Crédito Imagen: Tomado de Internet
Danilo Rueda Rodríguez
Comunicador Social, promotor DDHH
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La banca, sencilla, de madera, sigue ahí, en el parque por donde el tiempo pasea hace varios años. Para ser exactos, son 26 desde la última vez en que nos sentamos en ella, que aquel día escuchó nuestra conversación recurrente sobre la vida antes de la muerte.
Hablamos, como no, de las realidades, de política, sueños y esperanzas. Intercambiamos sentimientos, ideas, bromas junto a decisiones relacionadas con la familia, la esposa, los hijos
La vieja banca del parque fue lugar propicio para las confidencias, para examinar la sociedad en qué vivimos, las posiciones de políticos y empresarios, de militares y fiscales, jueces y cortes, de iglesias, clubes deportivos, guerrillas, paramilitares y las violencias que han golpeado este país desde siempre.
Sentados ahí, en la dura banca del parque que nos sirve de refugio, cuidamos que las palabras, vulnerables, eludan el seguimiento y los oídos de los enemigos de la libertad que merodean por todas partes. Él aparecía en los informes de inteligencia orientados, como todavía hoy, a «garantizar la seguridad nacional» para así justificar los ataques a la vida y a la libertad a que tenemos derecho los ciudadanos.
Fue un sábado, cuatro semanas antes de su muerte, cuando charlamos sentados, una vez más, en la vieja banca del parque.
Ese día, Eduardo Umaña Mendoza vestía sudadera y llevaba en la mano la infaltable cajetilla de cigarrillos. Se fumó tres o cuatro, uno tras otro. El humo parecía ambientar la katarsis, el recuento de las ilusiones y las desilusiones.
En los momentos de silencio, Eduardo miraba a lo lejos, sacudía la ceniza de sus dedos y seguía hablando con su habitual fluidez de la vida, la muerte, de sus sentimientos que, manifestados con dulce amargura, hacían sonreír y alentaban el anhelo de sobrevivir a la amenaza: esa realidad que nos tocaba asumir con el llanto reprimido.
Ese día no hubo café ni un vaso de agua pero sí la noticia que le habían dado a Eduardo: existía un plan para llevárselo, desaparecerlo y matarlo. Hizo la descripción de quiénes estaban detrás de la amenaza.
El viernes siguiente en su apartamento nos repitió, a una amiga y a mí, que su vida corría peligro. Lo hizo en los mismos términos que había usado en la banca del parque: “Si sobrevivo a mayo, lograré llegar vivo a diciembre. Ya veremos. Yo no me dejo llevar. A mí me disparan. No me dejo llevar”.
Cuando le preguntamos qué quería hacer antes de que el plan se ejecutara, respondió sin dudarlo que quería pasar unos días de descanso con su esposa y su hijo. Organizamos un viaje y así se hizo.
La denuncia sobre los criminales que estaban detrás de plan para hacerle daño se conoció públicamente. Creíamos, ingenuos, que, poniendo al descubierto la identidad de los asesinos, éstos desistirían de sus intenciones. Sin embargo, al regreso del paseo familiar, Eduardo cayó asesinado. El crimen, dos décadas después, sigue en la impunidad.
Nuestro primer encuentro fue en 1984 en la Oficina de Derechos Humanos a donde fuimos unos estudiantes a hacerle una entrevista. Eduardo nos atendió amablemente sentado en su escritorio con una imagen del sacerdote guerrillero Camilo Torres y una de sus célebres frases: “insistamos en lo que nos une y prescindamos de lo que nos separa”.
Allí nos explicó el origen de los movimientos guerrilleros en Colombia, de cómo intentaban responder a los abusos del Frente Nacional, de los periodos del llamado ‘mandato claro’ de López Michelsen, del gobierno de Turbay Ayala y su terrible ‘Estatuto de Seguridad’, de las persecuciones, de su trabajo en la defensa de presos políticos. Esa mañana mostró, una vez más su ingenio, su capacidad crítica, su firme verticalidad ética, su determinación.
En noviembre, meses después de la entrevista en su oficina, vino la toma del Palacio de Justicia por parte de un comando del M-19 con el propósito de abrir un juicio político al presidente Belisario Betancur por su incumplimiento de los acuerdos de paz suscritos entre el gobierno y esa organización guerrillera.
Ese mismo mes hicimos parte de las marchas que exigían que se hiciera justicia y se respetara la vida de los desaparecidos. En una de esas manifestaciones nos enteramos de la desaparición de Antonio Hernández.
En muchas reuniones con Eduardo y algunos familiares de personas desaparecidas, estudiábamos los expedientes en los que reposaban las denuncias y las pruebas con las cuales se demostraban, tanto los posibles perpetradores, como las condiciones de modo tiempo y lugar en las que se cometieron esas desapariciones forzadas. Sin distinción alguna, estudiantes, profesionales o no, conformamos una especie de «Escuela de Derecho».
En ese espacio se examinaron procesos claves, como el magnicidio de Gaitán el 9 de abril de 1948, el paro cívico nacional en septiembre de 1977, el asesinato del maestro universitario Alberto Alava, las desapariciones forzadas de Omaira Montoya y de la familia Joya y a creación de la Asociación de Familiares de Detenidos Desparecidos.
Allí mismo se supo de la campaña de exterminio contra el M 19, de la muerte de Jaime Bateman, Iván Mario Ospina, Álvaro Fayad y, después, de Carlos Pizarro; el inicio del exterminio de la Unión Patriótica, la muerte de los candidatos a la presidencia de la república Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo, los asesinatos de Óscar William Calvo y Ernesto Rojas del EPL, los sucesos del batallón Charry Solano, la Brigada 20 y la estrategia paramilitar para tomar control del Magdalena Medio.
Buen tiempo dedicamos a analizar hechos tan graves como las masacres en el Urabá: Honduras, La Negra, Punta Coquito, Bajo del Oso, La Chinita; la judicialización del movimiento social como la USO, sindicatos de teléfonos y bancarios; los desplazamientos forzados masivos y los secuestros que, por orden del jefe paramilitar, Carlos Castaño, padecieron familiares de algunos jefes guerrilleros. Eduardo rechazó siempre la práctica del secuestro por ser lesivo a la dignidad y a la libertad de quienes lo padecen.
Cuando arrancó el proceso que se llamó de la «Séptima papeleta», Eduardo se mostró escéptico. No obstante, nos animamos a postularlo para ir a la asamblea constituyente, para lo cual se creó el Movimiento «Vida y Dignidad».
Intentamos aliarnos con el M-19, la U.P y algunos sectores estudiantiles. No se pudo y él no hizo parte de esa asamblea.
Esta remembranza la escribo sentado en una banca de madera de una embarcación fluvial. Navego en este momento por las aguas de un río consumido por la violencia. En su fondo reposan los cadáveres de personas asesinadas o desparecidas. Este río percibe el terror y las injusticias, pero también –y con fuerza creciente– el clamor de una paz justa.
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Cae la tarde, contemplo la soledad y con ella sigo viviendo el intento de una vida libre y digna sostenida por la fuerza del amor. Doy gracias a Eduardo Umaña Mendoza por sus enseñanzas en las aulas, en su casa, en las bancas de parques y oficinas y en las de las embarcaciones como ésta que hoy me transporta. Gracias por permitirme aprender que “más vale la pena morir por algo, que vivir por nada”.
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