
Marian Acevedo
Estudió Derecho y Comunicación Social. Es facilitadora de procesos humanos conscientes
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¿Qué le ocurrió a la civilización que le enseñó al mundo a soñar?
Durante el siglo XX, Estados Unidos no fue solo una superpotencia militar o económica. Fue —sobre todo— una superpotencia narrativa. Un país que convenció al planeta de que la libertad individual, el progreso científico, la movilidad social y la democracia podían coexistir bajo un mismo sistema, creando un modelo de sociedad que, con todas sus contradicciones, inspiró esperanza global.
Transformó la cultura, la educación y la ciencia en pilares vivos de una democracia vibrante. El blues narró el dolor de minorías silenciadas; el rock encendió la indignación social; los movimientos contraculturales moldearon el desencanto con lucidez revolucionaria. La inconformidad no se veía como una amenaza, sino como el fuego necesario para forjar un debate público auténtico. Sus universidades no solo formaron profesionales, sino mentes críticas capaces de desafiar dogmas, y la investigación científica apuntó, durante décadas, al horizonte común del progreso humano, no solo al beneficio propio.
Fue una sociedad que hizo de las libertades individuales su estandarte, que entendió la diversidad como una fortaleza estructural mientras defendió la dignidad del trabajo como vía legítima y orgullosa de ascenso. Por eso, su verdadero poder no emanaba de Washington ni de Wall Street, sino de comunidades que construían con tenacidad, de inmigrantes que abrían caminos de dignidad y de movimientos sociales que ejercieron, una y otra vez, la feroz voluntad de corregir y transformar su historia.
Hoy, esta traición a su propio espíritu está resultando devastadora. La nación que una vez fue refugio de perseguidos y tierra de oportunidades ahora criminaliza a quienes cruzan sus fronteras buscando lo mismo que sus propios fundadores. El país que predicaba la libertad como valor universal ahora levanta muros físicos e ideológicos. La potencia que defendía la dignidad humana como principio inquebrantable separa familias y despoja de humanidad al diferente. La que se presentaba como faro de apertura insulta a sus aliados históricos, ejerce chantaje económico contra quien no se subordina, y trata la soberanía ajena con el mismo desprecio con el que defiende obsesivamente la propia.
En esta triste metamorfosis, Estados Unidos comienza a reflejar aquello que históricamente combatió: un autoritarismo que anhela la sumisión global, liderado por figuras que se presentan como “salvadores” de una nación supuestamente abusada, y que alimentan el odio como combustible político. Esta erosión sistemática del alma democrática no es solo una crisis política: es una traición a los principios que fundaron su grandeza.
Lo mejor de Estados Unidos brotó de una visión ética profunda y de unos referentes humanos que otorgaron sentido y dirección a su camino histórico: Abraham Lincoln defendiendo la unión con una claridad de principios que trascendió su tiempo, convencido de que una nación dividida no puede sostenerse. Martin Luther King elevando el sueño de justicia racial como imperativo moral innegociable. Eleanor Roosevelt ampliando la noción de derechos humanos más allá de las fronteras norteamericanas. Kennedy desafiando a una generación a pensar más allá de lo heredado, a no conformarse con repetir lo establecido, a asumir la responsabilidad histórica de su momento. Whitman, desde la poesía, expandiendo radicalmente la definición de ciudadanía para abrazar todas las formas posibles de humanidad, incluso aquellas que el sistema aún no reconocía.
Esa visión cobraba vida en cada expresión auténtica de disidencia: cuando Dylan, inspirado en los versos del poema A Hard Rain’s A-Gonna Fall, advertía que “la cara del verdugo siempre está bien oculta”… mientras Nina Simone convertía la furia y el dolor del racismo en canciones que se volvían himnos de resistencia. Porque Woodstock, Stonewall, los beats, los hippies y, más adelante, los dreamers, no fueron simples expresiones culturales: fueron rebeliones colectivas contra la injusticia, el conformismo y el miedo. Manifestaciones vivas de una sociedad que se atrevía a cuestionarse, a imaginar algo distinto, y a decir no aunque muchos callaran.
También el punk, el hip-hop y el jazz —expresiones aparentemente distintas— compartían un mismo impulso: desafiar lo establecido, oponerse a toda forma de opresión, imaginar un país más justo. De allí surgieron generaciones marcadas por el sentido autocrítico, el hambre de justicia y la pasión por construir una sociedad más digna. Una ciudadanía que no solo protestaba, sino que creaba, proponía y enfrentaba el miedo con ideas que buscaban transformar, no solo resistir.
Por eso, lo que presenciamos hoy es profundamente triste. El deterioro actual no representa simplemente un ciclo electoral adverso ni una disputa ideológica pasajera. Es la señal inquietante de una conciencia colectiva que se debilita, de un país que comienza a olvidar lo que alguna vez supo sostener con coraje. Porque, con todas sus contradicciones, esa conciencia fue durante décadas —si no perfecta, sí lo bastante poderosa como para inspirar a otros pueblos y sostener ciertas esperanzas compartidas.
¿Qué silenció esa voz colectiva? ¿En qué momento el impulso transformador se desvaneció, reemplazado por un individualismo narcisista obsesionado con acumular, exhibir y sobresalir sin medida? Una nación que formó generaciones capaces de cambiar el rumbo de la historia parece hoy criar ciudadanos adormecidos, dispuestos a entregar su herencia democrática a cambio de promesas vacías y figuras mesiánicas. ¿Cómo es posible que la sociedad que gestó los derechos civiles, los movimientos pacifistas, las universidades más prestigiosas del mundo y las revoluciones culturales más influyentes haya terminado elevando como referentes morales a celebridades sin sustancia y empresarios con delirios de grandeza?
Pero el alma de una nación no se extingue con la llegada de un autócrata; se desvanece cuando su pueblo olvida quién fue y lo que alguna vez representó. Y aunque Estados Unidos tambalea, su conciencia democrática aún resiste. Aún se expresa en las protestas masivas en Harvard contra la censura del gobierno, en los más de 1.400 actos del movimiento “Hands Off” que han llenado las calles del país en defensa de la educación, la inclusión y los derechos civiles. Se alza en discursos prolongados en el Senado y en las voces que denuncian el retroceso constitucional. Se hace visible en manifestaciones nacionales que coinciden simbólicamente con aniversarios fundacionales, y en tribunales donde aún se bloquean medidas inconstitucionales. No son gestos aislados: son la señal de que, aunque herida, la democracia estadounidense todavía respira.
Porque aunque un presidente autoritario grite, no puede silenciar las notas libertarias del jazz. Aunque magnates tecnológicos monopolicen la conversación pública, no pueden mercantilizar del todo la dignidad humana. Aunque se vendan discursos de miedo envueltos en retórica patriótica, aún existen millones —docentes, enfermeras, obreros, inmigrantes, artistas, estudiantes— que encarnan, cada día, los valores más nobles de la tradición estadounidense. Y cuando una sociedad olvida su propósito fundacional, inevitablemente pierde su rumbo. Pero mientras haya quienes recuerden esa promesa original de libertad y justicia, la esperanza persistirá —no como ilusión ingenua, sino como imperativo histórico.
Hoy, más que nunca, es urgente que Estados Unidos recupere su memoria colectiva. No por nostalgia de un pasado idealizado, sino porque el mundo entero necesita que esa nación recuerde quién quiso ser alguna vez. Para quienes crecimos admirando sus ideales de libertad, su cultura vibrante y su impulso innovador, su deriva actual no es simplemente un asunto interno estadounidense, sino una pérdida también nuestra.
Lo que ocurre en Estados Unidos reverbera globalmente: sus políticas afectan economías lejanas, sus decisiones ambientales impactan ecosistemas compartidos, sus valores dan forma a conversaciones universales sobre derechos y democracia. Cuando la potencia que inspiró tantos movimientos democráticos retrocede en sus propios principios, las esperanzas de millones de ciudadanos en regiones menos libres también se desvanecen.
Como observadora externa que ha admirado su mejor versión, mantengo la esperanza de que esa sociedad encuentre la fortaleza para recuperar no un pasado mítico, sino el coraje cívico que definió sus mejores momentos. Porque cuando Estados Unidos honra sus ideales más nobles, no solo se beneficia a sí mismo, sino que renueva la posibilidad de un mundo más justo para todos.
Estados Unidos necesita rescatarse a sí mismo. ¡Ahora! No con nostalgia ni grandilocuencia, sino con coraje cívico, responsabilidad histórica y la capacidad de reconocer en qué momento empezó a perderse. Como escribió Whitman, «The genius of the United States is not best or most in its executives or legislatures, nor in its ambassadors or authors or colleges or churches, or parlors, nor even in its newspapers or inventors—but always most in the common people.» El genio de los Estados Unidos no está principalmente en sus ejecutivos o legislaturas, ni en sus embajadores, autores, universidades o iglesias… sino siempre principalmente en su gente común.” — *Walt Whitman, Democratic Vistas (1871).
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