
Edgar Yesid Achury
De Fusagasugá. Californiano por adopción. Apasionado por la geopolítica.
Ingeniero de alimentos, maestro quesero.
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Si para las próximas elecciones sigo teniendo el honor de mantener mi nacionalidad colombiana, lo primero que quiero dejar claro es que no estoy aquí para recomendar votos. No. Solo para precisar, con absoluta claridad, por quién jamás votaría.
Y antes de eso, expongo los criterios: un programa realizable, coherencia, respeto por la verdad y un límite infranqueable frente a quienes pretenden manipular políticamente la fe de la gente, usando a Dios como accesorio de campaña. Para mí, eso es tan grave como la corrupción que tanto dicen combatir.
Con esos filtros, la conclusión llega sola: Abelardo de la Espriella queda descartado antes de pronunciar la primera sílaba.
Y aquí va la confesión necesaria, colocada en su punto exacto para no matar el ritmo: la primera vez que vi su nombre como candidato presidencial creí honestamente que era un chiste. Lo juro, un meme. Una editorial llena de sarcasmo. Pasé varios días convencido de que era humor político. Y cuando entendí que no, que era real, que hablaba de “salvar a Colombia” con la solemnidad de quien cree estar protagonizando una epopeya… me hice la pregunta inevitable:
¿y quién votaría por alguien así?
Pero siempre aparece quien confunde espectáculo con firmeza.
Ahora, vayamos al punto crucial: Alex Saab.
Aquí no se trata de repetir titulares. Saab no era un cliente cualquiera: era el eje financiero del régimen de Maduro, pieza clave en contratos opacos, sobreprecios, negocios de alimentos, estructuras de lavado y entramados que hundieron a Venezuela en una tragedia. Saab fue el puente entre la corrupción interna y la internacionalización del dinero.
Y ahí, en ese escenario donde muchos abogados serios ni se acercarían para proteger su ética, De la Espriella fue su defensor más vehemente. No un abogado distante, sino un defensor emocional, combativo, dispuesto no solo a representarlo sino a blindarlo públicamente, a justificarlo, a enfrentarse con medio mundo para protegerlo.
Esa defensa no fue meramente jurídica: fue política, mediática, casi afectiva.
Una defensa así revela más afinidad que distancia.
Y esa sola proximidad debería bastar para cerrar el tarjetón sin marcar su nombre.
Pero claro, su prontuario de clientes y alianzas no termina ahí.
De la Espriella también defendió a David Murcia Guzmán, el creador de DMG, la estafa piramidal que dejó en ruinas a miles de familias colombianas. Y no lo defendió desde la prudencia técnica: lo hizo desde una postura que, en su momento, parecía justificar lo injustificable. DMG fue la radiografía perfecta de la codicia y el engaño masivo, y él decidió ubicarse del lado del arquitecto del desastre.
Y luego está el tema de los paramilitares.
No hablo de rumores, sino de hechos públicos: fue abogado de reconocidos jefes paramilitares, defendió sus intereses judiciales, y por esa misma cercanía la Corte Suprema ordenó en su momento investigarlo. La Fiscalía precluyó, sí, pero la cercanía con ese mundo está documentada, fotografiada y registrada en la prensa.
No necesito decir que son “sus amigos”. Basta saber que su nombre aparece demasiadas veces en esos expedientes, en esas defensas, en esas salas donde la ética suele entrar con tapabocas y guantes.
Y para completar el cuadro, está el lanzamiento de su candidatura: un espectáculo digno de televisión vespertina.
Allí desfiló un elenco pintoresco de personajes que parecían sacados del casting nacional del oportunismo, figuras públicas de dudoso prestigio, predicadores sobreactuados y promotores del evangelio de la prosperidad, empresarios con agenda, influencers de moral flexible y hasta fanáticos que lo aplaudían como si estuvieran frente a una mezcla de pastor, mesías y estrella pop.
Un show lleno de luces, gritos, oraciones, humo emocional y promesas infladas.
Una especie de “BukeleFest”, sin Bukele; un intento torpe de imitar a Milei; y por momentos, un eco lejano y descolorido de los discursos inflamables de Bolsonaro.
Un híbrido autoritario de baja calidad: la caricatura más pobre, más improvisada y más torpemente ensamblada de los tres.
Y si faltaba un ingrediente para completar el retrato, ahí está su propia confesión grabada —suya, con risas y orgullo— de haber matado gatos con pólvora “por diversión”. Quien se ríe de la crueldad ya mostró todo lo que tenía que mostrar. No hay discurso posterior que pueda pulir eso.
Finalmente, su repentina conversión al cristianismo: décadas de ateísmo burlón y, justo cuando anuncia la candidatura, aparece rodeado de pastores, cámaras, lágrimas estratégicas y relatos de “revelación espiritual”. Descubrió a Dios exactamente cuando descubrió que Dios suma votos.
Eso no es fe. Es marketing político. Y del más barato. La primera decisión de un “nacido de nuevo” sería renunciar a la vanidad, por tanto, jamás entraría a un escenario tan mundano como la política.
Por eso, cuando uno arma este rompecabezas —Saab, DMG, paramilitares, la crueldad confesada, la manipulación religiosa, el show del lanzamiento y el populismo de imitación— no queda ni una grieta por donde pueda filtrarse una duda.
No diré por quién votaría.
Eso no le sirve a nadie.
Pero por quién jamás votaría, eso sí lo digo con absoluta tranquilidad:
nunca, bajo ninguna circunstancia, votaría por Abelardo de la Espriella.
No es ideología.
No es preferencia política.
Es instinto de preservación.
Es higiene democrática.
Es respeto propio.
Porque uno puede equivocarse en muchas cosas, pero jamás en entregarle un país a un personaje que ya dejó claro —y repetidamente— quién es. Y si aun después de todo esto alguien quiere votar por él, adelante: cada quien ejerce su derecho sagrado al sufragio… y a la vergüenza ajena. Yo, por mi parte, prefiero reservar mi voto para algo que no huela tanto a espectáculo barato, a mesías de utilería y a caudillo de oferta. A fin de cuentas, el país ya tiene suficientes problemas como para agregar uno peor.


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