Carlos Gutiérrez Cuevas
Escritor e investigador
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En pleno corazón de la capital de México, el país que se inventó la muerte para disfrutar de la vida, faltando un cuarto para las tres de la tarde del jueves santo 17 de abril de 2014, murió el escritor Gabriel García Márquez en su casa del Pedregal de San Ángel.
Después se supo que en muchas partes las primeras manifestaciones de duelo fueron musicales: empezaron los mariachis de Tepito, seguidos por los milongueros del arrabal y las sonoras boleristas cubanas.
Pero la conmoción grande, después de la musical, sucedió casi en simultánea y en directo por televisión y radio. Todas las emisoras, las salas de redacción, los celulares, las redes sociales, la galaxia Internet dedicada a difundir los detalles que rodearon el acontecimiento luctuoso. No en vano, el finado displicente había sido una leyenda viva de la literatura universal.
Una generación icónica
Cuando apenas tenía cuarenta años y tres meses de nacido, en junio de 1967, Gabo se convirtió en el escritor más célebre del planeta. «Cien años de soledad», millones de ejemplares en medio centenar de idiomas, lo convirtió en ícono de la misma generación que contó entre sus estrellas figuras tan espectaculares como The Beatles y Rolling Stone, Cassius Clay, la cannabis, LSD, píldoras anticonceptivas y minifaldas sin olvidar, desde luego, a Vietnam y el tío Ho, ni a Lumumba o Argelia con Camus, Bob Marley, Brigitte Bardot, Mayo del 68, la Primavera de Praga y, sobre todo, la Revolución Cubana con Fidel y sus barbudos.
Años rutilantes que el joven costeño superó con pluma independiente y eficaz narrativa. La historia de Macondo fue una auténtica novedad (novela), que describió un mundo nuevo y erigió a su autor como sustituto de un Creador jubilado que hizo su trabajo en tan solo una semana.
Fue por eso que el principal antagonista de Gabo, el peruano Vargas Llosa, tituló «Historia de un deicidio», un ensayo que señala a «Cien años de soledad» como la Biblia del trópico.
Gabo se mantuvo distante de las tentaciones del éxito gracias, entre otras cosas, al aspecto displicente que lució aún en el féretro instalado en el Palacio de Bellas Artes y que mostró inefablemente en todas las fotografías y audiovisuales en los que apareció durante su existencia.
La apatía de Gabo frente a los atractivos del éxito le servía, además, para sostener una disciplina concienzuda que le dio vigencia intelectual –no sólo literaria–, lo apartó de las candilejas durante buena parte de los veintitrés años transcurridos entre el premio Nobel que recibió en Estocolmo en diciembre de 1982, y su deceso en Ciudad de Mexico.
Más de la mitad de su vida esforzándose por no convertirse en estrella del espectáculo, justo en el momento en que la industria del entretenimiento se volvía el más poderoso negocio nuestro tiempo.
Durante esos años y comprometido en ese empeño, produjo textos imprescindibles, abrió una escuela de cine para estudiantes latinoamericanos, impulsó la prensa alternativa en la Colombia desgonzada por un régimen violento e hipócrita que lo persiguió, salió exiliado, luchó contra la guerra y la carrera armamentista, contribuyó a la promulgación de la Constitución de 1991. Su respaldo a la Misión de ciencia, educación y desarrollo en 1994 fue esencial y de allí salió un acertado texto de pedagogía: el «Manual para ser niño».
Sin lectura obligatoria
«Me enteré de la noticia de su muerte en la oficina –recuerda ella, la lectora risueña, una década después. –Ahí mismo, para evitar llorar, me metí concentrada en el trabajo. Cuando me encontré con mi novio por la noche él ya sabía también. Nos abrazamos, nos pusimos a llorar. Luego, para celebrar la pena, nos fuimos a tomar pola y a recordar párrafos deshilvanados de sus libros».
Cuando su madre lo llamó por teléfono desde Bogotá para darle la noticia, el reloj marcaba las tres y diez en la casa del profesor Jaime Rojas. Casi al instante, a su casa de Barranca de Loba entró su hija Indialuz: –¡Papá, gritó conmovida frente a la puerta abierta del patio, –murió tu escritor. Se abrazaron a llorar.
–Entonces, el profesor Rojas recrea ese instante, –comencé a vivir la muerte de mi escritor preferido a través de las primicias que cundían los canales. Presuroso busqué la biografía de Gabo escrita por Gerald Martín que me regalo una amiga. Me puse a leerlo y a tomar notas mientras pasaban la noticia por las emisoras y la televisión.
Esa misma noche el profesor Rojas decidió contar su versión de la vida de García Márquez en décimas. Con ellas publicó un libro de medio millar de ejemplares. Entre tanto, el mundo seguía pendiente los preparativos del funeral.
Las transmisiones mostraron varios jerarcas, políticos y hasta un par de expresidentes gringos que agradecieron al finado displicente su guía para desempantanar su salida del países ocupados. Fedayines y clérigos, bibliotecarias y cantantes de ópera, algunos carceleros y aún menos latifundistas, serenateros, una lánguida gimnasta coreana, la cofradía de editores piratas, los libreros de viejo, las putas de la 48, estudiantes despreocupados porque en adelante no tendrían que leer sus libros por obligación.
También pasaron entrevistas a unos que decían odiarlo sin haberlo leído. Un sacristán sabanero juzgó que no le había dado nada a Zipaquirá, donde se hizo bachiller, la prefecta de disciplina de la Normal para señoritas se quejó de que nunca lo hubiesen prohibido.
¡Comunista!, le endilgó el calificativo para justificar sus deseos de que se pudriera en el infierno.
Gabriel García Márquez vivió siempre enfrentado a los poderes establecidos que lo persiguieron sin desmayar, al tiempo que buscaron su cercanía para pelechar algo de su enorme prestigio.
Su origen enraizado en las vertientes más profundas de la nacionalidad Caribe lo llevó, inevitablemente, a desconfiar y confrontar durante toda su vida al poder.
Bachiller, el mejor de la promoción de 1946, del Liceo Nacional de Zipaquirá (establecimiento estatal, laico y progresista fruto de la reforma educativa de López Pumarejo en 1936). A sus 21 años de edad asistió, siendo estudiante de Derecho de la Universidad Nacional, a las revueltas populares que ocurrieron como respuesta al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948.
En los inicios de su carrera como periodista accedió a las páginas de los principales periódicos de la capital. El Espectador, que denunciaba con valentía los crímenes del régimen conservador reclutó al novicio redactor quien, gracias a la paternal acogida del poeta Eduardo Carranza, ya había publicado sus primeros poemas en la prensa capitalina.
Un lustro más tarde, cuando el general Gustavo Rojas Pinilla se tomó el poder en junio de 1953, Gabo era ya un prestigioso cronista. Contó las aventuras de un marinero sobreviviente del naufragio de un barco militar lleno de contrabando en las Antillas. A consecuencia de esa denuncia debió exiliarse por primera vez.
Cuba si
Como la mayoría de los jóvenes estudiantes e intelectuales del mundo, Gabo fue durante toda su vida un fervoroso admirador y seguidor de la revolución cubana que había triunfado el primero de enero de 1959 con la llegada de los guerrilleros del Movimiento 26 de julio a la Habana.
La derecha hispanoamericana, clerical, cerrada mezquina e inculta, se proclama y es sucesora del franquismo. Los religiosos ultraconservadores trataron a Gabo con el mismo desdén que a las corrientes innovadoras en todos los órdenes, en especial en el literario.
La publicación de Cien Años de Soledad, en junio de 1967 y el éxito rotundo obtenido en la primera edición realizada en Buenos Aires por editorial Sudamericana, fueron el inicio del boom. Legión, los lectores se entusiasmaron con la historia escrita por el gitano Melquiades.
Macondo y los Buendía. Jean Paul Sartre, Jorge Amado, Borges con Evtuchenko, Simone de Beauvoir, Picasso, Cassals, Neruda, Aznavour, Sophia Loren, Carlos Puebla… toda una generación de intelectuales y artistas se asombró con la aparición de «Cien años de soledad» y nunca se esforzó en sustraerse de su singular influjo.
Paralelo al esplendor de la obra y al prestigio del autor, crecieron las manifestaciones en contra de sus posiciones políticas. Eran críticas provenientes, fundamentalmente, de las corrientes anticomunistas más agresivas.
Hubo colegios particulares de prestigio, de los ubicados en las afueras de las grandes ciudades colombianas para hijos de las élites, donde se prohibió expresamente la lectura de la obra garciamarquiana. Pese a eso, la lectura clandestina se propagó como seña de rebeldía, digna de examen en los corrillos que intercambiaban detalles de la novela.
En agosto nos vemos
En agosto de 2022 otro costeño, también bachiller del Liceo de Zipaquirá y seguidor fervoroso de la obra de Gabo, asumió el empleo de presidente. El primer párrafo en su discurso de posesión lo dedicó a contradecir aquello de que las estirpes condenadas a vivir un siglo de soledad no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra. «Nos la hemos ganado», dijo enfáticamente Gustavo Petro con la banda presidencial cruzada sobre el pecho.
El 6 de marzo de 2024 para celebrar el cumpleaños del difunto salió publicada su novela póstuma «En agosto nos vemos» que rápidamente copó las vitrinas y los estantes de las librerías.
Para no quedarse atrás, el monarca de la industria audiovisual, Netflix, anunció por esos días el desarrollo de su serie «Cien años de soledad» para la que construyó un pueblo similar al Macondo inventado por Gabriel García Márquez.
Todo esto hace que, a diez años de su fallecimiento, Gabo tenga una presencia vigorosa en la escena pública, que inspire, anime e impulse a infinidad de lectoras y lectores de las más diversas condiciones y épocas: la presencia de un clásico, uno de los que crece con el tiempo sin que parezca que tiene fin.
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