Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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El fútbol, ese espectáculo que debería unir y celebrar la pasión deportiva, en Colombia se ha convertido en un reflejo de nuestras peores prácticas como sociedad. La copa se rebosó, literalmente, este domingo en el estadio Pascual Guerrero de Cali, cuando un grupo de criminales con la camiseta del América de Cali decidió invadir el campo, prender pólvora y enfrentarse con la Policía para evitar que Atlético Nacional diera la vuelta olímpica tras coronarse campeón de la Copa Colombia.
En otras ligas del mundo cuando se decreta un minuto de silencio, todas las tribunas obedecen con sepulcral silencio en donde solo se oye el aleteo de alguna eventual paloma sobrevolando el estadio. Allá, las tribunas rivales no se reciben como amigos, pero se les respeta y no se les agrede; las personas llegan a las tribunas y se pueden sentar en los asientos que han comprado para un espectáculo al que se puede ir en familia; las tribunas quedan pegadas al campo de juego, casi que se podría tocar los hombros de un futbolista que esté haciendo un saque de banda y sin embargo nadie se atreve a hacerlo por respeto al show. Mientras tanto, aquí en Colombia se chiflan los himnos de los países rivales, nadie respeta al otro, las invasiones del campo son pan de cada día y la violencia es parte del paisaje, con honrosas excepciones temporales y espaciales.
Lo que ocurrió en el Pascual Guerrero no es un episodio aislado. Es parte de un problema sistemático en nuestra cultura futbolera, donde la violencia, la intolerancia y el irrespeto al espectáculo se han normalizado. Las hinchadas rivales no son vistas como apasionados seguidores de otro equipo, sino como enemigos que deben ser combatidos. Las familias han sido expulsadas de los estadios porque el riesgo supera la emoción del deporte.
Me dio mucha tristeza ver cómo un grande del futbol colombiano tenía que despedirse en medio del llanto por unos desmanes en el estadio, más allá de a ver sufrido la derrota de su equipo en la final. A sus 38 años de edad, y tras haber jugado en ligas como la de Alemania y España, y casi 600 juegos con la camiseta escarlata y un poco menos de 200 goles, Adrián Ramos jugó su último partido en el fútbol colombiano luego de 20 años de carrera. Sus propias tribunas le impidieron celebrar. Así se aniquila al fútbol.
¿Qué hacer? Una de las alternativas es la carnetización obligatoria de los hinchas, acompañada del uso de escáneres digitales para verificar la identidad de cada espectador y su ubicación dentro del estadio. Si cada aficionado está plenamente identificado y responde por su comportamiento, habría un mayor control sobre quienes atentan contra el espectáculo. Además, las sanciones deben ser drásticas: prohibición de ingreso a los estadios para los infractores por periodos significativos y multas que hagan temblar los bolsillos. A los clubes no les debe temblar la mano en no permitir el ingreso de las barras disfuncionales y dejar de tolerarlos simplemente porque llenan las tribunas de golondrinas. Si la violencia cede los espacios, las tribunas se colmarán pero con familias que crearán hábitos y esos hijos crecerán y comprarán las boletas para alentar a su equipo el resto de sus vidas.
Pero estas soluciones tecnológicas y punitivas no bastan si no entendemos lo esencial: el respeto. Respeto al otro hincha, al rival, al jugador y al show. Un estadio debe ser un espacio donde se celebre la pasión por el fútbol, no una arena para librar batallas absurdas. Tal vez el día que aprendamos a ir al estadio, el fútbol colombiano tendrá el espectáculo que realmente merece.
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