
Oriana González Rodríguez
Escritora y editora
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Los abusadores sexuales no nacen siendo así. Muy por el contrario, ellos llegan al mundo con las mismas posibilidades que tienen los demás humanos: pueden convertirse o no en depredadores sexuales.
La diferencia radica en que ellos crecen y se desarrollan en el seno de una familia que los protege, que les admira y alaba los abusos. Y que, como si fuera poco, les garantiza la absoluta impunidad. El comete los abusos y las demás personas de su núcleo familiar le tapan la falta, no la critican; no intentan corregirlo, no le muestran desagrado. Más bien, como dije antes, le refuerzan ese comportamiento.
Así, desde la primera infancia, el abusador es consciente de que él puede hacer lo que le venga en gana, con quien quiera, con o sin su consentimiento y que su comportamiento no tendrá consecuencias negativas contra él. Es un pacto no escrito entre el abusador y su familia y entre ellos dos y la sociedad de la que hacen parte. Es el pacto patriarcal.
La familia se encarga de tapar, de esconder, de no hacer nada por visibilizar y evidenciar los “pequeños agravios” que van cometiendo los hijos sanos del patriarcado.
Es tan fuerte ese contrato de impunidad familiar, que en casos como el violador e infanticida Rafael Uribe Noguera, asesino de Yuliana Samboní (Ver https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-42175862 ), sus hermanos y padres hicieron todo lo posible por alterar la escena del crimen, por protegerlo de una pena máxima y por buscarle las mejores condiciones carcelarias posibles.
Durante varios años, la familia de Uribe Noguera ocultó todos los pequeños agravios o crímenes que el pedófilo cometió desde su adolescencia hasta su edad adulta. Vieron, en silencio, cómo él iba perfeccionando su instinto de violar y asesinar. Nadie de su grupo familiar dio la voz de alerta o, siquiera, intentó pronunciarse en contra de los desmanes de este hombre.
Él nació, creció y se desarrolló en el marco del pacto patriarcal, sellado con un contrato familiar, mediante el cual jamás se cuestiona a un miembro que comete actos aberrantes, porque por encima de esos actos, está la idea de la “familia de bien” que será manchada, mancillada o desprestigiada si se sabe que uno de sus miembros comete tales comportamientos delictivos.
Y ¿Qué pasa cuando una mujer, víctima sobreviviente de violencia sexual, denuncia a su abusador (abuelo, padre, hermano, tío, primo, esposo, amigo)?
Lo que sucede en las familias tradicionales colombianas, que son mayoritariamente religiosas, es decir, católicas, es que se le exige a la víctima que guarde silencio. No se habla del tema. Se pasa la página. Se le exige el exilio a la sobreviviente que denuncie o desee denunciar. Y, sobre todo, jamás se le perdonará que haya roto el pacto patriarcal.
De esta manera, los abusadores reciben el mensaje, claro y directo, de que nunca recibirán ningún castigo por los crímenes que cometen. Se les demuestra que eso que hacen está bien; ellos siempre alegarán que sus víctimas lo provocaron y que lo merecían y que ellos, más o menos, fueron obligados, seducidos.
Como no reciben censura ni castigo y, menos, escrutinio público (porque “la ropa sucia se lava en casa”) pueden ir perfeccionando las diferentes modalidades de violencia basada en género. Ya no con los miembros de su familia porque podría verse nuevamente en el ojo del huracán. Lo harán fuera del hogar, en otro hogar, si conforman uno, en sus círculos sociales (colegio, universidad, trabajo); en cualquier contexto donde se crean con la oportunidad, el poder y la ventaja de hacerlo.
La vergüenza termina recayendo en las víctimas denunciantes, porque ellas rompieron el pacto patriarcal al salir al mundo a contar las violencias que sus propios familiares han ejercido y la presión que sus familias despliegan para que no denuncien, para que jamás se vuelva a hablar de ese tema. Para que coman calladas en la misma mesa del abusador los fines de año y puedan abrazarse como si nada hubiese ocurrido en cada fiesta familiar.
Pero la vergüenza ha empezado a cambiar de bando. Algunas mujeres y algunos hombres hemos aprendido del ejemplo que nos dio Gisèle Pelicot: ella denunció y comprobó pública y judicialmente que fue drogada y violada durante más de 10 años por su propio esposo quien la puso a disposición de más de 100 hombres, mientras los animaba diciendo “¡viólala sin que se despierte!”
Expuso su caso en estrados judiciales franceses y en la prensa del mismo país. Se expuso. Por encima de la vergüenza que nos han enseñado a sentir cuando somos víctimas de ese tipo de delitos, expuso al criminal, al violador, a su exesposo. Logró que la justicia condenara a su agresor, que la sociedad entera lo despreciara y que él sintiera vergüenza por su crimen.
Gisèle Pelicot y las mujeres del mundo entero lo estamos logrando al romper el pacto patriarcal porque nunca más tendrán nuestro silencio.
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