Sofía López Mera
Abogada, periodista y defensora de derechos humanos – Corporación Justicia y Dignidad
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En la vereda Guatemala, del municipio de Miranda, Cauca, el 17 de mayo de 2024, la tranquilidad se hizo pedazos con el estruendo de una explosión. Esteban, de tan solo 12 años, quedó tendido en un charco de sangre. A su lado, Luis, un moto transportador, quedaba gravemente herido; falleció al día siguiente en la clínica Valle de Lili, en Cali. La madre de Esteban, también herida de gravedad, apenas podía mover los ojos que no dejaban de mirar el cuerpo sin vida de su hijo. Un mes después, también ella murió.
El Ejército Nacional atribuyó la responsabilidad de este triple asesinato a la Columna Móvil Dagoberto Ramos, que hace parte de las llamadas disidencias de las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC. Días después, una llamada interceptada permitió escuchar cómo ese grupo armado celebraba el éxito de esa explosión: como si la muerte de inocentes fuera motivo de victoria.
“Buenas tardes, Doctora Sofía. Habla Valery Chilgueso”, escuché al otro lado de la línea de WhatsApp. Esa voz infantil, me contó, con la elocuencia de una adulta, cómo fue su reclutamiento forzado por parte de la Columna Móvil Urías Rondón, también perteneciente a las mencionadas disidencias. Desde el hogar que le asignó el ICBF, donde fue discriminada por ser indígena y haber sido combatiente, pedía que no la dejaran sola: «Yo necesito ayuda, como me pueden colaborar, sinceramente esto se pasó a mayores, nos buscan ya la marquetalia, elenos y necesitamos unas ayudas de ustedes, como nos pueden colaborar por favor, a mi madre, a mis hermanos, a mi familia».
Días después, ya desde un campamento de guerra, escribió a su madre «Somos una desgracia para la familia, pero recuerda que por estudiar no pagan, y por eso tomamos esa decisión de irnos para donde usted ya sabe y queremos ayudarla. Nunca se olvide de mí y de mi hermano. Yo siempre la voy a apoyar, querer, amar y respetar. Si algún día llega a ocurrir algo conmigo, no intente lo que usted me dijo». Lo que Valery temía que ocurriera, sucedió. El 8 de marzo murió en un combate entre una estructura militar del Estado Mayor Central, también disidencia de las FARC y un destacamento del Ejército de Liberación Nacional -ELN-.
Sofía Delgado, desapareció el 29 de septiembre de 2024 en Villa Gorgona, Candelaria, Valle del Cauca. Tenía 12 años, y su mirada sigue brillando en redes sociales y en la prensa, pidiendo información que ayude a encontrarla. Ofrecen recompensa por su paradero, pero su rastro se desvanece como una sombra en el calor de esa tarde de domingo. La vieron cruzar el parque, con pantaloneta blanca y blusa morada, buscando un champú para su mascota. Nadie sabe nada, no hay pista alguna. El tiempo se detuvo en su casa. Su familia seguía esperando a Sofy. El 17 de octubre, hace pocos días, apareció muerta. Fue sometida a violencia sexual y tortura.
En Nariño, en los resguardos de Palmar Imbi, Ramos Mongon y Cuascuabi Paldubi, las madres indígenas del pueblo Awá lloran en silencio la ausencia de sus hijos Elver Darío, Wilmer Gustavo, Riber Fernando, Jader Danilo. Desaparecieron en las montañas, en los caminos que alguna vez recorrieron en libertad.
Desde el 22 de julio de 2024, las comunidades indígenas a las que pertenecen están consumidas por la incertidumbre. El reclutamiento forzado los ha arrebatado de sus hogares, de sus pueblos, de sus raíces. De nada han servido las denuncias ante Naciones Unidas y ante todas las autoridades estatales. Todo indica que fueron forzados a ingresar a un grupo armado que opera en la zona.
Juan Diego Arboleda González, con apenas 14 años, desapareció el 19 de julio de 2024. Salió de su colegio en El Bordo, Cauca y no se ha sabido nada más de él. Se dijo que iba a Santander de Quilichao, quizá a Buenaventura, pero nadie sabe con certeza. En Cali, una cámara lo captó en la terminal de transportes, vestido con su uniforme escolar, acompañado por dos adultos desconocidos. Y luego, nada. Solo el vacío, el silencio. Su familia, rota por la desesperación, sigue esperando su regreso, aferrada a la esperanza.
En Timba, Jamundí, Valle del Cauca, los estudiantes de la institución José María Córdoba están a merced de Sami Santa Ramírez, una joven de 18 años vinculada a la Columna Móvil Jaime Martínez que hace parte del Estado Mayor Central. Entre abril y junio de 2024, reclutó a siete menores de entre 11 y 14 años, cuyo paradero sigue siendo desconocido. Otros diez menores son usados para diversas tareas, incluida una niña campeona de artes marciales. Sami ha engañado a más niños, que cuidan armas y transportan propaganda. A pesar de las denuncias, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar amenaza a quienes las interponen y la Fiscalía no ha actuado.
Estos casos de asesinato, reclutamiento forzado y explotación de menores, ocurridos recientemente en los departamentos del Cauca y Valle del Cauca, son un ejemplo claro de que hay una guerra contra la infancia y la adolescencia.
En esa guerra, los grupos armados buscan controlar a niñas, niños, adolescentes y jóvenes porque saben que, así, se adueñan del futuro del país. Quienes se salgan de su control, son declarados objetivo militar.
Algunas comunidades han construido mecanismos de autoprotección que les permite enfrentar esa guerra. Pero no cuentan con suficiente apoyo por parte de las instituciones estatales. Dicho apoyo no es una dádiva que se le da a las personas más vulnerables, es cumplir con lo ordenado en el artículo 44 de la Constitución Política.
Los discursos del gobierno casi siempre son bonitos y emocionantes. Pero en las zonas de conflicto armado, que es donde más ocurre la guerra contra nuestras niñas y niños, se necesita acción gubernamental; se necesita que el Estado cumpla todas sus obligaciones, sin excusas. Aquí nadie quiere nada regalado. Solo se desea vivir sin miedo. Se pide que el Estado proteja, por encima de todo, a los niños, niñas, adolescentes y jóvenes, tal como lo manda la Ley. Una nación que no protege a su infancia está condenada a repetir ciclos de violencia. Si no actuamos con urgencia, la guerra contra la infancia en Colombia perpetuará el conflicto.
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