respondió.
Otros conocidos reaparecieron llenos de chistes flojos y opiniones despreciables, como si el alma les hubiera involucionado. No discutió, pero no quiso compartir.
Cada vez con mayor frecuencia encontró el crespón fúnebre que, en lugar de la foto habitual, suele anunciar que el interlocutor ya no está disponible. Descubrió que desde hacía tiempo su mundo de relaciones antiguas había empezado a reducirse sin que lo notara. Tenía la sensación de que el tiempo andaba más rápido que su vida, que su sombra se le adelantaba.
Una noche, mientras se enteraba de las noticias del día, sentado al escritorio, con el único vaso de vino ahora permitido y un fondo de música que pocas personas aceptaban compartir, decidió recuperar contactos. En su teléfono repasaba los números telefónicos, paladeaba caras y nostalgias. Optó, en primer lugar, por hacer y mantener actualizado un grupo con aquellos de quienes se había convertido en huérfano. Después vendrían los contactos por retomar.
El vino fue insuficiente para la euforia extraña que le invadía. Se levantó por otro vaso y regresó a la silla. Se dijo que su memoria era más de emociones; los hechos parecían ficticios, expresión de deseos insatisfechos, victorias que bien podrían ser derrotas no aceptadas. Poco a poco fue entrando en la niebla, y las manos le pesaban sobre el teclado, ya no las veía, mientras agregaba a la lista un nombre más, el suyo.
Quien lo encontró a media mañana, todavía sentado frente al computador, vio el lazo sobre su contacto en la pantalla.
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