Sofía López Mera
Abogada, periodista y defensora de derechos humanos – Corporación Justicia y Dignidad
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La guerra en Colombia es una tragedia confusa, un laberinto de violencia donde el accionar de las disidencias armadas dominan la escena bélica. Pero en medio de esta maraña, surge una dolorosa realidad: algunos indígenas, hijos de estas tierras ancestrales, han desertado de sus comunidades para unirse a estos grupos armados, contribuyendo al exterminio de sus propios pueblos. En esta absurda guerra, lo único claro es su siniestro propósito: lucrar con las economías ilegales.
Hoy lloramos la irreparable pérdida de Andrés Ascue Tumbo, conocido como «Lobo», un joven indígena y Kiwe Pu’yaksa (Guardia Indígena), profundamente comprometido con la pedagogía comunitaria y la defensa de su territorio. Como coordinador pedagógico en Sa´th Tama Kiwe, municipio de Caldono-Cauca, y estudiante de antropología en la Universidad del Cauca, Andrés dedicó su vida a proteger a su comunidad y defender la vida.
El 29 de agosto de 2024, Lobo fue asesinado en el corregimiento de Pescador, Caldono, a manos de la estructura armada Dagoberto Ramos, del autodenominado Estado Mayor Central de las Farc. Andrés había denunciado amenazas en su contra y solicitado protección ante la Unidad Nacional de Protección (UNP), pero sus denuncias fueron ignoradas. Ni siquiera se le realizó un estudio de riesgo, y mucho menos se implementaron medidas de protección.
En torno a su muerte circulan diversas versiones: algunos afirman que no fue la columna Dagoberto Ramos, sino disidencias del ELN; otros, de manera absurda, insinúan que Lobo formaba parte de esa estructura armada, o incluso, de forma descabellada, sugieren que el propio movimiento indígena estuvo detrás del crimen, como presión política para lograr la firma del decreto que otorga a los pueblos indígenas el estatus de autoridad ambiental. Lo cierto es que Lobo fue asesinado, y aunque no hay claridad sobre los autores de este atroz crimen, su muerte injusta en medio de una guerra sin sentido, llena de terror y zozobra a todo el movimiento social del Cauca.
Como Lobo, cientos de líderes sociales en el Cauca caminan en el filo de la muerte, atrapados en las espesas telarañas de la guerra. Son equilibristas que defienden la vida, sin despertar la furia de los armados, quienes están siempre dispuestos a silenciar a quienes se atreven a desafiar su poder.
El problema tiene raíces más profundas. No es un secreto que, desde hace muchas décadas, existe una cultura de guerra en las zonas rurales del Cauca, donde campesinos, indígenas y afrocolombianos se han visto históricamente integrados a las filas de grupos armados. En muchas familias, es común tener un hijo, un tío o un primo formando parte de estas estructuras. Con la firma del Acuerdo de Paz, y sobre todo con el empeño de la derecha por hacer trizas ese acuerdo, esta práctica no solo continuó, sino que se intensificó. Hoy en día, muchos se integran a grupos disidentes sin una clara ideología definida.
Debemos señalar, además, que gran parte de los miembros de estas estructuras armadas son indígenas que desertan de sus comunidades, ya sea por pobreza, desacuerdos con los gobiernos indígenas, o incluso por moda. Los líderes de la estructura Dagoberto Ramos por ejemplo llevan apellidos indígenas como Pazu, Boyocue, Tenorio, Ascue, Mestizo, Quitumbo y Taquinas, nombres que el ministro de Defensa, Iván Velásquez, incluyó en un cartel ofreciendo recompensas por ellos. En otras palabras, tenemos indígenas integrando las disidencias y asesinando a otros indígenas, lo que profundiza el doloroso ciclo de violencia dentro de las mismas comunidades. Esta guerra en el Cauca no solo es un negocio lucrativo, sino que también pone de manifiesto un conflicto intraétnico que está llevando al autoexterminio de las comunidades indígenas.
Un proceso de diálogos de Paz sin la participación directa y activa de las comunidades indígenas de base no resolverá esta crisis. Sin embargo, hablar de este tema sigue siendo un tabú en el Cauca.
Una «minga hacia adentro,» como dicen los pueblos indígenas, sería necesaria y urgente, pero no parece haber intención de abordarlo de esta manera. Las mingas se concentran en movilizaciones masivas hacia Bogotá, como la reciente que resultó en un polémico decreto de control territorial ambiental para el CRIC. Este decreto, que otorga a los pueblos indígenas el estatus de autoridad ambiental, ha generado tensiones con los campesinos, quienes ahora tendrán que solicitar permiso al CRIC para constituir zonas de reservas campesinas en zonas adyacentes a territorios indígenas sin una definición clara como los que tienen títulos coloniales y republicanos. Esto solo aumentará la división y el conflicto en el departamento del Cauca. Es paradójico que, mientras la Guardia Indígena en Caldono lloraba la muerte de «Lobo,» la Minga en Bogotá celebraba un decreto que podría agravar aún más la conflictividad territorial en un departamento ya profundamente polarizado.
Las clases sociales también existen dentro del movimiento indígena, y los de abajo serán los más desprotegidos y las víctimas perfectas de este cruel conflicto. Lobo, un joven carismático en su organización, fue asesinado, y el mensaje es claro, no hay señales de que esta guerra pueda acabar.
Nos enfrentamos a una pregunta urgente y dolorosa: ¿Qué será del futuro de los pueblos indígenas si continúan estas prácticas de exterminio y auto exterminio? Es imperativo un estudio profundo de la guerra en el Cauca para vislumbrar una posibilidad real de paz territorial, especialmente para la supervivencia de los pueblos indígenas.
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