Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
•
La pregunta no es por simple retórica. La hago porque de verdad no sé. Y eso que he tratado de responderla a menudo, bien sea porque me la hacen con un tinto recalentado de por medio en un algún cafetín, o en algún evento en que se posa la pseudointelectualidad para cantarle odas a la patria chica, o porque sencillamente yo mismo hago equilibrio sobre una cuerda floja que me separa entre el amor y la aflicción.
Lo más común por estos días en que por decreto, de un plumazo, todos nos acordemos de esa palabra, la ‘santandereanidad’; y en los colegios se reciten versos; se coreografíe ‘Campesina santandereana’ y se recuerde a las figuras del ayer; que nos sintamos tentados a hablar de imágenes vernáculas como las retratadas en las letras de José A. Morales. Yo también lo he hecho. Yo también le he cantado a este terruño con esos aires de evocación nostálgica y palabras adobadas.
Por allá en 2020 escribí que “En nuestra sangre confluyen colonizadores navarros y fieros guerreros guanes. Somos nuestro entorno de cuna con paisajes ariscos y arreboles enredados en los tiples; somos renglones en esas letras melancólicas y, a la vez, en los bambucos fiesteros de José A. Morales; algunos somos sobrevivientes de las últimas generaciones que no tuvieron miedo a vivir la vida en ‘la cuadra’ de cualquiera de nuestros pueblos, con las rodillas raspadas de tanto caernos jugando con la pelota de trapo; somos la sinceridad descarnada que dice las cosas sin tapujos, casi sin prudencia, dirían desde afuera”.
Hoy me pregunto si los nuevos padres dejan solos a sus hijos en las calles o si por el contrario prefieren soltárselos a un celular ante el fantasma de la inseguridad. Hoy me pregunto si realmente todos los santandereanos “decimos las cosas sin tapujos”. Me cuesta mucho creerlo cuando siguen campantes en nuestras calles los clanes familiares de los Aguilar o de los Villamizar o de muchos otros. Me cuesta creer que somos frenteros mientras los corruptos se mueren de viejos en sus fincas repletas de caballos de paso fino que caminan sobre lechos de pétalos de trinitarios o de la flor del guayacán rosado que han caído con la brizna de la tarde, y no pagando por los delitos que han cometido.
Hoy me pregunto si de verdad estamos orgullosos de los sonidos de un tiple bien templado o si más bien alimentamos esa misma cultura traqueta con la banda sonora de corridos mexicanos y música agüardientera que se oye y venera de igual manera en una mesa de plástico estampada con la marca Poker y un petaco de botellas vacías para que el tendero pueda llevar las cuentas del consumo en cualquier pueblo de Cundinamarca o del Tolima. La identidad que veneramos en las canciones que se ponen en las izadas de bandera de los colegios es muy distinta a la que esos mismos estudiantes y sus padres disfrutan en momentos de regocijo.
Decía yo en otro aparte de ese texto que alguna vez publiqué también en Vanguardia, que “llevamos en la memoria olfativa el perfume de los trapiches, las guayabas maduras y el aroma indescriptible de las hormigas culonas cuando se tuestan en cientos de fogones. Somos las montañas en ocre y las hojas de plátano que primero dieron sombra a los cafetales y luego abrigarán los tamales”.
Hoy me pregunto si de verdad tenemos presente el aroma de los trapiches cuando la panela ha sido reemplazada por azúcares sintéticos y en las loncheras los padres siguen enviando coca-colas para sus hijos. Si creo, en cambio, que las montañas aumentan su ocre porque agonizan en la insostenibilidad de un entorno en el que el ser humano es devastador. La naturaleza persiste a pesar de nosotros, aunque claro, eso no es solo de los santandereanos. Y curiosamente en esas tierras ocres siguen emergiendo las hormigas culonas que no saben que tienen dueño incluso antes de nacer y que las reinas no verán una corona sino una paila en la que se convertirán en oro para otros. Pero para todo tenemos excusas que, a propósito, suenan edulcorantes.
Y si la identidad dependiera del paladar, también estaría amenazada. Los tamales han venido siendo reemplazados en la dieta santandereana por las descomunales monstruo hamburguesas en donde la cantidad muchas veces le da codazos a la calidad.
Curiosamente en donde tenemos una identidad marcada es en un terreno donde las estadísticas se empeñan en decirnos que no somos buenos para eso. Tenemos un equipo de fútbol que en 75 años, desde que se creó, no ha ganado títulos en la liga profesional y aún así, los domingos en los alrededores del barrio San Alonso de Bucaramanga, cientos de personas, especialmente jóvenes, alientan al ritmo de cantos en tiempo de cumbia y trapos amarillos con una pasión sobrenatural. Muchos de ellos no habían nacido cuando Jesús ‘El Kiko’ Barrios o Jorge Ramoa inflaban las mallas de los arcos contrarios y ni hablar de saber cómo jugaba ‘La Bordadora’ Montanini. Hoy, cuando ese equipo está en la fase final y el Alfonso López se llena con los advenedizos que se quieren subir al bus de la victoria con la posible primera estrella cosida en el escudo, hay que recordar y honrar a los muchos menos que con fidelidad y paciencia estoica han estado siempre con resiliencia colectiva.
Somos lo que somos, con todo lo bueno y lo no tanto. Hoy, con todo lo que he visto, me atrevo a decir que la santandereanidad es ese cambiante estado del ánimo que nos lleva a levantar los hombros con pasmosa conformidad cuando oímos en las noticias que un nuevo escándalo de corrupción, liderado por un paisano, abre un hueco fiscal tan grande como nuestro amado Cañón del Chicamocha. A la vez nos hincha de orgullo saber, por lo menos a unos pocos, que nuestra tierra parió a una Virginia Gutiérrez de Pineda, mujer berraca que fue pionera de los estudios de familia en Colombia y hoy sigue siendo un referente para los académicos latinoamericanos de ese campo.
La santandereanidad tiene que torear a diario y sin sosiego, los contrastes entre el carnaval y la tragedia; entre el alborozo por todo y las lágrimas derramadas ante las violencias. Eso y mucho más, somos. Todavía a algunos nos queda la esperanza, que aunque tímida, está viva y nos hace que sigamos pedaleando en el presente porque nos mueve la ilusión de que las generaciones que vienen construirán un nuevo sentido para eso tan etéreo y conveniente, tan manido y esquivo que llamamos santandereanidad.
Deja una respuesta