
Juanita Uribe
Estudió psicología. Se dedica a la divulgación científica, histórica y política
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Hay días en los que escribir no es una elección, sino una resistencia.
Me he sentado varias veces a escribir mi siguiente columna. No la logro. No me sale ni una letra.
Escribir de manera sistemática es otro nivel, uno que apenas rozo. Una estructura que otros manejan con destreza, pero que a mí me exige una entrega que no sé si quiero o si puedo ofrecer. Yo necesito algo más: necesito escribir desde el Eros, desde esa energía que brota desde las entrañas, desde el deseo irreprimible de gritar, de sacudir, de incomodar.
Quiero que lo que escriba despierte a las conciencias más cómodas, más dormidas, más ajenas. Quiero que lo que diga provoque. Que duela. Que atraviese. Que incomode al lector que se siente demasiado seguro de sí mismo. Que le arranque una duda y hasta la lengua.
Pero no siempre es posible.
Hay días, como hoy, en los que Tánatos se sienta frente al teclado conmigo.
Y no como un fantasma, sino como un cuerpo: denso, palpable, pesado, arrogante. Se instala en mis hombros, en mis dedos, en mis ojos. Y lo arruina todo.
El impulso vital desaparece. Y escribir se convierte en un acto de desgaste, un ritual lingüístico vacío, una pérdida de memoria verbal, que casi parece ajena.
Las palabras que antes eran fuego, hoy no son ni ceniza: apenas polvo gris, tibio, que se deshace en lo que pienso. Como dice el dicho: se desvanecen en el aire. Se las lleva el viento pérfido.
Me siento. Empiezo. Borro. Vuelvo a empezar.
Leo lo escrito y me doy asco. Me aburro. Me espanto de lo plano, de lo blando, de lo trivial.
Todo me suena mediocre, pueril, biche, inmaduro, inservible.
Y, sin embargo, no me detengo.
¿Por qué?
No por disciplina. No por profesionalismo. Tampoco por ego.
Sino porque algo en mí, algo casi imperceptible, todavía quiere decir.
No gritar, quizás.
Pero sí balbucear, aunque sea desde la derrota.
Y entonces entiendo: no todo texto nace desde la euforia del Eros.
A veces escribir es una forma de pelearle a la muerte interna intelectual.
Una forma de decir:
Aún estoy aquí, aunque no tenga nada brillante que decir.
Aunque no me sienta a la altura.
Aunque lo que salga me dé vergüenza.
Y claro, sé que debería estar escribiendo sobre lo que “importa”.
Sobre Israel, Gaza, Irán.
Sobre Trump y su teatro de polarización rentable.
Sobre Bitcoin como salvación o burbuja o brújula, o bruja y todas sus esdrújulas.
Sobre ChatGPT y su promesa de hacer todo por mí, menos pensar.
ChatGPT el oráculo moderno, capaz de escribir columnas en segundos, de opinar sobre todo con cortesía y contexto, de generar textos más limpios que los que yo tardo días en parir. ¿Entonces qué queda para mí?
O por qué no, sobre el Chavo, Doña Florinda y la nostalgia domesticada de una clase media iberoamericana que se repite a sí misma sin pensarlo. Hacer una columna sobre el Chavo es, sinceramente, deprimente. Es como discutir teología con una piñata. Pocas cosas más tristes que tener que sacar análisis culturales de un sketch de hace cincuenta años. Si la crítica se quedó en el Chavo, es que el abismo cultural es más hondo de lo que pensábamos… en fin.
Pero nos importa, porque la noticia que sacude, con el peso de nuestras propias vidas, nos basta y nos sobra, sobre otras derrotas.
Embolatamos la importancia y ya no hay quien lea ese artículo completo, sino el encabezado, que es de los periódicos de ayer, el de hoy, nuestro alimento, nuestro propio embotellamiento.
Eso es lo que se espera.
Lo que dicta la agenda de la urgencia.
Esa infoxicación que se disfraza de actualidad.
Ese bombardeo de temas que no se proponen como preguntas, sino como mandatos:
“Escriba sobre esto.”
“Opine ya.”
“Publique o desaparezca.”
La opinión se volvió un producto.
El análisis, un algoritmo.
Y la escritura, un formato en serie para alimentar audiencias ansiosas, sedientas de certezas breves.
Pero yo no quiero alimentar eso.
No quiero fabricar relevancia en serie.
No quiero participar en el simulacro del debate perpetuo.
Hoy no quiero ser inteligente.
Hoy solo quiero no desaparecer.
Tal vez esta columna no es una columna.
Tal vez sea el reverso de una columna:
Una grieta.
Una fractura.
Un espacio donde el lenguaje no sirve, pero igual se intenta.
Quizás esta columna no esté hecha para ser leída.
Tal vez solo sea una carta de amor fallida a mi propio deseo.
Una prueba de que el impulso vital aún se arrastra,
aunque a veces lo confunda con cansancio o rabia.
Escribir no como cumplimiento, sino como resistencia. No como producto, sino como testimonio de la fragilidad, del desgaste, del cansancio. Porque incluso en el mutismo hay verdad, hay desagüe.
Y si esto que escribo no incomoda, no sacude, no revienta…
al menos que sea una trinchera.
Un lugar mínimo.
Desde donde, algún día, vuelva a gritar.
Porque a veces, lo más honesto que puede ofrecer una columna…
es el cuerpo rendido de quien no pudo terminar.
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