
Juan Carlos Silva
Magíster en Lingüística y Economista UPTC
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En el mapa político tradicional encontramos nombres que parecen obvios, naturales, casi geográficos: Italia, Argentina, El Salvador, Países Bajos. Este último es particularmente revelador: una nación designada no por su historia ni su cultura, sino por su altura —o mejor, por su baja altura— respecto al nivel del mar. Una toponimia vertical que pasó de ser un dato físico a convertirse en un nombre oficial, cartográfico, de uso internacional.
Pero si aceptamos sin resistencia la existencia de los Países Bajos, ¿por qué no imaginar unos Países Gordos?
La pregunta no es un chiste: es un acto de crítica, un pequeño seísmo semiótico que desacomoda los cimientos de la nomenclatura política.
1. La geopolítica como cuerpo: el exceso hecho territorio
Llamar Gordos a ciertos países traslada la discusión del terreno económico al somático. No se trata de cuerpos humanos, sino de cuerpos-nación: territorios que han acumulado riqueza, poder militar, recursos naturales y capital cultural hasta adquirir un tamaño simbólico desmesurado.
La gordura, aquí, funciona como cifra de un exceso histórico. Un exceso que no es solo riqueza, sino también expansión, consumo, colonización, dominio.
Los Países Gordos son, entonces, aquellos que han engordado con los siglos: a veces por conquista, a veces por extracción, a veces por estrategias mercantiles o financieras. El volumen expresa no solo la abundancia, sino otra cosa.
2. La moral del adjetivo: gordura como juicio político
Gordo nunca es neutro. Es adjetivo cargado de moral.
Habla de demasiado, de sobra, de indulgencia, incluso de lentitud o torpeza. Trasladado a la esfera global, se convierte en un espejo incómodo: señala a los países saturados, a los que tienen más de lo que necesitan, a los que nunca se consideran responsables del desequilibrio planetario.
La metáfora acusa sin acusar: deja al lector frente a una imagen que habla sola. Un territorio obeso implica que otros territorios han debido adelgazar.
3. La contracara inevitable: Países Flacos
Todo país gordo hace existir un país flaco.
La desigualdad internacional es un desequilibrio de cuerpos: regiones famélicas, territorios exprimidos, naciones a dieta forzada por deudas, imposiciones o historia.
La gordura, en este contexto, no es un atributo aislado: es la forma visible de una relación desigual.
En este reverso se ve el poder crítico del concepto: no apunta a humillar, sino a revelar.
4. Toponimia paródica: cuando el mapa hace reír (y pensar)
El salto de Países Bajos a Países Gordos tiene algo de parodia.
Usa la misma estructura nominativa —Países + Adjetivo— pero mientras el nombre oficial designa una condición geográfica, el nombre inventado señala una condición histórico-moral.
El gesto es pequeño, pero la carga es enorme: muestra que los nombres no son naturales ni necesarios. Los nombres son textos congelados.
Países Gordos sería un texto aún en ebullición: un nombre que no pretende convertirse en oficialidad, sino en crítica performativa.
5. Hacia un mapa circunstextual
Pensar en Países Gordos es comenzar a imaginar una cartografía que ya no responda solo a montañas, ríos y altitudes, sino a condiciones simbólicas: países densos, líquidos, huecos, esquivos, inflados, desinflados.
Es un mapa que no se limita al territorio físico, sino que es sensible a las circunstancias, a las relaciones de poder, a los flujos económicos, a las fragilidades humanas.
Es un mapa circunstextual: mutable, narrativo, consciente de que cada adjetivo redefine un mundo.
6. La ironía final: nadie sospecha de los Países Bajos
Paradójicamente, la existencia oficial de los Países Bajos normaliza un adjetivo que, fuera del contexto geográfico, sería valorativo: bajo, inferior, sumergido. Pero en la toponimia se vuelve inocuo.
Países Gordos, en cambio, resucita el valor moral del adjetivo y lo usa como arma.
El contraste revela la naturaleza profundamente retórica de la cartografía política: no existe un nombre neutral. Todo nombre es interpretación.
Nombrar es desenmascarar. Países Gordos no describe un lugar, sino que expone un sistema.
Es un concepto que incomoda porque obliga a mirar la geopolítica como un cuerpo desigual, con zonas hipertrofiadas y zonas desnutridas. Como toda buena metáfora, no se limita a ilustrar: interviene.
Si los nombres oficiales del mundo provienen de accidentes geográficos, accidentes históricos o accidentes coloniales, entonces introducir un nombre crítico —aunque sea en juego— es una forma de liberar el mapa, de reescribirlo, de exhibir su arbitrariedad y su ideología.
Mientras haya Países Bajos, tendremos derecho a imaginar, denunciar y poetizar la existencia de los Países Gordos.
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