Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
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Juan Madera Castro pellizca con su mano diestra, la piel de la siniestra. Tensiona la piel como en aquel juego de su infancia en Sincé, Sucre, en el que armaba una torre imaginaria de avispas con sus manos. Uno de los jugadores desbarataba el paraco y las avispas humanas corrían a picar al imprudente que las alborotaba. Tensiona su piel, entorna los ojos y sentencia con la sonrisa serena de quien ha chupado múltiples sabores y sinsabores: “Ya son 86 años vividos, toque, toque, de este material no vuelve a salir”.
Casi nonagenario, el autor de la música de “La pollera colorá” es un hombre moreno, alto, de espalda recta como su carácter; amante de las camisas guayaberas; de palabra verdadera como el gallero; empeñado en mantenerse vivo, pese a que hace dos meses la parca arremetió con poco tino y lo envió a una sala de cuidados intensivos en Cartagena. Sus once hijos y dieciocho nietos prendieron las alarmas y la clínica se convirtió durante esos espesos veintidós días, en un sitio de romería turnada para ellos.
Destino: Barrancabermeja
El primer sitio donde se escuchó el “Aaaayyy” de la Pollerá Colorá fue en un pueblo de Santander llamado Pimiental. Juan Madera lo interpretó con su clarinete porque nunca había pensado en un vocalista para su “pollera”: “esa tonalidad era muy alta para un cantante, era modalidad do mayor, pero como Wilson Choperena se le midió…”
Corría el año 1958. El maestro Madera decidió residenciarse en Barrancabermeja. Partió con Amparo Isabel Manjarrés, su esposa, e ingresó a la orquesta del también sinceano Pedro Salcedo. Los domingos eran días de rebusque musical y por ello don Juan trasegaba por bares y griles. Y allí, en el gril “Hawai” de Barrancabermeja, cuando despuntaba 1961, el músico Madera con ojos que parecían sonreír ante el contoneo de las mujeres bailadoras de porro, mapalé y fandango, se percató que no sólo la cadencia de aquellas caderas lo impactaba, era el intenso carmesí de sus faldas el que punzaba su inspiración.
Notó entonces que a la Orquesta de Pedro Salcedo le faltaba una cumbia. Y esa sería “La pollera colorá”. De inmediato comenzó a sacar los acordes de la canción que ha interpretado-tarareado desde Bart Simpson, Carlos Vives, La Billos Caracas, Joe Arroyo, Quinito Méndez,Charlie Zaa, la icónica cantante mexicana Yuri, pasando por muchísimas bandas papayeras, hasta la más reciente versión interpretada por la Orquesta Filarmónica Nacional en sus cuarenta años.
Comenzó Madera a componer la canción que estremeció los oídos de Juan Pablo II, e hizo decir a Mario Moreno “Cantinflas” en 1962: “lo que más me gusta de Colombia es la música, en especial La pollera colorá, me voy a llevar a México una docena de ejemplares”
Presencia del cantante y grabación
Durante casi un año La pollera colorá se interpretó como pieza instrumental, pero un día se presentó en casa del músico Madera, su compañero de orquesta y entonces amigo, Wilson Choperena quien le dijo: “Oye, Madera, toma unos versitos pa’ que se los pongas a tu pollera colorá”. El maestro Juan los recibió y luego de una gira, Pedro Salcedo planeó un viaje a Barranquilla a grabar cuatro números en la Casa disquera de Emilio Fortou. Todos los temas eran de autoría de Salcedo: los porros “Amparito”y Paulina Calvete y el mapalé El Arranque. Siempre humilde y respetuoso, don Juan acató la orden del director: “Grabamos los cuatro temas, pero hacía falta la cumbia. El maestro Pedro se puso a interpretar una de su autoría. Cuando terminó salió el técnico y le dijo: ¿por qué no me hace el favor de cambiar esa cumbia?, ésa no me gusta, maestro. Entonces yo que estaba detrás de él le dije. Maestro como cosa de Dios, maestro, vamos a probá con La Pollera colorá.
Al día siguiente la percusión empezó a sonar luego que el director atendiera la súplica de su clarinetista. El técnico entusiasmado con el sabor de La pollera… exclamó: “Caramba, por poco me dejan el hit por fuera”. A partir de ese noviembre La pollera colorá fue el tema de obligatorio bailar en Barranca, la Costa Caribe y Colombia entera.
Don Juan Madera sonríe al evocar esos tiempos, pero una nube gris oscurece su nostalgia alegre, cuando reconoce que el maestro Salcedo a quien admira profundamente, el mismo que lo instaba a registrar la canción con el fin de protegerla de posibles avivatos, se quiso apropiar de ella: “El director de la orquesta, con sus hijos músicos allí presentes, sabiendo que él no tenía nada que ver con ese tema, se atrevió a decir que era de su cosecha…”.
Hombre noble este don Juan que todo lo dejaba pasar. Hombre de costa, de sabana, sinceano con espíritu incapaz de enquistar rencores por ser dueño de un corazón como el mar que no se deja encarcelar por resentimientos y en su vaivén arrastra toda costra de odios.
La actitud de su maestro pasó desapercibida y esa desavenencia fue resuelta con música: “El maestro Salcedo soltó la risa y me dijo: Madera, tú eres conservador y compusiste La pollera colorá y yo liberal ahora voy a componer La pollera azul. Por ello quizás habla sin dejo de dolor de su amigo Wilson Choperena, quien por mucho tiempo había ganado indulgencias con camándula ajena.
Me faltó visión
En 1968 Pedro Salcedo decidió radicar su orquesta en Bogotá. Barrancabermeja empezaba a ser una plaza con poca proyección y el compositor Madera desistió de acompañarlos: “Yo no me fui. Para entonces había nacido Juan Carlos, Amparo Luz, Berena y Rocío. Yo me acomplejé con esa cuestión y pensaba que iba a aguantar mucho frío con los pelaos y entonces cogí para acá, para Sincé, para mi cunita de oro”. Entre tanto, Wilson Choperena sí viaja a Bogotá y allá es él quien figura como dueño único de La pollera colorá.
En 1962, los dos amigos registraron el tema en la Notaría Primera de Barrancabermeja. Ese registro donde firma Choperena como el dueño de la letra de “La pollera colorá” y Madera como el dueño de la música anduvo de aquí para allá en un costal lleno de papeles que soportó sin extraviarse, las mudanzas de la familia Madera Manjarrés. Pese al descuido “ese papel sobrevivió y es el que me está salvando una demanda que le puse a Choperena”, afirma con decepción mal disimulada.
Don Juan Madera Castro es un hombre que no se permite una mentira. Cree que en su arte el verdadero autor de un tema es quien compone la música: “nadie baila con la letra, el que compone la música es el que vale. Mire a ver ahora en los cuarenta años de la Orquesta Filarmónica, grabaron lo que a mí me pertenece…” y don Juan crea un clarinete con sus manos y grita “Aaaayyy parapapiropopi… ahí no vocaliza nadie, ni sale Choperena, es lo que yo compuse, instrumental…”
No admite la mentira ni la deslealtad y le sobra nobleza; por eso perdonó los muchísimos años que Wilson Choperena, su amigo, negó su nombre y recibió beneficios exclusivos: don Juan estaba en Sincé y Choperena en la capital del país presentándose y recibiendo homenajes. “Dicen que La pollera colorá es similar al Himno Nacional y la letra del Himno es de Rafael Núñez, la música del maestro Oreste Sindice. Esto es a un mismo nivel, es un tema compartido, yo compuse la música y él complementó el tema…jamás he dicho que es sólo mío”.
Sin embargo, fueron muchos años de regalías sólo para Wilson Choperena, años duros en Sincé hasta que decidió escribir a Sayco y se hizo miembro de la Sociedad de autores y compositores. Entonces la situación empezó a mejorar para la educación y el bienestar de sus hijos que poco a poco se convirtieron en profesionales.
Antología de alegrías
“La gallina de arriba es la que caga a la de abajo. Choperena se estaba presentando por todo el país y lo veían y yo por acá, pero Dios no quiere cosas sucias, vea, ahora me hicieron un homenaje en Sincé”. Sí. Ahora es el tiempo de los homenajes. El más reciente fue el que le brindó Barrancabermeja declarándolo “hijo adoptivo”. La sonrisa le sonríe cuando evoca: “Fue un homenaje con todas las de la ley. Quizá ni a Uribe le hacen un homenaje como el que me hicieron a mí, porque Uribe va escoltao y yo sin nada…eso daba gusto, todo el mundo: “Maestro que el autógrafo, que la foto”, caramba y sin peligro de nada, ¡yo aclamao por ese gentío! …, allá les dejé el clarinete con el que compuse La pollera colorá, dijeron que pa’ un museo”.
Y su risa se amplía cuando recuerda que recibió el título de Bachiller Honoris Causa al lado de casi cien niños. Muestra con orgullo el “comunicado” que le enviaron del Colegio Antonia Santos de Sincé: “y yo, cómo no, yo acepto esto, voy a tomar grado con los niños, pero siempre y cuando no me pasen al tablero”
Entre las gratitudes que la música le ha brindado recuerda con satisfacción el encuentro con Lucho Bermúdez y Matilde Díaz. Era el tiempo de esplendor de La pollera colorá. La orquesta de Pedro Salcedo alternó con Lucho Bermúdez en Neiva y éste no disimuló para nada la admiración hacia su colega Madera: “Oiga maestro Madera, lo felicito, ahora que terminemos me hace el favor y se va conmigo para el hotel a escribir la melodía porque quiero hacerle un arreglito, pero eso sí, no se le olvide ponerme ese gustico del “Aaaayyy””.
Las lágrimas asoman a sus ojos rasgados cuando recuerda una noche que “estaba meciéndome en una hamaca. Eran como las once. El sueño se me había escapado y el radio me acompañaba. Cuando de pronto oigo parapapiropopi…, a mí se me soltaron las lágrimas de la emoción, ¿dónde era eso?, vamos a ver que eran unos músicos que mandaron de Barranca a tocar una serenata al mismísimo Papa, entonces qué le tocaron, pues la La Pollera colorá.
La paciencia es todo
Paciencia le sobrababa a nuestro músico. Él no calcula, ni contaba en términos metálicos, crece como el árbol que no apresura su savia y que resiste, confiado, los vientos del verano que lo sacarán del invierno cruel. Hijo de un experimentado decimero, descubrió la música cuando tenía dieciséis años. Era 1938. Sincé sufría porque no existía una banda que acompañara las fiestas religiosas y en las procesiones sólo se oían la monotonía de los rezos.
En el pueblo se reunió una Junta y a través de donaciones personales consiguieron los instrumentos. Alquilaron una casa y allí empezó a asistir todo aquel sinceano que creyera poseer talento musical. Juan Madera Castro inscribió sus aspiraciones musicales en aquella escuela. Fue su primer maestro Heriberto Benavides quien instruía a dieciocho jóvenes entre los catorce y dieciséis años. Iniciaron las lecciones. Bajo la rigidez de Heriberto Benavides ningún aprendiz podía tocar instrumento que él no autorizara.
Un día de ensayo el joven Madera agobiado por el calor interrumpió la clase y fue hasta una tinaja a calmar la sed. Mientras los sonidos se atropellaban en aquella casa musical, él bebía agua fresca y miraba extasiado uno de los clarinetes que dormía en su estuche. No se resistió y lo sopló con el alma. Todos volvieron hacia él una mirada mezcla de temor y censura. Nadie se atrevía a echarlo al agua pues el maestro Benavides con voz adusta inquiría sobre el artífice del sonido. Hasta que una garganta se atrevió a pronunciar el nombre del culpable quien esperaba escondido la sanción: “Yo creía que me iba a dar con la regla, pero el maestro preguntaba para ordenarme que cogiera el clarinete, que ése era el que me servía”.
Desde entonces el clarinete es su compañero y con él viajó hacia San Marcos, Sucre, población donde vivió diez años, luego que la Banda de Sincé se disolviera. A San Marcos se fue con el maestro Juan de la Cruz Piña, el papá del cantante Juan Piña, de quien Madera es padrino. Con Juan de la Cruz estuvo alrededor de diez años, él fue quien lo ayudó a depurarse como músico. Gracias a él consiguió una casa de palma en Sincé, de tal suerte que Madera iba y venía entre San Marcos y su “cunita de oro”.
A pesar de poseer “de todo” en San Marcos –hijos, nietos- el sueño de Juan Madera era organizarse con una paisana. Y la ocasión se presentó en un toque de fiestas patronales de Sincé al que vino la Banda de San Marcos. Para entonces tenía treinta y tres años y Amparo Manjarrés, la esposa con la que ha vivido más de cincuenta apenas bordeaba los dieciocho y a quien ha sobrevivido.
El enamorado Madera no se fue por las ramas y como al parecer le cayó bien a la suegra desde el principio, en menos de seis meses el matrimonio estaba palabreado, porque él no quería a Amparo para tener amores: “yo me voy es a casar, yo no la quiero para vacilar y sentarme a hacer visita todas las noches, no señor, yo voy es a lo que voy: a casarme. Así que le voy mandando para que la aliste”. Matrimonio celebrado con la misma dimensión de una fiesta patronal: los recién casados adelante y la Banda de San Marcos atrás, despidiendo la soltería de uno de sus más queridos miembros. Todo un día de festejo y algarabía con desayuno, almuerzo y cena incluidos para todos los invitados.
Después que se casó, se dedicó a su pequeño hogar: “con mucha responsabilidad, porque a pesar de que andaba por ahí con la música, yo nunca fui pervertido en el ron”. Pero ese pequeño hogar, hoy es casi una tribu de once hijos y dieciocho nietos regados por Colombia y el exterior. Una familia unida y protegida por los pliegues de “La Pollera colorá”. Una familia en la cual, paradoja de paradojas, no hay un solo músico, por el temor del padre a que el trasnocho y el trago se adueñe de uno de sus hijos.
Por el contrario, pululan profesionales universitarios, pese a que: “cuando pude ayudarles fue en la época que empezaron a llegar las regalías, ya que toda esa plata se la cogió Choperena, él disfrutó de ese privilegio que me hizo falta a mí para ayudar a estudiar a mis hijos”. Así, Amparo Luz Madera Manjarrés, la hija mayor, se hizo odontóloga con la promesa hecha al padre de que entre los dos ayudarían a educar al resto de la prole. Y así fue. Como afirma Berena Madera –otra de las hijas- “quien no estudió, fue porque no quiso”.
La casa grande situada en el barrio El Cortijo, de Sincelejo, es punto de encuentro para toda hija, hijo, nieta o nieto que desea volver. A ella llegan y se van. Don Juan Madera, al lado de su fiel esposa, aguardó con paciencia a que Colombia entera le siga devolviendo la gratitud por lo que él un día, en Barrancabermeja, le obsequió: el derecho a bailar y a cantar con identidad al son de una cumbia inmortal.
El 28 de julio alcanzó a su esposa y se fue a tocar su clarinete a otra dimensión. Murió en Sincelejo, pero ya se sabe que nunca muere quien nos hereda alegrías como él lo hizo con sus múltiples composiciones. Imaginemos que está tocando su clarinete a su Amparo y nosotras mientras tanto, lo resucitaremos cada vez que un colombiano en cualquier punto del planeta tierra se le erice el cuerpo y grite con emoción antes de bailar la sublime cumbia.
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