Javier Serrano Ruiz
Licenciado en Filosofía y letras. Magister en lingüística
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Su mundo eran el pueblo de calles empedradas, el burro mañanero que traía la leche en cantinas, el camión de las veredas, las dos chivas de servicio público y, un poco más tarde, el Studebaker rojo de las señoritas. La lengua, la de su madre, su abuela, sus tías y los parientes de las fiestas en el campo, a las que solían ir con la tía agraciada.
Un domingo ocurrió el gran acontecimiento. Mientras ayudaba en la venta, encontró junto al cajón de la plata un periódico.
–Téilar de Chárdin -leyó el titular varias veces, sin comprender.
–Teilárd de Chardán –leyó por sobre su hombro, como para sí, un hermano mayor casi desconocido, de visita por esos días, y se retiró.
Volvió a leer. Algo no casaba entre el escrito y la lectura de su hermano. No preguntó, pero concluyó que hay otros idiomas y que se escriben de una manera y se leen de otra. Más tarde lo asoció con el gusto nocturno del tío José por el radio de mueble, con ojo mágico y dial lleno de ciudades y lenguas a veces incomprensibles; también con la respuesta lacónica de su papá a turistas que de vez en cuando aparecían por el pueblo con aire de desamparo: ai don espic inglis.
Antes de su día más feliz papá y mamá lo habían llevado al frío, sentado sobre sus piernas, primero por carreteras polvorientas y después en un tren interminable que parecía arrastrar los rieles tras de sí, para conocer a sus hermanos mayores, quienes recibirían las órdenes menores en su camino al sacerdocio.
Siempre recordaría que los carros y la gente se convertían en miniaturas al verlos desde la ventana de un tercer piso. También el alboroto con sordina de la gente vestida de circunstancia en la puerta de la capilla antes de la ceremonia. Después, las felicitaciones, presentaciones y saludos, junto con los augurios y noticias de nuevos destinos. Un nuevo conocido, tan inteligente como feo, según decían, partiría pronto para Japón, un lugar extraño donde seguiría siendo exitoso.
-¿Tocayo, te vas conmigo? –le dijo con una sonrisa pícara. El asintió y los demás lo celebraron.
Al regreso, en avión, le faltó la experiencia del aterrizaje, por culpa de la tía que, por estar rezando, no lo despertó.
Años después, tras un viaje de semanas hasta el otro lado del mar, uno de sus hermanos lejanos empezó a enviar cartas desde 42 Rue de Grenelle- París, y su padre a responderlas.
Poco a poco, atando cabos, sintió que el mundo es más amplio y rico que el pueblo donde nacimos. Luego, ya adulto, aprendió que todas las lenguas se leen como se escriben, que podemos aprenderlas, que expresan diferentes sentimientos y formas de vivir, que en todas se pueden decir cosas bonitas, y que cualquier lugar deja de ser ajeno cuando hay a quien amar, porque entonces el olor de las personas, el aire y las cosas se tornan familiares.
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