Crédito Imagen: @NicholasCoghlan
Comunicador Social, promotor DDHH
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“Los sueños traen a los muertos de vuelta. En el inconsciente, nada cambia, decía Freud. En el Hades, las almas están condenadas a la repetición. Lo que es verdad para la psique individual, lo es para el alma colectiva”, escribe James Hillman en Un terrible amor a la guerra.
En el territorio colectivo de Cacarica, en la EcoAldea de Paz de Nueva Esperanza, situada al noroccidente de Colombia, esa alma colectiva estuvo reunida durante tres días, entre el 22 y 25 de marzo de marzo, en el Festival de las Memorias. Quienes participaron, reconocieron esa psique de la que habla Hillman.
A partir de ese reconocimiento, las personas reunidas afrontan una tarea enorme: modificar una cultura que vincula a todos los individuos a la violencia, como si fuera un sello impregnado en el ADN de la región noroccidental de Colombia, un ADN imposible de cambiar.
Desde 1998, hasta hoy, las comunidades negras del río Cacarica, en el departamento de Chocó, conmemoran el desplazamiento forzoso de más de 3.800 de sus habitantes por las operaciones Génesis y Cacarica, desarrolladas desde entre el 24 de febrero y el mes de junio de 1997 por parte de la Brigada 17 del Ejército y los paramilitares del Bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia.
En esa actividad criminal conjunta, fue asesinado y desmembrado el líder afrodescendiente Marino López, saqueados 23 caseríos y amenazada toda la población, a la que esos asesinos obligaron a abandonar su territorio. Su pretexto fue que estaban era expulsando a la guerrilla de las FARC, a los delincuentes que los atacaban.
Mera simulación, claramente. No por casualidad, semanas antes de esa oleada de crimen y terror, se anunció el gran proyecto del Canal Atrato-Truandó, que debería competir con el de Panamá.
Las personas desplazadas de Cacarica encontraron refugio en el país vecino Panamá y en el municipio de Turbo, en uno de sus corregimientos: Bocas de Atrato. Mediante un proceso democrático participativo y deliberativo, construyeron un proyecto de vida para regresar a su territorio, que todavía se encontraba en medio de las violencias armadas de las fuerzas regulares y las AUC contra las FARC.
Quienes participaron del proceso, establecieron, en 1999, medidas de autoprotección, crearon formas de economía solidaria, acordaron unos principios organizativos para la ética de la vida hacia paz y se llamaron a sí mismas Comunidades Autodeterminación, Vida, Dignidad de Cacarica, CAVIDA.
Veintisiete años después de esas operaciones armadas, que podrían tipificarse como crímenes de guerra y de lesa humanidad, se ha develado un patrón en los asesinatos y desaparición de más de mil personas afrocolombianas, indígenas y mestizas, asesinadas en el bajo Atrato. Entre ellas, las víctimas de Cacarica.
Todas esas muertes y desapariciones están en impunidad, tanto como la deforestación, la desertización de ciénagas, los avances mineros a gran escala, los agronegocios ilegales, como la cocaína; la ganadería extensiva y la industria bananera y, por supuesto los desplazamientos forzosos.
En el territorio colectivo de Cacarica, en la EcoAldea de Paz de Nueva Esperanza, situada al noroccidente de Colombia, esa alma colectiva estuvo reunida durante tres días, entre el 22 y 25 de marzo de marzo, en el Festival de las Memorias. Quienes participaron, reconocieron esa psique de la que habla Hillman.
A partir de ese reconocimiento, las personas reunidas afrontan una tarea enorme: modificar una cultura que vincula a todos los individuos a la violencia, como si fuera un sello impregnado en el ADN de la región noroccidental de Colombia, un ADN imposible de cambiar.
Desde 1998, hasta hoy, las comunidades negras del río Cacarica, en el departamento de Chocó, conmemoran el desplazamiento forzoso de más de 3.800 de sus habitantes por las operaciones Génesis y Cacarica, desarrolladas desde entre el 24 de febrero y el mes de junio de 1997 por parte de la Brigada 17 del Ejército y los paramilitares del Bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia.
En esa actividad criminal conjunta, fue asesinado y desmembrado el líder afrodescendiente Marino López, saqueados 23 caseríos y amenazada toda la población, a la que esos asesinos obligaron a abandonar su territorio. Su pretexto fue que estaban era expulsando a la guerrilla de las FARC, a los delincuentes que los atacaban.
Mera simulación, claramente. No por casualidad, semanas antes de esa oleada de crimen y terror, se anunció el gran proyecto del Canal Atrato-Truandó, que debería competir con el de Panamá.
Las personas desplazadas de Cacarica encontraron refugio en el país vecino Panamá y en el municipio de Turbo, en uno de sus corregimientos: Bocas de Atrato. Mediante un proceso democrático participativo y deliberativo, construyeron un proyecto de vida para regresar a su territorio, que todavía se encontraba en medio de las violencias armadas de las fuerzas regulares y las AUC contra las FARC.
Quienes participaron del proceso, establecieron, en 1999, medidas de autoprotección, crearon formas de economía solidaria, acordaron unos principios organizativos para la ética de la vida hacia paz y se llamaron a sí mismas Comunidades Autodeterminación, Vida, Dignidad de Cacarica, CAVIDA.
Veintisiete años después de esas operaciones armadas, que podrían tipificarse como crímenes de guerra y de lesa humanidad, se ha develado un patrón en los asesinatos y desaparición de más de mil personas afrocolombianas, indígenas y mestizas, asesinadas en el bajo Atrato. Entre ellas, las víctimas de Cacarica.
Todas esas muertes y desapariciones están en impunidad, tanto como la deforestación, la desertización de ciénagas, los avances mineros a gran escala, los agronegocios ilegales, como la cocaína; la ganadería extensiva y la industria bananera y, por supuesto los desplazamientos forzosos.
Las comunidades asumen la importancia de dialogar con todos los grupos armados irregulares. Saben que es necesario ayudar a cambiar las mentalidades de militares y policías, las del propio aparato de justicia, las del sector empresarial, creador y financiador de esas estructuras criminales, y, por supuesto, la de los violentos irregulares.
Creen en la verdad como reconocimiento de lo ocurrido y de las responsabilidades que a cada quien le correspondan. Saben que saldrán a la luz muchas realidades duras de aceptar.
Igualmente, las comunidades reunidas en la EcoAldea de Paz de Nueva Esperanza piden que se les permita participar en el Acuerdo Nacional o en la Constituyente Popular. Saben que cualquier exclusión premeditada, alimentará nuevas violencias.
En la reunión se valoró que las comunidades de Cacarica siguen aprendiendo de sus vidas, de sus muchas alegrías, de sus hondas tragedias, de sus victimarios.
En el diálogo con excombatientes, estas personas comprendieron las diferencias y las contradicciones que hay entre ellas y concluyeron que hoy es el tiempo del cese de todas las violencias armadas. Ya saben, porque lo están sufriendo en carne propia, que las paces parciales, la paz que se firma con un grupo armado y sin los otros, es un error y que, al final, las comunidades pagarán los platos rotos, pondrán los muertos y el dolor. Una conclusión definitiva: la paz debe ser inclusión.
En el reciente Festival de Memorias del que hemos hablado, más de 50 experiencias de las comunidades, provenientes de diez regiones de Colombia, construyeron las bases y las perspectivas de lo que será un movimiento social por la paz. Se consideró que las causas y motivaciones de los violentos deben abordarse en los espacios de diálogo con los grupos armados irregulares, pero que será la sociedad organizada la que construya una paz sin exclusiones y sin promesas incumplidas, que solo perpetuarían las violencias y las exclusiones.
Las memorias de sus muertos y de sus personas desaparecidas se han convertido en fuente de creatividad. Construyendo y consolidando acuerdos para crear este movimiento social por la paz se les hacen fisuras a los modelos de la paz tradicional, a los arraigos inconscientes que hacen de la muerte violenta una necesidad para el modelo de economía al que solo le interesa el mercado, el enriquecimiento.
Esta vez, los muertos que acompañan a la gente de Cacarica en sus sueños están alimentando nuevos sentidos de vida en las comunidades, de una vida digna.
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