
Beatriz Vanegas Athías
Escritora, profesora y editora
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Antioquia es un departamento profundamente conservador. Nada nuevo bajo el verde, la poesía y el plomo que lo ha bañado en décadas.
En general, Colombia toda es muy pacata y esto no sería de temer si del conservadurismo de misa y buenas maneras, no se pasara al exterminio de lo incómodo, de lo que no es blanco, bello, heterosexual, adinerado, de derecha…
Las montañas de Antioquia semejan un descenso diario de un calvario con el santo rosario entre los dedos. Aguerridos y echados para adelante dice el lema que, de tanto mencionarlo, en lugar de afianzarse se ha desdibujado. En el año 2016 fue junto con Santander uno de los dos departamentos en los que más se votó NO al Plebiscito para el Acuerdo de paz.
Resulta curioso que a los antioqueños se les conozca como de hacha y machete, y a la vez como una tierra de poetas, de allá son mis amados Juan Manuel Roca, Darío Jaramillo, José Manuel Arango y Piedad Bonnett. Así mismo, es territorio prodigioso para la germinación de curas y monjas, al tiempo que germinan el plomo, la motosierra y la camándula convertidas en modo de vida gracias a las delicadezas de dos innombrables: el de Nápoles y el de El Ubérrimo.
Llena de angustia ver un departamento entronizado como el primero en el país en el asesinato de mujeres trans, trece van en el transcurso del 2025.
El más reciente es el de Sara Millerey, habitante del barrio La Aldea en el municipio de Bello. La forma cómo partieron las piernas y brazos de Sara quien luego fue arrojada a un caño torrentoso está emparentada con el suplicio padecido por Jesús a quien hubo que fracturar piernas y manos para facilitar su crucifixión. Muy cristiano el crimen, muy obsceno como corresponde a la obtusa mentalidad de principios del siglo XXI al habitante de las redes sociales: había que solazarse filmando la agonía, así como hemos llorado década tras década viendo morir en el cine y en la televisión al Dios de los cristianos humanado.
Se ama tanto a la cucha, que por eso todo lo que la manche hay que asesinarlo. Llama también al desasosiego cómo el cariño y la devoción hacia la madre y las mujeres de la familia se transforma cuando se cometen estos asesinatos. Tal vez será, me digo, porque las Sara Millerey atentan contra la pureza de la esposa y de la mamá; la desfiguran, son una mueca a los ojos de los hombres en su papel de hijos y esposos protectores. Justamente porque ansían ser protegidos, y no es la función de una mujer transgénero o de una prostituta servir de madre, ella es culpable (es culpada con su muerte) de representar una fuente de placer del que una vez bebido, es imposible que no emerjan los desasosiegos y las perturbaciones en la carne reprimida de los machos.
No se odia a Sara Millerley, los asesinos se odian porque descubren la fascinación que ella les despierta y desean acabarla, pero como son tan cobardes, la expiación de lo que consideran su pecado la ejecutan en el cuerpo deseado que además no pueden entender: por ello lo torturan, y necesitan ver el paroxismo del dolor de decenas de Sara Millerley.
COLETILLA: No creo en las iniciativas de velatones y demás declaraciones organizadas por gente que, si ven a seres como Sara, cruzan hacia la otra acera para no topársela. En Floridablanca conozco a Dina Luz, con quien he conversado en el parque y a quien he visto golpeada y ultrajada caminar las calles de ese municipio que no tiene una política de género clara y de protección. Después, vienen los golpes de pecho.
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