
Víctor Solano Franco
Comunicador social y periodista
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Especial para El Quinto
En Colombia, donde cada semana abre un nuevo capítulo de tensión institucional, la más reciente discusión gira en torno a una verdad elemental: los partidos políticos tienen el derecho —y el deber— de decidir a quién avalan y a quién no, conforme a sus estatutos y convicciones ideológicas. No es un capricho, no es una concesión graciable y, mucho menos, una orden del gobierno de turno. Es la esencia misma del pluralismo democrático.
El debate resurgió luego de que los partidos Liberal y de ‘la U’ decidieran negarles el aval para las elecciones legislativas de 2026 a Carlos Felipe Quintero y a Julián López, actual presidente de la Cámara de Representantes. De inmediato, el presidente Gustavo Petro y su ministro del Interior Armando Benedetti reaccionaron con críticas públicas, insinuaciones de injusticia y un intento evidente de influir en las decisiones internas de esas colectividades. Pero la pregunta es directa: ¿tiene legitimidad el Ejecutivo para intervenir en los criterios con los cuales un partido entrega o niega un aval? La respuesta es igual de directa: No.
Los avales no son un derecho adquirido ni una exigencia que el ciudadano pueda imponerle a una colectividad. Son un instrumento de responsabilidad política interna. Representan la forma en que un partido define quién lo encarna y quién no, y de qué manera protege su coherencia ideológica y ética. Una organización política que no ejerce ese filtro deja de ser partido para convertirse en simple ventanilla notarial. Por eso resulta tan preocupante que desde la Casa de Nariño se insinúe que estas decisiones pueden ser reversadas o cuestionadas desde el Ejecutivo, como si los partidos fueran extensiones naturales del Gobierno.
Conviene recordar un ejercicio de memoria institucional: ¿qué habría pasado si durante el gobierno de Iván Duque este hubiese intervenido para presionar al Pacto Histórico o a la Colombia Humana en la entrega de sus avales? Gustavo Petro —entonces senador y líder de oposición— habría denunciado un atentado contra la democracia y una violación a la autonomía partidista. Y habría tenido razón. Lo mismo debe decirse hoy.
Los partidos no son agencias ejecutoras del Gobierno ni están obligados a replicar sus preferencias electorales. Son instituciones autónomas que ejercen su vida interna sin subordinación al poder presidencial. La democracia funciona bajo esa premisa básica: los partidos deciden sus avales, el Ejecutivo gobierna y el Legislativo legisla. Cuando un presidente intenta influir en las listas al Congreso —más aún cuando se trata de aliados políticos suyos— se rompe la frontera entre Gobierno y representación legislativa, y comienzan riesgos que la historia colombiana conoce demasiado bien.
Detrás de las críticas del Ejecutivo se esconde además un evidente pulso por mantener control sobre sus mayorías legislativas. La pérdida de los avales de Quintero y López altera el mapa político al que el Gobierno apuesta. Pero eso no convierte la decisión de los partidos en un abuso. Lo que sería abuso es pretender torcer esas decisiones mediante presión mediática o discursos velados desde el poder. Por otra parte, y en defensa de los mencionados congresistas, también debe valorarse el criterio para decidir un voto en derecho si según a su entender, un proyecto es bueno o no para el país. No obstante, existe la disciplina de los partidos y si como congresista se interpreta que hay contravía con lo que señala el partido lo más correcto sería renunciar a ese partido y optar por un camino que les permita ir en el sentido de sus principios.
En tiempos en que la política se vuelve emocional y la institucionalidad se diluye en redes sociales, es indispensable recordar que la democracia no es solo la voluntad popular, sino el respeto a las reglas que la organizan. Entre ellas, la autonomía de los partidos es fundamental. Si mañana el Ejecutivo decide que puede intervenir en los avales de sus aliados, ¿qué le impediría hacerlo en los de sus opositores? Y si los partidos aceptan esa presión, ¿qué les queda de independencia?
Este no es un debate sobre dos nombres: es un debate sobre el equilibrio de poderes y de la relación de los partidos con el poder en Colombia. Quintero y López pasarán. La discusión, en cambio, permanecerá, porque lo que está en juego es la arquitectura democrática que protege a Colombia de que sus partidos se conviertan en satélites del poder presidencial, esté arriba el que esté. Hoy toca decirlo con claridad: los partidos tienen derecho a decidir sus avales; el Gobierno no tiene derecho a reclamarles por hacerlo; y la ciudadanía tiene derecho a exigir que se respeten los límites del poder.
Todo lo demás es ruido. Ruido inconveniente, ruido peligroso. Ruido que confirma por qué las instituciones no pueden depender del humor político de un presidente.


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