Sara María Triana Lesmes
Abogada y magister en derecho procesal
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El pasado 26 de abril, en la ranchería Pitulumana ubicada en Albania, Guajira, la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, organizó un acto de reconocimiento temprano por parte del teniente coronel (R) Camilo Rodríguez. En esa diligencia judicial, el compareciente asumió responsabilidad por el asesinato del indígena Alfredo Uriana Ipuana, cuyo cadáver fue presentado como “guerrillero dado de baja en combate contra las fuerzas del orden”.
En medio del acto, uno de los magistrados auxiliares de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) Camilo Bernal, manifestó que estos escenarios son los que permiten reestablecer los lazos rotos por el conflicto. En efecto, una de las características de la justicia restaurativa es el reconocimiento por parte de los ofensores, del crimen cometido, de lo injustificable del mismo y del daño causado a las familias víctimas. En esos actos de reconocimiento, además de las víctimas directas y los victimarios, deben participar miembros de la comunidad de la que hacen parte las personas más directamente afectadas. Así, se pueden construir espacios de reconciliación que nos guíen hacia la superación de los traumas sociales que el conflicto nos deja.
Por su parte, el magistrado Oscar Parra, perteneciente a la Sala de Reconocimiento de Verdad, invitó a los militares para que reconozcan hechos similares a los reconocidos por el coronel (R) Eso es lo que la sociedad colombiana reclama, no solo de quienes han sido comparecientes de la JEP, sino de aquellos que, debiendo serlo, jamás comparecerán a ella, y, en consecuencia, nunca aportarán lo que saben -y los involucra- para establecer la verdad de lo ocurrido.
El acto de reconocimiento del pasado 26 de abril, refleja el fenómeno de violencia directa que todos conocemos, y que desde el 3 de septiembre de 2018 la JEP ha intentado investigar: los falsos positivos. En esta jurisdicción se le denomina “Macrocaso 03, Asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado”. En su marco, se han adelantado gestiones con miras a esclarecer el fenómeno en territorios como el Meta, Casanare, Huila, Antioquía, Norte de Santander y Costa Caribe.
Si bien en las líneas que continúan se hará una breve síntesis del macrocaso 03 y lo que ha pasado, a grandes rasgos hasta el momento, se espera ampliar este artículo en próximas publicaciones, de manera que pueda ahondarse en las problemáticas profundas que se han encontrado al interior del mencionado caso.
Hasta el momento, la Sala de Reconocimiento ha imputado 10 militares y 1 civil en el Catatumbo por hechos ocurridos de 2007 a 2008; 15 militares en la costa Caribe por hechos cometidos ente 2002 a 2005; 10 militares por hechos ocurridos en Dabeiba, Antioquia, entre 1997 y 2007; 22 miembros del ejército, un funcionario del DAS como agente del Estado no integrante de la fuerza pública y 2 civiles por hechos ocurridos en el Casanare entre 2005 y 2008; 9 militares por hechos ocurridos en el Oriente Antioqueño años 2002-2003 y, finalmente, a 35 militares por hechos cometidos en el Huila en los años 2005 a 2008.
Los hallazgos y las decisiones de la JEP evidencian que, en la totalidad de los sub-casos territoriales se configuró un fenómeno criminal a gran escala basado en una presión constante de parte de la cúpula militar hacia oficiales, suboficiales y soldados que estuvieren en la parte inferior y más débil de la cadena de mando. Se les exigió dar resultados y eso se convirtió en consignas tales como: “obtener muertes en combate a como diera lugar”, hacerlo como fuera porque “todo vale”, “mire a ver qué hace”, “toca dar una baja”.
Esas presiones se ejercieron a través de programas radiales internos y oficiales de las fuerzas armadas, reuniones, comunicaciones individuales, promoción de competencias entre estructuras militares a ver quién lograba más bajas, amenazas de destitución, traslados por no cumplimiento de metas, anotaciones negativas en hojas de vida, así como felicitaciones y permisos, planes vacacionales o comisiones al exterior, cuando se cumplían metas y objetivos previstos.
Los operativos mediante los cuales se asesinó civiles sin posibilidades de la más mínima defensa y presentados, luego, como bajas en combate, requirieron de toda una estructura organizada de poder. Ella se encargó, primero, de hacer inteligencia sobre qué hombres y mujeres podrían ser fácilmente asesinados y desaparecidos sin que alguien los reclamase. Luego, dicha estructura concibió y ejecutó los planes de detención, desaparición y asesinato. Por último, se encargó de elaborar los informes oficiales en los que se presentaba como guerrilleros a los civiles asesinados en el marco de este plan.
A medida que las distintas unidades militares comprometidas en este hecho criminal, lo cometían una y otra y otra vez, ellas fueron perfeccionando su macabra técnica: construyeron “kits de legalización” a través de los cuales los militares simulaban combates, creaban órdenes de operaciones y misiones tácticas; se crearon formatos de documentos, anexos de inteligencia sobre los fallecidos, se montaban los operativos, se justificaba el uso de armamento y municiones, así como el pago de informantes; aprendieron, y se lo enseñaron unos a otros, a organizar reportes operacionales, a crear escenas para hacer levantamientos de cadáveres, a alterar las evidencias, comprar testimonios y declaraciones para asegurar la impunidad.
Una modalidad de perpetrar estos crímenes, consistió en seleccionar fríamente a sus jóvenes víctimas, sacarlos de sus lugares de residencia habitual -en el campo o en la ciudad- especialmente en zonas cuyas oportunidades de vida habían sido limitadas por diversas circunstancias, para luego trasladarlos hacia otros territorios bajo la promesa de un trabajo bien remunerado. Una vez reunidos, en una zona alejada, los hacían vestirse de militares y salir corriendo para luego dispararles por la espalda. A quienes les cuesta imaginarse cómo sucedió esta política criminal de Estado, pueden hacerse una idea viendo la película “Silencio en el Paraiso”.
La modalidad descrita no fue la única. La Sala de Reconocimiento también encontró otros modos de comisión de los hechos. En el caribe colombiano, por ejemplo, los miembros de la fuerza pública que cometieron estos delitos solían apoyarse de los grupos paramilitares, con quienes desde antaño la respectiva unidad militar tenía una relación de hermandad bélica impresionante. En estas zonas, eran los paramilitares quienes les ayudaban a identificar y detener “enemigos”, es decir, personas señaladas de apoyar a las guerrillas o pertenecer a grupos de delincuencia común.
Otros batallones aprovecharon combates u operaciones legítimas para asesinar combatientes ya capturados y rendidos. Otros, que uno sabe si calificar como los peores, seleccionaron niños y niñas indígenas o con discapacidad cognitiva para asesinarlos.
A todo el andamiaje descrito hasta aquí, la JEP lo categorizó como “organizaciones criminales conformadas” al interior de los Batallones. Ellas estuvieron compuestas (confiemos en que ya no lo están) por miembros de las Fuerzas Militares adscritos a batallones en los que pervivía, según la JEP, una especie de estructura orgánica paralela que promovía la comisión de estos delitos e intentaba ocultar a los responsables. Al respecto, la Magistrada Catalina Diaz dijo que el estudio, investigación y juzgamiento de los hechos ocurridos en muchas zonas del país, se organizaron y clasificaron por batallones, para poder evidenciar a aquellos militares vinculados a los hechos, “no [para] hacer juicios de responsabilidad sobre la institución militar en su conjunto”.
Así como la JEP no hace juicios que permitan establecer la responsabilidad de la institución militar en este tipo de delitos a modo de una política criminal de Estado, las modificaciones de último momento que se hicieron al acuerdo suscrito entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) impiden que los civiles que auspiciaron la guerra comparezcan obligatoriamente ante la JEP para reconocer sus crímenes y recibir la correspondiente condena. Pareciera que los únicos y totales responsables son los 105 acusados, 105 “manzanas podridas”, de las cuales, se aclara, 5 militares retirados, dentro de los que se encuentran altos mandos como el General ® Mario Montoya, el Coronel ® Iván Darío Pineda Recuero, y el Coronel® Publio Hernán Mejía, no reconocieron responsabilidad, ni han aportado verdad.
Vale la pena preguntarse si es creíble que esos 100 “máximos responsables” que han reconocido participación se auto organizaron para cometer tantos asesinatos, bajo la misma modalidad y con idénticas coartadas, o si algún superior o superiores, con mando en toda la tropa, organizaron esa carnicería humana nacionalmente.
Si no se sabe eso, los familiares de 6402 personas, civiles e inermes, que fueron asesinadas y presentadas como bajas en combate jamás podrán obtener una reparación integral porque ni siquiera pueden conocer la verdad sobre la muerte de sus seres queridos: sin verdad ni restauración de la dignidad, el honor y el nombre de los asesinados, no hay reparación completa.
Es un avance muy importante conocer las cifras y la dimensión humana de estos crímenes. También lo es reconocer cómo funcionaba la política de asesinar hombres, mujeres, niños y niñas para simular resultados. Pero, si no se logran avances en el establecimiento de las responsabilidades intelectuales y políticas de esos crímenes, se perpetuarán la violencia cultural y estructural que nos afecta y quedaremos a la espera del siguiente ciclo de violencia.
Hay que ser valientes para establecer y aceptar que el asesinato de civiles presentados como bajas en combate, fue una política institucional, operada por miembros del Estado, promovida por civiles que tenían posiciones de mucho poder económico y político. Hay que ser valientes para aceptar que estos crímenes fueron cometidos planificadamente, con sistematicidad y alevosía y constituyen una ofensa para la humanidad. Sólo así puede haber restauración y garantías de no repetición.
Se necesitan actos de reconocimiento como el que hizo el coronel Camilo Rodríguez. Pero no son suficientes para construir una sociedad sin guerra. Solo con ellos, no se puede restaurar a las personas que sufrieron las consecuencias de esos asesinatos y de la política pública que los promovió. El reconocimiento de la responsabilidad individual en los asesinatos cometidos, es muy útil. Pero no es suficiente para restaurar, transformando, las relaciones de poder que hoy existen en Colombia.
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