
Adriana Salazar
Psicóloga de la Liberación y Educadora Popular.
Activista política en Fuera del Lugar
•
Hoy, Soy Daniel Gerardo Rodríguez. Cuando le conté a mí tía, por teléfono, que el Gobierno de este país nos había otorgado la residencia permanente, me contestó con una frase que me lanzó al pasado: “Ya te llamo que me están timbrando.”
Esas fueron exactamente las últimas palabras que escuché de mi madre. Me las dijo mientras salía de la casa, apurada, rumbo al importante simposio en el que ella sería reconocida como la mejor docente del año.
Yo sólo tenía diez años, pero siempre entendí todo mejor, al menos mejor que mis dos hermanas menores María Claudia y Sara Lucía. Recuerdo a mamá ese último día. Corrió desde temprano por toda la casa, organizándola, limpiando aquí, brillando el piso allá, dejando la comida lista, de tal manera que alcanzara para los tres días que iba a estar fuera.
Mi papá, un completo cero a la izquierda, despertó, se hizo un café, y dijo que volvería en la noche a llevar a la mamá al terminal. En algún momento pasaron a recogernos y luego de ir al cine, mis hermanas y yo estábamos en casa de las tías cuando mamá nos llamó para despedirse.
Eso fue uno de los tantos días, entre 1984 y 1993, tiempo de mayor violencia narco en la historia de Colombia. Ella murió en uno de los más de 600 atentados perpetrados por Cartel de Medellín: bajo las órdenes directas de Pablo escobar, esa organización criminal cometió miles de asesinatos selectivos, puso bombas que destruyeron sitios públicos, instituciones oficiales, medios de comunicación y hasta un avión comercial en pleno vuelo. Mi mamá fue una de sus víctimas: salió a recoger su premio y nunca volvió.
Las tías se fueron a vivir a nuestra casa y mi papá, al cabo del tiempo, marchó y creo que nos olvidó.
Nunca nos faltó nada y mas allá del ya conocido acoso escolar por no tener mamá, nuestras vidas fueron lindas y mis tías hicieron un gran trabajo. Una a una, mientras crecíamos, las tías se iban independizando y ahora teníamos prim@s y otros tíos.
Cuando entré a la universidad y empecé a saber y aprendí a analizar lo que nos había pasado, me entró un agobiante deseo de salir corriendo de ese país. No podía seguir allí como si nada hubiese pasado. Me dieron ataques de pánico y sentía mucho miedo y dolor por dentro. Luego de uno de esos ataques tuve una conversación con mis hermanas. Sin saberlo, estábamos sufriendo y lidiando, más o menos de igual manera, con los mismos síntomas.
El proceso de llegar a Canadá fue difícil, pero no creo que se compare a lo que hemos tenido que vivir, en silencio, mis hermanas y yo.
Somos víctimas del narcotráfico, perdimos violentamente a nuestra madre, nos quedamos sin familia, tenemos dificultades para mantener nuestra salud mental.
Intentamos escapar de todo eso. Trabajamos duro para integrarnos a la vida del país que nos acoge. Nos damos cuenta de que, a los ojos de muchos, incluso paisanos, somos parte de un grupo de colombianos y colombianas al que “no se les puede nombrar Pablo Escobar, o Cartel de Medellín, o coca y Colombia, o ataques narcoterroristas, porque se emputan y se ponen sensibles”, como me dijo hace poco un colombiano que lucía una camiseta con le efigie de Escobar.
No pocas veces hemos tenido que callar o ser amables para responder que no por ser de donde somos, nos sentimos orgullosos de los asesinos que, posando de buenos criminales, han logrado infiltrar las más importantes instituciones del Estado colombiano.
Cada vez que asocian a Colombia con los asesinos o con el tráfico de droga, sabemos que estamos fuera del lugar, en el lugar equivocado. Son asociaciones que se hacen por ignorancia, es cierto, pero la vivimos como algo inapropiado, inoportuno, agresivo y ofensivo.
Lo más terrible no son esas preguntas y asociaciones que hacen entre nuestra nacionalidad y el crimen organizado.
Lo peor, lo más doloroso, son las protestas, protagonizadas por personas procedentes de Colombia, contra la prohibición de abrir bares y restaurantes, que enaltecen a Pablo Escobar. En esos sitios, como gancho publicitario, hace explícita apología a su vida y obra en decoraciones llenas de rostros, pistolas y símbolos que asumen como parte dizque de la “cultura narco-colombiana.” Buscando información para escribir este artículo, encontré que hay clubes de baile llamados Escobar en Toronto, Vancouver y Montreal, y establecimientos de comida llamados Escobar en Atlanta, Mumbai y Singapur. ¿Pueden creerlo?
También hay protestas de colombianos que no están de acuerdo con el enaltecimiento a los mafiosos, narcotraficantes y paramilitares.
Vi por televisión una de esas protestas: decenas de manifestantes se presentaron el día de la inauguración de un local comercial que llevaba el mismo nombre del famoso criminal. El propietario del negocio explicó que «Todo lo que realmente puedo decir es que Escobar es sólo un juego de palabras, que enfatiza ‘bar’ y la influencia latina». Argumentó que no estaban tratado de celebrar, de ninguna manera, los elementos negativos de las drogas. cárteles, violencia o asesinatos. “Realmente estamos aquí celebrando una atmósfera de bar de inspiración latinoamericana”, concluyó. Mejor dicho, casi tenemos que darles las gracias.
Ese día también descubrí que mis familiares y yo no somos las únicas personas que mostramos activamente el desacuerdo. Como lo dijo el cineasta quiteño David Bercovici-Artieda “…incluso el hijo de Escobar se cambió el nombre para borrar la vergüenza. Ya hemos recogido más de 1.600 firmas denunciando lo que llamamos «narco-turismo y narco-hospitalidad«.
Por nuestra parte ya hemos aceptado que el terror, el miedo y la violencia que él indujo, nos sacó corriendo de Colombia. Aquí, después de tantos años, aun nos sentimos fuera de lugar.
Para mantenerse al día con nuestras publicaciones directamente en su cuenta de WhatsApp, haga clic en el botón “SUSCRIBIRME”.
Deja una respuesta