
Juan Camilo Quesada Torres
Doctorando en Sociología UNSAM/EIDAES (Argentina)
Investigador en Economía popular
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Estar en Montevideo no me impide estar atento de lo que pasa en la Argentina. Ese país fue mi hogar los últimos 8 años, hasta el 1 de febrero reciente. Allá, en la noche del pasado 12 de marzo, vi y escuché la brutalidad policial con la que el gobierno de Javier Milei y Patricia Bullrich disolvieron una manifestación pacífica.
Tuve la sensación de haber visto antes las mismas arremetidas de los uniformados. El mismo odio en su acción contra civiles desarmados. Mi cabeza se fue directamente a un periodo de nuestra historia reciente: desde el 28 de abril de 2021 -durante más o menos 4 meses- cientos de miles de personas vimos, en vivo y en directo, los ataques de las Fuerzas Armadas de Colombia contra quienes protestaban. En ciudades como Cali, Medellín, Bogotá, Popayán, Barranquilla, policías y militares actuaron en coordinación con grupos paramilitares.
El país ya venía en un desbarajuste social importante desde hacía varios años. En septiembre de 2019, la policía nacional mató, sin justificación alguna, a Javier Ordoñez en Bogotá. Eso provocó que vecinos de distintos puntos de la ciudad salieran a protestar en contra de los Comandos de Atención Inmediata (CAI) de la policía. El 9 de septiembre, desde los CAI, los uniformados abrieron fuego contra las movilizaciones ciudadanas. Así murieron por lo menos 10 personas.
El 23 de noviembre de ese mismo año, Manuel Cubillos, Capitán del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), asesinó al adolescente Dylan Cruz en la calle 19 de Bogotá. Cruz y otros estudiantes de secundaria protestaban contra el gobierno de Iván Duque y le exigían medidas que les permitiera el acceso a educación superior.
El 2 de mayo de 2020, en plena pandemia de COVID-19, Claudia López, alcaldesa de Bogotá, autorizó el desalojo violento del barrio La Estancia. Quien quiso y tuvo tiempo de mirar, vio a los policiales coordinando el operativo con civiles encapuchados: repartieron garrotazos, patadas, gases, balas de goma y aturdidoras contra personas que no tenían modos para defenderse.
Ese abril del 2021, en medio del hambre, de la desatención social, de las acciones represivas en contra de los trabajadores de la economía popular que debían decidir entre buscar un peso para comer o morir de COVID, el nefasto Ministro de Hacienda de apellido Carrasquilla, estafador comprobado, decide presentar una reforma tributaria que buscaba aumentar el Impuesto al Valor Agregado (IVA) a los productos de la canasta básica e imponer el pago de impuesto a la renta para quienes recibían un salario mínimo.
Así, subió la temperatura social en contra del gobierno. Todo lo que podríamos llamar sector popular se manifestó a lo largo y ancho del país. Pedían que no se aprobara dicha reforma y ayudas para quienes estaban pasando hambre. Se condensó el descontento social creciente y de larga data.
En Cali, vimos cómo la policía incendió el hotel La Luna de manera premeditada, intentando inculpar a los manifestantes; vimos camionetas blancas, sin placas, desde las cuales se disparó contra indígenas que protestaban pacíficamente; mismas camionetas en las cuales los asesinos pretendían huir cuando la Guardia Indígena, sin armas, empezó a perseguirlos. Vimos a Andrés Escobar, hoy concejal de Cali, disparando contra los manifestantes, mientras se resguardaba detrás de unos policías.
En Bogotá la policía usó escuelas del suroccidente de la ciudad para aterrizar helicópteros con material de intendencia. Los vimos arremeter con tanquetas contra jóvenes parapetados detrás de escudos hechos con canecas de aluminio, cercenando globos oculares a una cantidad importante de ellos.
Todo esto lo vimos en las transmisiones en vivo de Facebook e Instagram que particulares, organizaciones sociales, periodistas populares y ciudadanas interesadas activaban en las madrugadas durante los siguientes cuatro meses.
Hubo por lo menos 80 muertes a lo largo y ancho del país, en donde estuvieron involucrados, presuntamente, policía, ejército y paramilitares.
En este lado del continente, desde hace casi un año, los y las jubiladas convocan cada miércoles a manifestarse frente al Congreso de la nación en Buenos Aires. Intentan presionar para que sus magras pensiones no acaben de perder su ya escaso poder adquisitivo y para evitar más recortes en los apoyos a los adultos mayores en situación de vulnerabilidad.
Estos recuerdos vienen a mí, pues un periodista popular argentino, Pablo Grillo, fue víctima de un intento de asesinato por parte de las fuerzas represoras del gobierno argentino mediante el uso indebido de un arma de letalidad reducida.
Grillo es parecido a los comunicadores que, durante 2021, en Colombia, nos fueron contando la verdad acerca de la protesta popular y el ataque militar desmedido contra ella. El gobierno argentino, a través de la ministra Bullrich, dio a entender que se lo merecía por ser un periodista Kirschnerista. Casi validando que, intentar matar a alguien es legítimo si es Kirschnerista.
Bullrich tiene en su haber un pasado con rastros de sangre. Santiago Maldonado “murió” en un operativo policial en 2018 cuando ella hizo parte del gobierno de Macri. También estuvo dentro del gobierno de De la Rúa, que terminó con la huida del presidente por la presión popular, y con 39 muertos por la intervención policial.
Sí, definitivamente, esto que hoy veo en la televisión argentina es muy similar a lo que ya había visto en Colombia durante el levantamiento popular de 2021: los gobernantes de esa época en Colombia, como los de hoy en Argentina, llegaron al poder para robarse el país, y quien se oponga recibe todo el peso de la represión militar y paramilitar.
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