Lucas Restrepo-Orrego
Investigador, docente y abogado
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Sobre la trilogía de Night Shyamalan
Para A.T.J
La historia comienza en 2001: un vigilante de un estadio, antiguo deportista universitario, advierte, luego de un accidente de tren, que su cuerpo es irrompible. En 2014, un chico sigue a un psiquiatra que trata su trastorno disociativo de personalidad (23 personalidades en una) hasta que una “identidad” dotada de fuerza sobrehumana aparece, de forma sangrienta, y da al traste con el tratamiento. En 2018, el hombre más inteligente sobre la faz de la tierra quiere mostrar al mundo que los héroes existen y está incluso dispuesto a sacrificarse personalmente para lograrlo (haciéndose pasar por el villano de la historia). El elenco es, por demás, impresionante: Bruce Willis es el vigilante, James MacAvoy, las múltiples personalidades, Samuel Jackson, el héroe villano. Una historia de “anti-héroes” que no pasó inadvertida, pero a la que tampoco se le dio mucho crédito.
Se ha dicho que la saga realizada y dirigida por Night Shyamalan “The Unbrequeable” (2001), “Split” (2017) y “Glass” (2019) trata sobre el traumatismo, la resiliencia y la reconstrucción de la identidad. En efecto, el topos del traumatismo infantil como definitorio de la identidad de cada uno de los héroes del relato justifica, en parte, el carácter de cada una de sus particulares reacciones patológicas. Sin embargo, y tal vez contra la voluntad misma de Shyamalan, otro cuadro se dibuja en el transcurrir de las imágenes de toda la obra. En ese otro conjunto de trazos, de lo que se trata no es ya de la relación entre el pasado traumático y el presente resiliente, sino de la fuerza, o del tipo de fuerza del que cada materia es capaz: la fuerza del vidrio no reside en su quebradiza consistencia, la fuerza del acero es más que mera resistencia, la fuerza de la carne no es simple pulsión desaforada.
Toda la belleza de la obra está en la presentación de las líneas de fuerza que subyacen a la extraña historia de estos héroes singulares. Lo que la trilogía pone en tensión son retratos. Cada escena es, al tiempo, la representación de un traumatismo que se transforma y un combate entre fuerzas indescriptibles contra toda representación. El ejemplo de la representación del poder soberano es claro en el cine inspirado en el comic. Marvel es siempre representación y afirmación del poder soberano, del discurso del sabio, de la fuerza capturada por el resentimiento (“Iron Man”, “Capitán América”). En la trilogía de Shyamalan, la representación del poder debe aparecer con el personaje de Elijah Price, pero se dibuja finalmente con el personaje triste de Ellie Staple, al tiempo poder soberano, poder psiquiátrico y poder mediático.
No por nada el vínculo entre Staple y David Dunn, el vigilante, es tan íntimo, casi cómplice. En efecto, Staple identifica que Dunn puede “representar” ese poder que ella misma ejerce en su clínica: el control desde la idea de la “seguridad” bajo la forma del despliegue efectivo de un poder sobre los cuerpos traducidos en el fenómeno sobrerepresentado de la criminalidad ambiente (sensación de inseguridad). Esto es, si bien Staple entiende que la potencia de Dunn debe ser abolida, su reivindicación de seguridad es aceptable y deseable. Lo que debe ser irrompible es la oferta soberana de seguridad, no los hombres.
Así pues, en uno de los cuadros, la representación un poco torpe del discurso del poder aparece justamente bajo la forma de su propia justificación: el poder soberano y su discurso de justicia (Dunn, Staple). Es el lugar común del héroe cinematográfico inspirado del Comic: un traumatismo (o estado de naturaleza), un camino de superación del desorden psíquico hacia el orden perfectamente jerarquizado de razones y pasiones, y todo coronado por motivos transcendentales de justicia. En el otro cuadro, los trazos de fuerza no pueden ser contenidos por el discurso de la representación. Y es el tema paradójico, intrigante, de la impotencia lo que permite su aparición. El comic, en Shyamalan, no se hace presente con la idea “marveliana” o “dciana” de la justicia del héroe sino con el trazo simple del proceso de transformación del traumatismo. En DC, el traumatismo es resentimeinto; en Marvel, maldad o obligación de redención. En Shyamalan, el comic deviene trágico.
Las neurociencias nos han mostrado cómo el traumatismo no sólo afecta la representación que la víctima se hace de sí misma, sino que, además, parece desestructurar biológicamente sus facultades cognitivas. Incluso, cuando el evento traumático es tan extremo que resulta destructivo para la psique, es el sujeto mismo el que se disuelve dando paso a “otro”, a una trayectoria subjetiva que pierde gran parte de sus vínculos con la identidad precedente. Sin embargo, con la trilogía, y sobre todo con Split, el problema del traumatismo sale de su encierro bio-cognitivo para ofrecernos toda su dimensión política. En efecto, el traumatismo se convierte en objeto de todas las intervenciones del poder y, al tiempo, en lugar secreto de aparición de los procesos de producción subjetiva.
En realidad, la obra de Shyamalan trata muy poco de la identidad perdida, o de los orígenes olvidados, o de las raíces latentes en el cuerpo amnésico. Trata más bien del caos y, sobre todo, de la mala suerte. No hay escatología de la redención (Aquaman), ni contenido moral subrepticio (Wolverine). La historia se encuentra más cercana a la obra de Alan Moore (The Watchmen), luego de que sólo lo inesperado, el origen gris, explica el nacimiento del héroe. Nada de grandes responsabilidades acompañadas de grandes poderes, nada de grandes explicaciones, nada de grandes finalidades, sólo el evento simple y su resultado: existimos y estamos despiertos (el estado de “inconsciencia” de los seres ordinarios es retratado por las víctimas de Dennis).
El mundo de colores y formas del Comic tiene la ventaja de traducir rápidamente la complejidad del héroe mediante el color. El suplemento moral debe llegar como una nube de enunciaciones que se impone a la imagen. Lo que le interesa Elijah Price es mostrar la pureza de la fuerza en la batalla entre héroes, que sólo el comic puede presentar de manera inmediata.
Ahora bien, el acontecimiento traumático tiene aquí un contenido especial: más que de un simple accidente, trata del efecto del evento sobre la identidad del sujeto. La novedad que introduce Shyamalan en la cuestión del “origen del héroe” es que el accidente del que emerge da lugar, primero que todo, a la destrucción de la personalidad individual, a la des-subjetivación. “Spiderman” alcanza a trabajar el problema de la destrucción cuando el veneno de la araña que lo muerde y lo transforma en héroe casi termina matándolo. “Wolverine” hace de su amnesia una carencia, y de la desastrosa invitación del “Professor X” a buscar “su origen” un propósito. En fin, en Marvel, con sus dos personajes más interesantes, el problema de la destrucción queda bloqueado en la simplicidad del “origen”. Con Shyamalan, la destrucción del sujeto es tal que sólo la novedad puede ocupar el lugar de la continuidad en la obra.
No se trata de un proceso “resiliente” pues no hay redención sino un proceso de transformación motivado por los efectos destructivos del evento traumático (la fragilidad física de Price, la hidrofobia de Dunn, el trastorno disociativo de Crumb), del cual resulta un nuevo ser, cuya identidad se ve permanentemente sobrepasada por su “poder”, por lo que “puede el cuerpo”.
Los procesos creativos de nuevas identidades surgidas de la destrucción ponen de presente el régimen de constante producción y transformación en el que se ve envuelta toda identidad. No hay identidad final sino transiciones, procesos vibrantes que afectan y se dejan afectar en una batalla a la vez estruendosa y silente. Las 23 personalidades de Kevin Crumb presentan el proceso mismo de transformación del sujeto, más que un trastorno disociativo de la personalidad. Y si La Bestia es la “personalidad” final, es porque siempre, ante el límite de la potencia pura, todo nuestro mundo se estremece.
Hay que decir que, entre el poder de “extracción” que ejerce Elijah Price (el “creador” de héroes) y el ejercicio de David Dunn, velar por la seguridad, se instala una instancia ambigua cuya consistencia está siempre en cuestión por la desagregación identitaria del personaje de Kevin Crumb. Dicha dispersión es determinada por la coexistencia de un conjunto de 23 identidades en un solo cuerpo, cada una de ellas definida por su actividad deseante.
Es fácil pensar la dispersión identitaria de Kevin según el tema del trastorno disociativo. Pero ante la violencia materna de que fue víctima, otra trayectoria aparece: es la incapacidad de Kevin de reaccionar a las torturas de la madre la que desarrolla, paradójicamente, un dispositivo de multiplicación de la fuerza.
De esta sobrecarga de identificación empujada por el estado de impotencia al que llega el agente como efecto de la dominación ejercida por la madre, emerge “La Horda”: subgrupo dominado, al interior del conjunto, por las personalidades controladoras. Pero que, gracias a un acto de temeridad infantil, toma el control del cuerpo de Kevin (Hedwig es un niño de 9 años que roba el acceso al control del cuerpo de Kevin, la “luz”, y se la entrega a La Horda). Sería interesante explorar el problema del objeto de deseo en cada grupo: los controladores son paradójicamente más fenomenológicos; La Horda parece inclinarse por una ética transcendental. Lo veremos en otro momento.
La invocación de esta super no-identidad que es La Bestia está motivada desde “La Horda” por una necesidad de protección más asimilable al cuidado que al aseguramiento. Nueva paradoja de la impotencia: es la desmesura de La Bestia lo único que puede convertir la multiplicación de la potencia del grupo en “cuidado”. En fin, si emergencia de La Horda puede verse en, de entrada, como el derrape del individuo hacia el caos de la violencia de los afectos, el encuentro final de La Bestia con su víctima Casey ofrece otro panorama. Cuando La Bestia encuentra a Casey luego de una persecución propia de un thriller de terror, y está a punto de devorarla, la deja ir al darse cuenta de que un vínculo los ata. El sufrimiento, en Casey, también ha sido transformado en un suplemento de fuerza; los dos cuerpos están atravesados por la misma potencia.
Si a la trilogía de Shyamalan no se le dio mucho crédito, creo que una parte de la explicación radica en su tratamiento político del problema de la fragilidad. Cada héroe opera, a su manera, un sacudón de su traumatismo frente las violencias enunciativas que suelen fijarlo en el lugar de la impotencia.
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