
Edgar Yesid Achury
De Fusagasugá. Californiano por adopción. Apasionado por la geopolítica.
Ingeniero de alimentos, maestro quesero.
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Colombia produce el mejor café del mundo. No es un eslogan turístico ni un exceso patriótico: es una afirmación que se sostiene en la agronomía y en la geografía. Nuestro café es suave, equilibrado, con acidez brillante y perfiles sensoriales que van de lo floral a lo achocolatado, gracias a la combinación única de microclimas, altitudes extremas y suelos volcánicos que permiten que el grano madure lentamente y concentre sus mejores atributos. A ello se suma la tradición de recolección manual, casi quirúrgica, que selecciona grano por grano lo más fino de la cosecha. Ese café —el verdadero café colombiano— es una experiencia que sorprende a cualquier paladar: limpio, persistente, elegante, inolvidable.
Pero esa excelencia, paradójicamente, no llega a la taza del colombiano promedio.
Durante décadas nos vendieron la idea de que el “tinto” era la encarnación de nuestro orgullo cafetero. Crecimos creyendo que ese sorbo oscuro, áspero y agresivo era la prueba viva de la calidad nacional. Pero el tinto no es el símbolo del mejor café del mundo: es su caricatura, la versión empobrecida de un producto que solo conocen realmente quienes pueden pagarlo o quienes lo cultivan.
La realidad, incómoda para muchos, es que el colombiano no toma tinto porque tenga buen sabor. Lo toma porque la cafeína es una adicción culturalmente aceptada, porque durante generaciones el paladar se resignó a la acidez exagerada, al sabor quemado, a la aspereza de una bebida que jamás se parecerá al café que Colombia exporta. Se creó así una falsa memoria gustativa que confunde el golpe estimulante con la calidad del grano. Y para colmo de males, el colombiano le pone azúcar al “tintico”, pero eso hace parte de otra historia.
Y es aquí donde los datos destruyen el mito: el café que se toma en Colombia no es, en su mayoría, café colombiano, y mucho menos café de calidad. En 2023, el país importó alrededor de USD 252 millones en café para suplir el consumo interno. Pero eso no es de ahora: entre 2010 y 2020 esas importaciones crecieron casi 41 %, con Brasil aportando cerca del 62 %, Perú casi el 28 % y Honduras alrededor del 6 %. Y mientras el país se enorgullece de su grano, en el año cafetero 2024–2025 Colombia importó 893.000 sacos de 60 kilos para poder abastecer la demanda local, aun cuando la producción nacional fue sólida y lo mejor de la cosecha se envió a Japón, Europa y Norteamérica. Todo esto ocurre mientras el consumo interno se sostiene, no con cafés premium, sino con mezclas baratas, pasilla industrial y robusta importada.
Ahora bien, sería injusto negar que en los últimos años ha surgido una revolución necesaria: los cafés de origen, las cooperativas regionales y los pequeños procesadores y tostadores que, desde Nariño, Huila, Tolima, Antioquia y hasta las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta, están intentando corregir el desequilibrio histórico. Son esfuerzos admirables que buscan que el colombiano descubra, por fin, el sabor real de su propio café. Pero la paradoja es que, pese a su crecimiento, estos avances no han logrado disminuir las importaciones ni democratizar el acceso al café colombiano de calidad. Las islas de excelencia existen, sí, pero son eso: islas. La masificación sigue siendo una deuda, y el mercado interno continúa alimentándose mayoritariamente de café barato importado.
En otras palabras: Colombia exporta excelencia e importa mediocridad. Lo que muchos colombianos toman cada mañana no es café fino, sino una mezcla económica que se vende envuelta en la nostalgia del “tinto”, un nombre que ya no describe una tradición sino un autoengaño.
Mientras tanto, solo tres grupos acceden al verdadero café colombiano: quienes están vinculados al cultivo y pueden quedarse con parte del mejor grano; los consumidores de ingresos altos que pagan en Colombia precios equivalentes a los de Tokio o Nueva York; y las personas que vivimos en países que importan café colombiano, donde llega la calidad que allí se produce pero que raramente se queda en casa.
El resto del país bebe una ilusión.
Ni siquiera los cafés de origen, las cooperativas, los tostadores artesanales o la nueva cultura del café han logrado romper este ciclo. Colombia avanza, sí, pero avanza en los márgenes. La estructura central sigue intacta: el mejor café se va, el peor se queda. El consumidor sigue engañado. El campesino sigue subvalorado. Y el país sigue celebrando una caricatura.


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