Javier Serrano Ruiz
Licenciado en Filosofía y letras. Magister en lingüística
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Cuánto le hubiera gustado a doña Amparo que esa muela tuviera más raíces…y haber conservado sus piezas ya perdidas. Nunca hubiera permitido la exodoncia si hubiera descubierto a tiempo el placer de la endodoncia.
Pocos recuerdos eran comparables con el estremecimiento que le causaba, a sus años, el roce de los dedos del doctor Ralom al ponerle dentro de la boca, así, recostadita contra la encía, la plaquita que revelaría su intimidad; y la forma como le cogía el dedito para ayudarle a ponerlo donde era, apoyado sobre la placa. No terminaba de entender por qué si la foto no causaba daño, como el doctor le había explicado, él se escondía por un instante, como un gigante tierno y coqueto, para apretar ese botón.
Pero lo inefable ocurría después de que le clavaba esa aguja larga, larga que le inoculaba el fluido cálido que a veces escurría algo como amarguito.
-Si no fuera por el ruido de la fresa, el doctor oiría los latidos de mi corazón que galopa acelerado -pensó un día, con la boca abierta entre sus manazas. Después tardó adrede en la escupidera; sería incómodo revelar su sonrojo.
Lo cierto era que cuando las limas del doctor Ralom se apoderaban de sus conductos, bajaban una y otra vez en busca del ápice, vaciaban, pulían y ampliaban, ella hubiera pagado por prologar el tratamiento y dejar fluir el paroxismo que se esforzaba en refrenar hasta el final, cuando el doctor rellenaba y retacaba con su antebrazo peludo y su muñeca fuerte, mientras ella aspiraba de su tórax el olor de macho que se iba directo de sus fosas nasales al centro viscoso de sus estremecimientos.
-Pues te recomiendo, mi niña, que te busques otro odontólogo, que sea de mano suave –le aconsejó un día a Clarita, su amiga del alma. Pero evitó mencionar al doctor Ralom.
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