José Aristizábal García
Autor entre otros libros de Amor y política (2015) y Amor, poder, comunidad (2024)
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Uno de los problemas principales del progresismo y la mayor parte de nuestras izquierdas es depositar toda su confianza en el Estado para realizar las reformas y transformaciones que reclama a gritos la sociedad. Es persistir en la creencia de que es posible horadar, domesticar o apaciguar al Estado metiéndose dentro de él para transformarlo desde su interior. Es pensar que, a través de la alternancia de un gobierno y una fuerza parlamentaria importante, se pueden lograr reformas que afecten en alguna medida el enorme poder de los pulpos financieros transnacionales. Es mantenerse dentro de la dicotomía Estado-Mercado.
Un análisis serio de cómo han evolucionado en las últimas décadas las relaciones entre el Estado y el Mercado, muestra que el primero ha sido subordinado al segundo, al igual que la política a la economía. Y la experiencia de los progresismos en América Latina y Europa ya nos ha demostrado que, sin la presencia de una fuerza poderosa de las comunidades y los movimientos sociales, que se estén movilizando e interviniendo simultáneamente en el escenario político y constituyendo un poder dual, es imposible la obtención de cambios y reformas significativas.
Ese es el tercer actor al que se ha dejado de lado. Porque, una cosa es invitar o llamar al pueblo a que se movilice para apoyar al gobierno, a los partidos de izquierda o al gran líder y, otra muy distinta, que las propias comunidades y movimientos se movilicen masivamente y desplieguen sus propios poderes de autoorganización y autonomía, hasta instituir una dualidad de poderes que empuje y defienda al gobierno en sus luchas frente a los poderes financieros y mafiosos; otra, muy distinta, que unos bastiones de poder popular extiendan y difundan una nueva hegemonía, un nuevo sentido común, alteren las relaciones de fuerzas, desarrollen otras formas de democracia y equilibren la gobernabilidad. Una cosa es colocar a las comunidades y movimientos como instrumentos al servicio de aparatos partidistas que tienen por lo menos una pata dentro del Estado corrompido, y otra, valorarlos como los verdaderos sujetos de la transformación social, los que, en realidad, en sus momentos de mayor ascenso, han subido a los líderes progresistas al poder ejecutivo.
Nuestro Presidente Gustavo Petro es uno de los mayores y mejores críticos del neoliberalismo. Su acusación al Mercado por su devastación del planeta, que coloca a la humanidad al borde de la extinción, ha merecido un reconocimiento internacional. Al mismo tiempo, un gran defensor del Estado como regulador, en alguna medida, de la voracidad del capitalismo rentista y mafioso. Ha conformado un gobierno en el que hay una participación y una expresión de los movimientos populares. En numerosas ocasiones ha convocado a los indígenas, los negros, los campesinos, los trabajadores, al pueblo en general, a una mayor movilización y protagonismo en la defensa de las reformas y a que se erijan en un poder constituyente. Lo ha hecho desde su propio liderazgo, como presidente de la república o a través de sus aparatos partidistas más cercanos; en la reciente asamblea de su partido, la Colombia Humana, reiteró su llamado a sus militantes a que se dedicaran a un trabajo de base.
Todo eso es positivo; pero la realidad es que eso no ha bastado para generar una mayor movilización y protagonismo de estos movimientos. Lo que ha hecho falta, ha sido aprovechar la amplia institucionalidad y las capacidades financieras y logísticas del gobierno para impulsar una vasta y masiva formación social y política de las comunidades y las distintas formas asociativas propias de la población, de tal manera que sean ellas mismas las que desarrollen su autoorganización, su creatividad, sus procesos de autonomía y sus niveles de conciencia. Por ejemplo: una reforma y una reorganización profundas en la dirección y la promoción de las juntas de acción comunal para sacarlas del dominio del gamonalismo y el clientelismo. Por ejemplo: un amplio proceso de cooperativización en las grandes barriadas de las periferias urbanas y el campo, que desarrolle la autogestión, la co-gestión con el Estado y dinamice las producciones de la pequeña/mediana industria y agroindustria, de la reforma agraria y de las energías renovables de la transición energética justa, al mismo tiempo que cooperativas autogestionarias en la salud y la educación. Por ejemplo: el apoyo técnico/financiero a las experiencias de comunicación alternativas que trabajan por otra cultura política.
El presidente Petro y los miembros más clarividentes de su gobierno, en los dos años que les quedan y pensando en un horizonte de transformación social, bien podrían dar un giro en esa dirección: valorar las potencialidades de ese tercer actor que existe más allá del Estado y el Mercado, que es el verdadero sujeto que construye la historia, el actor en quien, según la constitución, reside la soberanía de la nación, el cual, en unas condiciones dadas, puede conformar un poder dual, encarnar el poder constituyente y sin cuya movilización son imposibles cambios y reformas verdaderos.
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