Javier Serrano Ruiz
Licenciado en Filosofía y letras. Magister en lingüística
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Se llamaba Marieta Donoso. Llegó cualquier día, entró en su vida y desapareció luego, dejándole sólo su olor.
Marieta tenía la piel trigueña, los pómulos altos y una mata de pelo negro hasta la mitad de la espalda. Olía a agua fresca y a jabón Paramí.
El cuarto trasero, al otro lado del patio, se iluminó desde que se convirtió en su habitación. En un extremo colgaron una pieza de cretona que se deslizaba sobre una cuerda sostenida por dos clavos. Su lecho fue un colchón sobre tablones apoyados en dos burros de madera.
Después de almorzar, tras el arreglo de la cocina, mientras los adultos dormían la siesta, Marieta y él se dedicaban a la ternura secreta de sus mediodías calurosos. Reclinada de costado sobre su camastro, el tendido a su lado, le ofrecía sus pezones de ciruela. Siempre podría, aun ya viejo, cerrar los ojos y volver a la tersura de su pecho, revivir la paz que ella le daba y volver a aspirar su aroma.
Marieta fue también su primera pena de amor; lo dejó por otro. Un día se fue de la casa, pero regresó poco después, para probarse el vestido de novia cosido por su mamá, cómplice de su abandono. El asistió con cierta desazón.
El vestido de satín azul celeste, con un ligero escote y el pecho bordado de lentejuelas, estaba extendido sobre el extremo inferior de la cuja, en el aposento de sus papás. Marieta se ocultó con él tras la cómoda, que tenía las vetas de la madera visibles en la puerta. Sentado en el borde de la cama, con los pies colgando, a través del espejo del tocador, el niño la vio cambiar de traje, vio sus piernas fuertes, su seno redondo en el corpiño y una sombra bajo sus calzones blancos.
Cuando salió, se paró frente al espejo y la mamá marcó con alfileres tomados de sus labios las reformas necesarias. Volvió tras del armario. Tenía una pelambre negra bajo los brazos cuando le regaló su última mirada, inocente, a través del espejo, al descolgar de la percha el vestido que traía. Luego lo abandonó para siempre. El aposento y la casa quedaron llenos de su olor húmedo a jabón Paramí.
Días después lo creyeron perdido. Reapareció, tras de una noche de angustia familiar, dormido en un rincón de la habitación trasera. Perseguía el olor de Marieta en la penumbra.
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