
Antonio Eresmid Sanguino Páez
“No había muerto nadie.
Los muertos no aparecían por ninguna parte. ( …)
Como si José Arcadio Segundo no hubiera existido jamás.”
— Gabriel García Márquez, Cien años de soledad
Este fin de semana de velitas, el Gobierno del Cambio vuelve al departamento del Magdalena para realizar un nuevo ejercicio de memoria. Después del acto de perdón por el exterminio de la Unión Patriótica, este sábado en Ciénaga conmemoraremos los 97 años de la Masacre de las Bananeras. Donde por mucho tiempo hubo silencio, la verdad y la justicia volverán a brotar en el lugar donde miles de trabajadores fueron reprimidos por exigir lo más elemental: un jornal justo, un trato digno, una vida que valiera la pena vivir.
Allí, frente a la estación del tren donde nació una de las memorias fundacionales de Colombia, la memoria volverá a hacerse vida. Esta vez para honrar a las y los trabajadores víctimas de la violencia antisindical, que durante décadas nadie nombró ni reconoció.
Puede que para buena parte de la élite política y de los medios hegemónicos este evento pase desapercibido, pues por mucho tiempo lo han tratado como un episodio que pertenece a otro país y a otra época. Pero no es así. Estoy convencido de que la política transcurre en la disputa por el significado: quien logra fijar las palabras, fija también el sentido de lo posible. Y en ese sentido, algo profundo está cambiando en Colombia.
La historia laboral de nuestro país —hecha de conquistas y retrocesos, de avances democráticos y silencios impuestos— por fin está entrando en el lenguaje político nacional. Y solo eso ya es un gran cambio.
Por eso sostengo que el cambio más profundo que vive Colombia con este Gobierno no siempre aparece en los titulares. Ocurre de manera casi imperceptible, pero transforma la vida cotidiana. Hoy, la política no muere al entrar por la puerta de la administración pública; al contrario, las instituciones comienzan a reconfigurarse desde discursos que nunca antes habían tomado las riendas del Estado.
Por eso, cada vez que llego a un territorio, repito lo mismo: este no es solo el Ministerio del Trabajo; es el Ministerio de las y los Trabajadores. Ese matiz —que a algunos puede parecer mínimo— es en realidad una ruptura histórica.
Durante años, el país asumió que hablar de derechos laborales era de mal gusto, incómodo en la mesa, incluso subversivo. Crecimos con la idea de que defender un mínimo podía poner en riesgo el empleo; que exigir seguridad social era exagerado; que los salarios solo podían subir si lo permitía el mercado. Se normalizó el silencio, el rezago y la exclusión de las experiencias del trabajador del debate público.
El Gobierno del Cambio, del presidente Gustavo Petro —el primero de izquierda democrática en la historia del país— sacudió ese orden. Entendió que el discurso no sirve simplemente para ganar elecciones y ocupar cargos: sirve para transformar la realidad. En estos tres años instalamos en la conversación pública la palabra dignidad; devolvimos contenido de derechos al trabajo; y abrimos —para no volver a cerrar— el debate sobre una verdad elemental: en Colombia, el capital no produce nada si no es con trabajo.
Pero no se trata solo de una lucha por el significado, sino de su impacto real en las instituciones. Cuando la Comisión de Concertación del Salario Mínimo vuelva a reunirse, generará escozor entre quienes siempre se acostumbraron a que el Gobierno se inclinara hacia la posición empresarial. Hoy hay un Gobierno que se acerca más a la posición del trabajador.
Ahora que la tan luchada y torpedeada Reforma Laboral es ley —y empieza a recuperar y profundizar derechos que se creían perdidos o reducidos a un parágrafo sin efecto real en la Constitución—, algunos técnicos gritan catástrofe. Cuando la inspección laboral ejerce su función sin tranzar por una simple sanción económica, sino defendiendo empleos y vidas reales de carne y hueso, quienes persisten en formas modernas de esclavismo claman persecución.
Y ahora que la economía crece con mejores salarios, mayor demanda, más empleo y condiciones laborales dignas, muchos prefieren callar y fingir demencia.
Este sábado en Ciénaga volverá a escucharse que las luchas del trabajo nacieron del dolor, de la sangre y de la terquedad de miles de trabajadores que se negaron a desaparecer, como José Arcadio Segundo. Noventa y siete años después, volver a ese lugar no es un gesto simbólico ni mecánico; es la afirmación de que este país ya no le da la espalda a quienes lo sostienen. Y que exista un Ministerio de los Trabajadores es, precisamente, la forma contemporánea de continuar aquella lucha: construir una Colombia donde el trabajo no se reprime ni se silencia.


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