Javier Serrano Ruiz
Licenciado en Filosofía y letras. Magister en lingüística
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El encanto de mi primera escuela fue efímero. Demasiado pronto terminaron los ventarrones de mis sueños y las sesiones con la hermana Teresa tras el tablero rotatorio de madera, gracias a las cuales Maricela y yo habíamos aprendido a leer, escribir y hasta multiplicar, mientras nuestros condiscípulos seguían aprendiendo rudimentos.
Después de un breve paso infeliz por un colegio lleno de miedos promovidos por un director sin pasión y sin noción de infancia, Maricela y yo, con la nostalgia a cuestas, nos vimos obligados a caminos diferentes. La enseñanza dulce de monja quedó en el pasado.
Mi llegada a la escuela urbana de varones, ya iniciado el año escolar, significó reacomodar los muebles en el aula de la señora Lola. Yo, con mi pupitre privado, unipersonal, quedé en la primera fila. Eso, más la relación de mi mamá con la maestra, me confería un estatus de privilegio.
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Aunque la maestra era amigable, formaba parte de un grupo de docentes siempre acompañados de una regla de madera con la que disciplinaban a los díscolos. La única contra eran dos pestañas en forma de cruz en la planta de la mano, reforzadas por el credo; el palo saltaba en pedazos gracias al conjuro. Cuando anunciaban que vendría el inspector, ocultaban su instrumento pedagógico, para traerlo de vuelta después de la visita.
Un afortunado reencuentro con mi primera motivación al aprendizaje se produjo tiempo después. Carmen, mi nueva profesora en la escuela, era joven, rubia y de belleza rotunda. Aunque yo había perdido la confianza inocente de las conversaciones con mi primera maestra, disfruté su encanto en silencio y fui su mejor alumno por unos meses.
Dos hechos empezaron a convertirme en alumno remolón: apareció embarazada y ya no era tan hermosa ni tan mía. Pero lo peor me cayó encima, todo al tiempo, en un mismo día nefasto: ante el inspector y mis compañeros, me restregó la cara contra el mapa, porque me empeciné en confundir los ríos Cauca y Magdalena. Gracias a su esfuerzo, yo, su alumno de mostrar, al final, demostré su solvencia pedagógica y, casi llorando, di con la respuesta correcta. Un rato después, frente al mismo funcionario, negué que nos hubiera enseñado patronímicos y gentilicios. Esta vez la reprensión fue privada, durante el recreo; tuve que darle la razón, aunque todavía pienso que yo estaba en lo cierto.
Mi última maestra, vieja, rigurosa y exigente, tenía un nombre que le hubiera sentado mejor a mi monja inolvidable, o aun a Carmen antes de la traición de su embarazo y las humillaciones frente al inspector. La señora Erlinda terminó de prepararme para ser en lo sucesivo un estudiante apático y mediocre. Por suerte, logré regresar años después a mis motivaciones iniciales de escolar.
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